Para América Latina, este tiempo se trata de pensar con cabeza propia sobre lo que queremos y necesitamos; viendo con nuestros propios ojos nuestro entorno; conociendo, interpretando y construyendo sobre nuestra propia historia; aquilatando nuestras propias riquezas naturales y humanas.
Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
rafaelcuevasmolina@hotmail.com
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La noción de desarrollo, asociada a la de progreso, tal como la entendemos hoy es relativamente nueva en el arsenal de ideas, nociones y conceptos del pensamiento occidental, aunque sus antecedentes pueden rastrearse hasta algunos de los orígenes mismos de este pensamiento, como es su raíz greco-latina.
Ha sido la modernidad, es decir, la expresión ideológico-cultural del modo de producción capitalista, la que perfiló y puso en el centro de las aspiraciones sociales la necesidad de “avanzar”, es decir, de “progresar” continua y aceleradamente hacia delante.
Ese ir hacia adelante se concibió como un constante “crecimiento”, en primer lugar económico, que se traduce en un permanente aumento del nivel de vida, entendido este como una mayor capacidad de producir y consumir bienes materiales.
Según esta concepción, el desarrollo y el progreso de una sociedad se pueden medir en función de la capacidad que tenga de producir bienes materiales, lo cual constituiría su riqueza. Un indicador clave para esta medición es la de Producto Interno Bruto (PIB).
Esta producción se hace a costas de la valorificación de la naturaleza, que debe ser “conquistada”, es decir, domada: ponerla al servicio del ser humano y sus necesidades, mismas que no necesariamente son las propias de la vida y su reproducción en general, sino las de los sectores y grupos sociales dominantes. De ahí que primen los intereses y necesidades económicas y políticas de aquellos que entienden como su “necesidad e interés” el obtener ganancia, lucrar, con la valorificación de la naturaleza.
Por otra parte, la noción de cultura ha sufrido también sus avatares, algunos de factura mucho más reciente que las que hemos referido de la de desarrollo.
Hasta hace unos 40 o 50 años, por cultura se entendía casi exclusivamente un cierto comportamiento asociado al nivel educativo, formas de comportamiento “refinadas” y buenas maneras de las personas. Cultura eran, también, las “bellas” artes y la literatura. Hoy, aunque estas nociones no han desaparecido y se siguen utilizando con frecuencia, ya no tienen el monopolio exclusivo. Desde la década de los 60 del siglo XX, se ha posicionado una noción más amplia, de contenido distinto a las antes expuesta, que entiende que la cultura es el modo de ser de un conglomerado social específico, su característica forma de ver el mundo. La cultura sería, de alguna manera, la personalidad de los distintos grupos sociales, misma que, al igual que las personalidades de los individuos, estaría múltiplemente determinada: por su herencia histórica, por el entorno geográfico en el que vive, por los vecinos que tiene, etc.
La noción de desarrollo entendida como constante crecimiento económico ha entrado en crisis. Una de las razones principales para que esto suceda es el descubrimiento relativamente reciente de los límites de la valorificación de la naturaleza. De ahí que cada vez con más frecuencia surjan posiciones críticas y búsquedas de otras formas de entender el desarrollo.
Una muy en boga en nuestros días, impulsada por organismos internacionales como la UNESCO, por ejemplo, que no logra desprenderse de la noción tradicional de desarrollo pero que es esgrimida como una reivindicación “progresista”, es la de tratar de evidenciar el aporte que hace la cultura (entendida en el sentido de arte e industrias culturales) al PIB de un país.
Otras búsquedas se orientan en una dirección muy distinta. Éstas intentan asociar la noción de desarrollo a la cultura en el sentido de identificar cuáles son las necesidades e intereses que emanan del entorno particular y específico de cada sociedad. En este sentido, se trata de encontrar formas de asociación social que estén estrechamente vinculadas con lo que los grupos sociales son.
Para América Latina, este viraje copernicano en la forma de concebir el desarrollo es fundamental y tiene grandes implicaciones no solo económicas sino, en primer lugar, políticas.
En efecto, se trata de pensar con cabeza propia sobre lo que queremos y necesitamos; viendo con nuestros propios ojos nuestro entorno; conociendo, interpretando y construyendo sobre nuestra propia historia; aquilatando nuestras propias riquezas naturales y humanas.
Es decir, sin modelos asumidos o impuestos sino encontrados. Educados como estamos en un pensamiento colonizado, nos cuesta despertar del letargo que nos ha hecho desconfiar de nuestras propias capacidades y admirar la de los “otros” europeos o norteamericanos.
Acostumbrados a “escupir en el espejo”, nos burlamos de los que hacen denodados intentos por construir lo nuevo sin el tutelaje de “los de afuera”. Somos los principales saboteadores de nosotros mismos.
En buena medida, esa es la lucha en la que está hoy América Latina: en la de la búsqueda de las vías propias de desarrollo. Esas búsquedas son desacreditadas, son blanco de burlas y sabotajes. No son solo los sectores tradicionalmente dominantes los que se oponen de esa forma, sino amplios sectores de la población (mal) educados en la mimesis acrítica neocolonial.
Pero la búsqueda es necesaria e imprescindible. América Latina esta hoy a la vanguardia en este sentido en el mundo. No debemos cejar.
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