En la actual encrucijada
histórica, en la cual Suramérica aspira a dejar de ser el patio trasero del
imperio, no hay lugar para cálculos mezquinos. Menos aún, como postula el nuevo
canciller uruguayo, para poner el comercio por delante de la política.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
Si el gobierno de Dilma
Rousseff empezó mal, como señala Joao Pedro Stedile, coordinador del Movimiento
Sin Tierra, el de Tabaré Vázquez parece encaminado en una dirección peor aún.
La presidenta de Brasil nombró a un Chicago boy al frente del Ministerio
de Economía y su gabinete tiene tintes claramente conservadores, incluyendo una
destacada representante del agronegocio en el Ministerio de Agricultura.
A la ceremonia de posesión
de Vázquez asistieron la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff; la de Chile,
Michelle Bachelet; el presidente de Ecuador, Rafael Correa; el de Cuba, Raúl
Castro; el de Paraguay, Horacio Cartes, y el de Perú, Ollanta Humala. Evo
Morales llegó un par de días antes, mantuvo una reunión con el presidente
saliente, José Mujica, y se fue sin asistir a la toma de posesión. Las
relaciones con Vázquez nunca fueron buenas, siendo el uruguayo uno de los pocos
presidentes latinoamericanos que faltaron a su primera toma de posesión, en
2006.
También faltó la
presidenta Cristina Fernández, quien sabe que las relaciones entre Argentina y
Uruguay no volverán a ser tan buenas como lo fueron en el quinquenio de Mujica,
cuya primera medida de gobierno fue solucionar el conflicto por el corte del
puente binacional San Martín sobre el río Uruguay. Mientras Mujica tiene una
clara orientación latinoamericana y regional, a favor del Mercosur y la Unasur,
el gobierno de Vázquez parece inclinado a repetir el acercamiento a Estados Unidos
que ensayó en su primer gobierno (2005-2010), frustrado por una potente
movilización social.
El viraje central de la
política de Vázquez girará en torno a las relaciones internacionales,
propiciando un nuevo alineamiento de Uruguay en la región. El vicepresidente
Raúl Sendic, hijo del principal dirigente guerrillero, desconcertó cuando hizo
referencia a la situación en Venezuela: “Ellos están hablando de injerencias
externas. Nosotros no tenemos elementos para poder acompañar esa afirmación” ( El
Observador, 3/3/15).
Tomando clara distancia
del proceso bolivariano, dijo que Nicolás Maduro debe abrir “un espacio de
diálogo permanente con todos los sectores políticos”. Esta posición parece más
cercana a la de los gobiernos conservadores, como los de Perú y Colombia, que a
los demás gobiernos de la región.
El nuevo canciller,
Rodolfo Nin Novoa, que fue vicepresidente en el primer gobierno de Vázquez,
exigió un “sinceramiento” del Mercosur y dijo que el derecho comercial debe
estar por encima de la política, en alusión crítica a Mujica. El canciller
desdeña la integración regional. “Los procesos de integración en América Latina
no han alcanzado el desarrollo esperado y se necesitan sinceramientos
impostergables para poder estar a la altura de los desafíos del contexto
internacional actual” ( El País, 2/3/15).
El “sinceramiento” y el
“pragmatismo” que postula tienen nombres y apellidos. Malas relaciones con
Argentina, desconfianza con Brasil y Venezuela, distancias crecientes con el
Mercosur y mano tendida a los gobiernos que conforman la Alianza del Pacífico
(Perú, Colombia, México y Chile). El primero en alertar sobre el asunto fue el
propio Mujica, quien en una de sus últimas entrevistas como presidente adelantó
que el nuevo canciller “no tendrá el perfil latinoamericanista y puede ser una
de las contradicciones que tenemos dentro del frente” ( Brecha, 27/2/15).
El papel de Uruguay en la
región puede ser uno de los cambios más notables en los próximos años. Si se
alineara nuevamente con Estados Unidos, en esta ocasión con la Alianza del
Pacífico, estaría dando un golpe mortal al Mercosur y a la integración
regional. La situación geopolítica actual es mucho más compleja que la de cinco
años atrás. Estados Unidos está jugando pesado en todo el mundo y también en la
región.
El lugar que la potencia
asigna a Uruguay está en consonancia con su papel histórico, un “Estado tapón”
entre Argentina y Brasil para abrir espacios a las políticas imperiales.
En 1828 la Convención
Preliminar de Paz selló el nacimiento de Uruguay, ante el estancamiento de la
guerra entre el Imperio de Brasil y las Provincias Unidas del Río de la Plata
(hoy Argentina). El diplomático británico lord John Ponsonby fue el
encargado de gestionar el nacimiento del nuevo Estado, que no sólo buscaba restablecer
la paz sino, sobre todo, consolidar el libre comercio e impedir que Brasil y
Argentina dominaran el estuario del Plata.
Para el ascendente
imperio británico se trataba de “perpetuar una división geográfica de estados
que beneficie a Inglaterra”, como mencionó Ponsonby en una carta a Londres. El
nacimiento de Uruguay como Estado independiente traicionaba el legado de José
Artigas, quien pretendió crear una provincia confederada a las Provincias
Unidas, inicialmente a través de la alianza de la Banda Oriental (hoy Uruguay)
con las actuales provincias argentinas Entre Ríos, Misiones, Corrientes, Santa
Fe y Córdoba. Exiliado en Paraguay, se negó a volver a un país que ya no
consideraba suyo.
En la actual encrucijada
histórica, en la cual Suramérica aspira a dejar de ser el patio trasero del
imperio, no hay lugar para cálculos mezquinos. Menos aún, como postula el nuevo
canciller uruguayo, para poner el comercio por delante de la política. La
alianza estratégica de Brasil con Argentina y Venezuela es uno de los motores
de la soberanía de la región. La Alianza del Pacífico, por el contrario,
remacha la dependencia.
Ciertamente la competencia entre estados tiene lógicas distintas a las luchas de clases y de los diversos abajos por su emancipación. Siendo esto lo central, aquello no nos puede resultar indiferente. La lucha contra el dominio imperial es hoy un dato central, lo que no significa alinearnos con dirigentes como Putin, Xi Jinping, Rousseff o Narendra Modi. El más elemental antimperialismo, que dejó de ser seña de identidad de muchas izquierdas, implica oponernos a cualquier alineamiento con la política de Washington.
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