El desprecio racial ha tenido peso en el mundo de la política, donde el color de la piel, los rasgos fisonómicos o cualquier otro motivo equivalente han sido usados por las oligarquías criollas para desacreditar o estigmatizar a los líderes políticos populares.
El insulto racista ha sido una de las peores expresiones de nuestra vida social. Asumido lo “blanco” como símbolo de superioridad social, lo indio, lo negro y lo cholo fueron mostrados como signos de lo feo, vil y despreciable.
Institucionalizado el desprecio, a veces las mismas gentes de piel oscura han usado el insulto racista contra sus semejantes, recibiendo como réplica aquella sonora frase de: “Un longo me longueó, siendo más longo que yo”. Y es que, aun en el caso de los criollos, resulta absurdo alardear de blanquitud en un país al que las mujeres blancas llegaron tarde y en pequeño número, lo que determinó, junto con la violencia conquistadora, el temprano desarrollo del mestizaje, fenómeno resumido en otra expresión del refranero popular: “En nuestros países, el que no tiene de inga tiene de mandinga”.
El desprecio racial ha tenido peso en el mundo de la política, donde el color de la piel, los rasgos fisonómicos o cualquier otro motivo equivalente han sido usados por las oligarquías criollas para desacreditar o estigmatizar a los líderes políticos populares.
A inicios de la república, fue famoso el caso de Vicente Ramón Roca, un comerciante liberal de Guayaquil, quien ganó en buena lid la Presidencia de la República a José Joaquín Olmedo, en la Asamblea Constituyente de 1845. Esto motivó la ira de sus rivales, algunos de los cuales lo acusaron de ser “negro” o “zambo”, mientras que Rocafuerte, más moderno, lo acusaba de ser “mercachifle”, diciendo: “La vara del mercader ha vencido a la musa de Junín”.
Y es que, en esa señorial república decimonónica, lo natural era que se turnaran en el poder los líderes de las diversas oligarquías regionales. Por ello, resultaba un atentado contra la tradición y la decencia que irrumpieran en la escena política unos jefes militares sin reputación social o, peor aún, unos escritores o líderes subversivos salidos de provincia, como esos tales Juan Montalvo o Eloy Alfaro, a quienes la oligarquía y la Iglesia clasificaron como “zambo” e “indio”, respectivamente. En última instancia, no importaba mucho el color de su piel, puesto que sus actos de rebeldía social y sus ideas insurgentes no eran propios de gente decente, sino de zambos e indios.
El fenómeno siguió vigente en el siglo XX, como lo prueba el caso de Isidro Ayora, a quien la Revolución Juliana encargó el liderazgo revolucionario a partir de 1926. Ayora era un afamado médico, descendiente de cultas e ilustres familias lojanas, pero tenía un fenotipo indígena y bastó esto para que la derecha se ensañara en llamarle “indio”. El mandatario toleró de mala gana el calificativo, pero estalló en cólera cuando su propia esposa, la blanquísima porteña Laura Carbo, lo llamó de este modo, asunto que motivó su inmediata separación y divorcio.
Cosa similar ocurría por entonces en Colombia, donde la oligarquía conservadora descargó todo su odio contra el revolucionario liberal Juan de Dios Uribe, un amigo y colaborador de Eloy Alfaro, al que bautizó como “el indio Uribe”. Quien ve las fotos de este hombre blanco, rubio y de ojos claros, se sorprende de que lo llamaran indio. Y concluye que no era “indio” por su aspecto, sino por su rebeldía.
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