El “modelo Uribe” –hijo del Plan Colombia de los Estados Unidos-, no solo se promociona con éxito en una sociedad como la costarricense, donde algunos sectores de la población se muestran proclives a las soluciones de “mano dura” contra la delincuencia, sino que además traza los rasgos esenciales de lo que ya es un estilo de gestión de la seguridad en Honduras, Guatemala y México.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Cada vez que el expresidente colombiano Álvaro Uribe visita Costa Rica, la facción política que detenta el poder desde hace cinco años, y que se cobija bajo la bandera del Partido Liberación Nacional, celebra, gozosa, un nuevo episodio de la liturgia de la seguridad nacional y las bodas del Estado con la empresa privada. Así ocurrió, periódicamente, a lo largo de la administración de Oscar Arias (2006-2010), y parece que no será diferente durante el mandato de la presidenta Laura Chinchilla, quien intenta emprender su propia “guerra contra el narcotráfico y el crimen”: a menor escala que en México o Colombia, por supuesto, pero sobre la base del mismo andamiaje ideológico y geopolítico.
Que el gobierno de la señora Chinchilla se mira en el espejo del modelo implantado en Colombia, y que hace de Uribe el gran “gancho” político y mediático de sus políticas de seguridad (“le cayó como del cielo”, escribió un periodista del diario La Nación), quedó más que comprobado en la conferencia de prensa que ambos ofrecieron en San José el pasado 29 de agosto: el expresidente defendió la propuesta de Chinchilla de establecer un nuevo impuesto a las sociedades anónimas para financiar el combate al narcotráfico y el crimen organizado, algo similar a lo que se puso en práctica en Colombia en 2002.
POLICÍA VESTIDO DE CIVIL. Uribe, quien se define a sí mismo como “un policía vestido de civil”, vino a Costa Rica a dictar una conferencia sobre sistemas de seguridad para gobiernos locales, contratado por una empresa de su exministro de justicia Miguel Ceballos. Ante los alcaldes, aprovechó para defender su “modelo”, estructurado a partir de “la alianza con Estados Unidos, el estilo de mano dura, [y] asumir la seguridad a título personal” (La Nación, 30-08-2011). Pero poco dijo de su propio prontuario judicial, que arroja luz sobre los puntos oscuros del “modelo”: autor intelectual de los escándalos de la parapolítica, la compra de votos en el Senado y el Congreso colombianos, las escuchas telefónicas ilegales –chuzadas- y del criminal ataque a Sucumbíos, Ecuador, que inauguró de modo macabro la doctrina del ataque preventivo en América Latina.
Desgraciadamente, el “modelo Uribe” –hijo del Plan Colombia de los Estados Unidos-, no solo se promociona con éxito en una sociedad como la costarricense, donde algunos sectores de la población se muestran proclives a las soluciones de mano dura, sino que además traza los rasgos esenciales de lo que ya es un estilo de gestión de la seguridad en Honduras, Guatemala y México. Asimismo, denota la influencia que la entente del eje mesoamericano con Washington ejerce en la política nacional de cada uno de los países de esta subregión.
CONTRASTE. Casi al mismo tiempo que Uribe, el expresidente brasileño Lula da Silva también estuvo en Costa Rica –del 30 al 31 de agosto- para impartir una conferencia sobre integración y desarrollo socioeconómico de los países latinoamericanos. Sin embargo, su presencia no produjo tantos réditos propagandísticos para el gobierno, y a diferencia de lo ocurrido con el colombiano, la presidencia de la República mantuvo en este caso un bajo perfil: ni un solo mensaje estratégico fue divulgado por la presidenta junto a Lula, ni un solo acercamiento formal con ese gran embajador ad honorem del Brasil fue dado a conocer a la opinión pública. En cambio, hambrientos de popularidad, altos funcionarios de nuestra Cancillería aprovecharon la visita para tomarse fotografías junto a Lula (y muy poco demoraron en publicarlas en sus perfiles en las redes sociales). ¡Todo un logro de nuestra diplomacia!
Abiertamente ideologizados, analistas, prensa hegemónica y funcionarios del gobierno, desde varios días antes de la llegada de Lula, acusaron a Brasil de ser un país “proteccionista” -pecado que la doctrina de la fe del libre comercio condena con tortura en el último de los infiernos-, y expresaron reservas por la política exterior brasileña, que desafía los intereses estadounidenses en América Latina (por ejemplo, en sus relaciones con Irán o su reciente incursión en Centroamérica, cuando brindó asilo en la embajada brasileña en Honduras al derrocado presidente Manuel Zelaya, en el contexto del golpe de Estado de 2009). Intereses a los que tradicionalmente se subordina la diplomacia costarricense.
UNA PREGUNTA ABIERTA. No lo dice la autoproclamada prensa independiente ni los voceros de gobierno, pero lo cierto es que el proceso iniciado en Brasil por Lula, con sus aciertos en política social, integración regional y sus limitaciones inevitables (las presiones de la economía extractivista sobre el medio ambiente, o la recurrente apuesta por el capitalismo nacional, por ejemplo), representa una opción diferente del modelo de desarrollo impulsado por grupos económicos y elites políticas en Costa Rica y Centroamérica, y a través del cual los Estados Unidos –y en general, el capital transnacional- han consolidado un sistema de dominación feroz, antidemocrático y culturalmente avasallador.
Brasil, en cambio, en tanto fuerza hegemónica que se expande por América Latina, reconfigurando el mapa de relaciones regionales, y bajo el liderazgo del Partido de los Trabajadores, refuerza una de las principales tendencias de los procesos políticos que hemos llamado nuestroamericanos: la que construye un nuevo proyecto nacional, democrático y perfectible, con una marcada vocación social y latinoamericana.
Ese es el debate pendiente al que deberían convocarnos, como sociedad, las visitas de los expresidentes de Brasil y Colombia: un debate que nos confronte críticamente con el rumbo que transita el país desde hace tres décadas y que, lejos de la trampa del modelo neoliberal, o de la falsa seguridad democrática del “modelo Uribe”, nos permita mirarnos en el espejo de las diversas y creativas experiencias políticas latinoamericanas, para aprender de ellas.
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