Podríamos atrevernos a pronosticar que solo un gran empuje en el campo de la ciencia y de la tecnología para reducir nuestra adicción al CO2 puede salvar a la economía global del colapso, y de paso, a nuestra especie de los cataclismos climáticos del futuro.
La Cumbre de Cancún sobre el cambio climático se saldará, para tragedia del planeta, en un estrepitoso fracaso. En vez de consensos, entonces, cada país se dedicará a culpar al vecino. Y en un acto de miopía suicida, los países con mayor responsabilidad en el asunto asumirán posiciones de absoluta inflexibilidad de tipo “yo no bajo mis emisiones si tú no lo haces primero”. Los europeos y norteamericanos sostendrán que los chinos son los mayores emisores de CO2 del mundo, y los chinos, a su vez, se defenderán argumentando que, per cápita, sus emisiones no dejan de ser mínimas comparadas con las de los países occidentales. EE.UU. seguirá sin querer ratificar al Protocolo de Kioto, lo que inevitablemente crea menos incentivos para que un régimen internacional de reducción de emisiones sea alcanzado. De hecho esta semana, Japón, en una declaración inusualmente agresiva, amenazó con retirarse de Kioto por completo, subsumiendo a gran parte de los futuros negociadores de Cancún en un estado de pesimismo cuasi depresivo.
Lula, que no irá a la cumbre, ya adelantó que Cancún “no va a dar nada”. Pero la Casa Blanca, que no podrá acordar nada significativo debido a la oposición de un congreso ahora dominado por republicanos antirrecortes de CO2 (entre los cuales se encuentran muchos congresistas que incluso niegan la evidencia científica para el cambio climático, en defensa de intereses de empresarios que financian su partido), ya se encuentra ideando algún tipo de acuerdo mínimo.
Parte del engaño es que el cálculo se hace sobre las emisiones de 2005 (cuando el resto del mundo habla de reducción sobre la base de las emisiones de 1990). Nuestros medios poco investigativos no entenderán nada; quizás hasta se traguen la píldora de un acuerdo alcanzado y difundan la idea imprecisa de un avance modesto, apegándose, como siempre, a la estrategia mediática de los EE.UU.
Y es que la crisis económica no ayuda; las cifras del empleo no repuntan en los EE.UU.; y después de la bancarrota de Grecia, Letonia e Islandia, hoy es el turno de Irlanda de sujetarse al salvataje del FMI. España sigue tambaleándose al filo del despeñadero, recortando cada vez más su magro gasto social, incluido, esta semana, las ayudas a los desempleados. Se habla ahora del potencial colapso de Italia y algunos predicen incluso un síncope de gravísimas consecuencias de todo el sistema financiero en la City de Londres, uno de los mayores centros, desde hace siglos, de las finanzas mundiales.
La crisis hace que los países enfrentados a graves problemas económicos no quieran comprometerse a reducir sus emisiones de CO2; peor aún en el contexto de caídas en la popularidad de gobiernos, de pérdida de elecciones (por ejemplo en EE.UU.), y de grandes manifestaciones de descontento en París, Madrid, Atenas o Dublín. Se argumenta que un potencial régimen de reducción de emisiones cerrará fábricas y creará aún más desempleo.
¿Pero y si el ímpetu innovador que requerimos para poder depender exclusivamente de energía limpia y desarrollar tecnologías que permitan una mayor sostenibilidad ambiental, fuese, al contrario, la gran fuente de recuperación económica que el mundo tanto necesita en el siglo XXI? Las grandes innovaciones de las revoluciones tecnológicas de los siglos pasados fueron siempre germen de gran crecimiento económico. Absorbieron, asimismo, el excedente laboral de sociedades enteras. Podríamos atrevernos a pronosticar que solo un gran empuje en el campo de la ciencia y de la tecnología para reducir nuestra adicción al CO2 puede salvar a la economía global del colapso, y de paso, a nuestra especie de los cataclismos climáticos del futuro.
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