El bicentenario del inicio de las luchas emancipadoras en América del Sur encontró en muchos países viejas cadenas todavía latentes, pero también nuevas realidades y fuerzas en proceso de liberación. En estos 10 años que nos separan de nuestra efeméride, ¿seremos capaces de reinventar una Centroamérica diferente a la actual?
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Centroamérica celebrará el próximo 15 de setiembre un aniversario más de la declaración de Independencia de la Capitanía General de Guatemala del Reino de España, promulgada en 1821. Desde entonces hasta el presente, han transcurrido ya 190 años: es decir, falta solo una década para alcanzar nuestro bicentenario, y si bien el escepticismo sobre el rumbo de la región, y el pesimismo que se anida en amplios sectores de la población –los excluidos del crecimiento económico-, tiñen de incertidumbre el panorama centroamericano de cara a esa fecha, conviene iniciar un proceso de reflexión crítica que nos permita trazar horizontes de lucha y esperanza compartidas.
Puede ser difícil de creer, para propios y extraños, que en tan corto tiempo –apenas dos siglos- hayan sido tantas y tan profundas las disputas, las fracturas y los rencores desatados en las relaciones entre este manojo de naciones, y a lo interno de cada una de ellas, al punto de que hoy configuran el retrato de una región balcanizada, asediada por los intereses de grandes potencias, amenazada por graves peligros y convertida en una de las más violentas y desiguales zonas del continente americano y del mundo.
Aunque no son las únicas causas, ni tampoco explican en su totalidad el devenir centroamericano, al menos tres elementos de nuestra historia social, económica y (geo)política arrojan luz sobre problemáticas cuyas hondas raíces tienden a ser invisibilizadas en las discusiones y debates contemporáneos:
1. La marginalidad del territorio ístmico con respecto de la metrópoli ibérica, por un lado, y el curso de las revoluciones independentistas en México y América del Sur, por el otro, hicieron que aquella declaración de 1821, alcanzada sin batallas ni insurgencia popular, dejara prácticamente intactas las estructuras coloniales en lo político, administrativo y cultural. La herencia de esas formas de dominación, que permanecen más o menos encubiertas, constituye uno de los más oprobiosos lastres que atentan contra la construcción de democracia e institucionalidad en sociedades donde la exclusión, el racismo y la segregación –especialmente de los pueblos “no blancos”- operan como fuerzas ordenadoras de la vida social (como en Guatemala, por ejemplo).
2. Si la Corona española se desprendió con relativa facilidad de lo que hoy se conoce como Centroamérica, otros imperios, en cambio, no demoraron en posar sus ojos y apetitos sobre una región estratégica del continente: Gran Bretaña lo hizo en el siglo XIX, estableciendo aquí su diplomacia financiera, sus protectorados y sus negocios; y desde finales de esa centuria, y hasta el siglo XXI, los Estados Unidos consolidaron su hegemonía mediante la diplomacia del dólar, las cañoneras, las intervenciones militares, la guerra sucia, el mal llamado “libre comercio” y una fortísima influencia cultural: todo esto atenta contra el derecho a la libre determinación de los pueblos y la posibilidad de ensayar rumbos alternativos a lo dominante.
3. El poder concentrado por grupos económicos-políticos:vinculados tradicionalmente al modelo de desarrollo agroexportador, estos grupos son los principales aliados del capital transnacional en el nuevo modelo de acumulación (por desposesión) propio del neoliberalismo periférico. Un reciente informe de la CEPAL sobre la integración regional centroamericana, retoma la tesis del economista salvadoreño Alexander Segovia y destaca la integración “de facto”, impulsada por los grupos económicos nacionales y transnacionales, como el factor más dinámico del proceso integracionista de los últimos 15 años, “gracias a las facilidades otorgadas en cada uno de los países a la inversión extranjera, así como a la ampliación de los espacios de acumulación derivada de la privatización y concesión de servicios públicos básicos, sobre todo en los sectores de telecomunicaciones y electricidad” (CEPAL, El Estado actual de la integración en Centroamérica, Pág. 20).
El complemento de esta forma de integración, a través de la cual se manifiestan los tres elementos antes detallados, es la “democracia de facto”: esa forma degradada, espuria y deslegitimada de organización de la política, la economía y la cultura que se va perfilando a partir de la década de 1990, paradójicamente, luego de la firma de los acuerdos de paz y en un contexto caracterizado por el deterioro de las condiciones de vida en la región. Las estadísticas son implacables: cuatro de los cinco países centroamericanos se encuentran por debajo del lugar número cien en el índice mundial del desarrollo humano del año 2010 (El Salvador, 106; Honduras, 112; Guatemala, 122; y Nicaragua, 124).
La “democracia de facto” se articula a los intereses del mercado y de las nuevas dinámicas de la globalización neoliberal, en detrimento de la construcción de ciudadanía política, de la justicia social, y de la promoción del diálogo, la tolerancia y el reconocimiento real de la pluralidad. Políticas de “mano dura” y criminalización de los desposeídos; desideologización de los partidos, corrupción y pérdida de confianza en la democracia como forma de gobierno; el resurgimiento del anticomunismo como mecanismo de exterminio “del otro”, y junto a esto, el regreso de los golpes de Estado y los regímenes civico-militares tutelados desde el extranjero, dan cuenta de un modelo que se asume como portador de la verdad absoluta –la verdad de los mercados y los poderosos-, y niega todas las otras voces y visiones de mundos posibles.
Nadie expresó tan bien lo que representa la “democracia de facto” en Centroamérica como el expresidente costarricense Oscar Arias, cuando en el año 2005, ante la crisis política que vivía entonces el país, y previo a su segundo mandato (2006-2010), afirmó: “Es mejor evitar el caos y la anarquía y promover la tiranía en la democracia, es decir, un mandato claro, con un líder que sabe qué es lo quiere y quienes le pueden ayudar a conseguirlo” (La Prensa Libre, 03/09/2005. Pág. 5).
Pensar en el futuro de la condición centroamericana, necesariamente, exige reconocer estas realidades del presente y asumirlas como punto de partida para la construcción de alternativas tan diversas como las historias y aspiraciones de los pueblos de la región.
El bicentenario del inicio de las luchas emancipadoras en América del Sur encontró en muchos países viejas cadenas todavía latentes, pero también nuevas realidades y fuerzas en proceso de liberación. En estos 10 años que nos separan de nuestra efeméride, ¿seremos capaces de reinventar una Centroamérica diferente a la actual? Se trata de un desafío ineludible, ante el que es preciso asumir la iniciativa desde ahora porque, como lo demuestra la guerra declarada por la oligarquía hondureña contra el movimiento popular, los grupos dominantes no están dispuesto a perder ninguno de sus privilegios.
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