La nueva independencia de América Latina, en los ricos y complejos escenarios que va configurando el ascenso de los sectores populares, requiere dar paso a un proceso –no exento de conflictos- de ampliación y profundización de la democracia (hasta ahora, más ritual que real), y de reconstrucción de la nación, de nuestros Estados a medio hacer y hoy casi fallidos.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Independencias. Bicentenarios. Monumentos y efemérides. El septiembre latinoamericano desborda de celebraciones que exaltan a los héroes de la patria, a los mártires que dieron vida a la nación: ese artefacto decimonónico, escindido por el falso dilema de civilización o barbarie -y por tanto profundamente excluyente- con el que las oligarquías criollas pretendieron construir, en tierras americanas, pésimas copias de las naciones europeas. Poquísimas mujeres, casi ningún indígena y todavía menos afrolatinoamericanos, figuran en las páginas de los libros o reciben el incienso de los ritos de la historia oficial.
¿Somos independientes? El interés por responder esta pregunta, evidentemente retórica, puede diluirse en la desesperanza que retrata las actuales condiciones de los países y regiones que sobreviven más directamente bajo la égida de los Estados Unidos: México, Centroamérica, Colombia y el Caribe. Y es que en solo tres días, caribeños y mesoamericanos presenciamos algunos acontecimientos que retratan el drama de esta región.
El 14 de setiembre, el presidente de EE.UU., Barack Obama, decretó la continuidad de la ley colonialista de embargo comercial a Cuba: una acción que va en contra de los reclamos de la comunidad internacional y del más elemental sentido de justicia y humanidad para el pueblo cubano.
En la mañana del día 15, en San José de Costa Rica, al pie del Monumento Nacional que recuerda la gesta de los centroamericanos en 1856-1857, cuya unidad permitió repelar el expansionismo esclavista norteamericano encabezado por William Walker, el presidente Oscar Arias pontificó sobre el pensamiento único y repitió consignas contra partidos políticos y movimientos sociales opositores a su gobierno y al TLC con EE.UU. Para Arias, quien cada vez más pierde sus convicciones democráticas, el país está amenazado por el peligro que representan los grupos “extremistas” quienes, por la vía del sufragio, se proponen revertir el dominio neoliberal en las elecciones del 2010. Casi a la misma hora, pero en Honduras, los golpistas de Micheletti desfilaban por las calles militarizadas de Tegucigalpa, blandiendo vivas por la constitución y la democracia.
Por la noche, en la plaza del Zócalo en México, el presidente Felipe Calderón gritaba vivas por la independencia, el bicentenario y la revolución de un país devorado, lentamente, por las mafias políticas y las mafias del narcotráfico, el entreguismo de sus dirigentes y la voracidad de la potencia del Norte.
Finalmente, el 16 de setiembre, en la reunión de Ministros de Defensa de UNASUR, el gobierno de Álvaro Uribe defendió, por enésima vez, el acuerdo de cesión de bases militares al ejército de los Estados Unidos: definitivamente esta Colombia, la de las alianzas proimperialistas, hace las veces de ariete contra la paz y el consenso suramericano.
Como se ve, reflexionar sobre la pretendida condición independiente de nuestros pueblos, sobre todo desde esta parte de la geografía política americana, exige un generoso esfuerzo para remontar el pesimismo. No obstante, es un ejercicio necesario, al que no podemos renunciar.
Desde nuestra perspectiva, la nueva independencia de América Latina, en los ricos y complejos escenarios que va configurando el ascenso de los sectores populares, requiere dar paso a un proceso –no exento de conflictos- de ampliación y profundización de la democracia (hasta ahora, más ritual que real), y de reconstrucción de la nación, de nuestros Estados a medio hacer y hoy casi fallidos, como los de México, Guatemala, Honduras y Colombia. Esas naciones de criollos que propiciaron la fragmentación social y la reproducción de estructuras coloniales de dominación en lo administrativo, lo político y lo cultural (el colonialismo interno) que aún persisten.
No cabe duda que los pueblos latinoamericanos, desde finales de la década de 1990 al presente, han alcanzado conquistas sumamente valiosas e inéditas en la historia de sus luchas de liberación. Pero todavía resta mucho por hacer para avanzar hacia la segunda y definitiva independencia, de manera que esta “primavera de los pueblos” –como la llamó Frei Betto-, no sea solo un hermoso paréntesis en el inmenso relato de la opresión oligárquica e imperialista.
Fue José Martí, en el contexto de la Conferencia Internacional Americana de 1889, en Washington, quien lanzó esa idea –casi como un grito de urgencia- de “la segunda y definitiva independencia”. Visionariamente, el prócer cubano prefiguraba los principales desafíos contemporáneos de nuestros pueblos: la amenaza del imperialismo estadounidense, bajo su doble faz de panamericanismo comercial e intervencionismo militar, y el riesgo que suponían –y que ahora padecemos- esos inacabados Estados nacionales que dejaban el siglo XIX y se lanzaban a rodar mundo, deslumbrados por la modernidad de las metrópolis, sin resolver sus problemas estructurales de exclusión y dominio oprobioso de una clase sobre otra.
Este diagnóstico señala, también, un programa de acción de plena vigencia: la unidad de los pueblos y la integración de los Estados latinoamericanos hacia adentro, considerando el carácter plurinacional de la mayoría de nuestros países, y hacia afuera, fortaleciendo una nueva arquitectura, más equilibrada, de las relaciones internacionales. Ambas son condiciones ineludibles para alcanzar ese anhelado ideal independentista, y para abrir los caminos de humanidad que todavía nos falta recorrer.
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