La sociedad cubana no está dispuesta a perder lo que ha alcanzado, comenzando por un sentido efectivo de la soberanía: en realidad quiere más, porque no solo aspira hoy a la que la resistencia a la hegemonía imperiocéntrica ha puesto a su alcance, sino a la que la madurez política le ha dado derecho a ejercer y que todavía siente limitada, pero percibe con acierto que solo dentro de una variante realizable de socialismo va a poder alcanzar.
Aurelio Alonso / Rebelion
La revolución que llegó al poder en enero de 1959 significaría una transformación de la sociedad cubana en una magnitud que hubiera sido prácticamente imposible prefigurar en el contorno de un programa político, por profundas que fueran las reformas que éste se planteara, como lo fueron en el programa del Moncada (Fidel Castro, La historia me absolverá , 1953). Magnitud inimaginable incluso para el líder mismo que la ha conducido desde sus inicios y que ha dejado su impronta inconfundible para el curso futuro, quien lo signó en una elocuente expresión: «Hemos hecho una revolución más grande que nosotros mismos».
El programa político nunca puede rebasar el enunciado de las propuestas. La historia real implica mucho más: implica las trabas externas, las limitaciones internas, las frustraciones, los aciertos, los errores, las opciones alternativas, los actos de heroísmo, la resistencia, engarzados todos en una suerte de espiral que cambia a los seres humanos que la vivimos, de generación en generación, de coyuntura en coyuntura. A través de ella se teje progresivamente todo el complejo de las relaciones sociales, su dimensión estructural, su institucionalidad, los patrones morales, las militancias, la religiosidad, el imaginario popular, la creatividad, y todas las redes que implica lo que de la manera más genérica caracterizamos como lo social. De ningún modo siguiendo una lógica lineal, sino en un devenir cargado de contradicciones.
Lo contradictorio está en el centro mismo, como lo vislumbraron los que le dieron al socialismo una sustentación científica, que retornaron sin cesar a esta figuración dialéctica hegeliana de la contradicción. Siempre lo estuvo y siempre lo estará, de un modo o de otro, y no como un principio doctrinal sino como realidad desde entonces descubierta y muchas veces verificada. El medio siglo del proceso cubano que nos toca esbozar, cargado de logros y descalabros, de éxitos y fracasos, de regocijos y de pesares, de fundación de valores nuevos y de lastres del mundo frente al cual nos rebelamos, así lo demuestra. Lea el artículo completo aquí…
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