(Fotografía: los candidatos a la presidencia de Guatemala: Otto Pérez Molina y Manuel Baldizón)
Si la primera década del siglo XXI fue la de la primavera democrática de los pueblos de América del Sur –como la llamó el teólogo brasileño Frei Betto-, Centroamérica vivió su propio verano democrático entre 2006 y 2009.
En efecto, coincidiendo en el tiempo político con los vientos emancipadores de los pueblos del Sur, que sacudieron uno tras otro el dominio de los gobiernos neoliberales y antinacionales instalados desde la década de 1990, Centroamérica vivió acontecimientos auspiciosos en términos electorales y de relaciones internacionales: dos antiguos frentes guerrilleros de liberación nacional, ahora convertidos en partidos, llegaron al poder por medio de los votos en elecciones libres en Nicaragua y El Salvador; un gobierno no signado por la derecha cavernaria hacía lo propio en Guatemala; en Honduras, un presidente liberal ayudaba a desatar los nudos de la participación popular, la democracia directa y tendía puentes con el bloque de países del ALBA; incluso Costa Rica, venciendo las taras de su tradicional aislacionismo y su histórica autocontemplación, daba una lección continental con las movilizaciones en contra del TLC con los Estados Unidos, al punto de forzar un inédito referéndum que decidió la suerte de ese tratado: y poco faltó para que el imperialismo del libre comercio sufriera aquí, en este pequeño país, una derrota de dimensiones inimaginables.
Pero, como suele ocurrir con el clima tropical centroamericano, este verano democrático fue fugaz, interrumpido por el huracán de la reacción oligárquica y proimperialista que, desde el golpe de Estado en Honduras, en 2009, viene aplicando sin reparos una nueva vuelta de tuerca de la sujeción hegemónica.
A partir de la ruptura del orden constitucional en Honduras, un amplio entendimiento entre las élites políticas centroamericanas, los grupos de poder económico y los funcionarios del Departamento de Estado de los EE.UU, le ha permitido a la derecha regional recuperar –a la fuerza- la iniciativa política que parecía ceder frente a la organización y movilización popular.
Ya no se trata solo de “crear condiciones favorables para los negocios”, o de impulsar la integración centroamericana de facto por la vía de la apertura de nuestras economías al capital transregional y multinacional, sino del recrudecimiento del giro a la derecha que marcan los resultados electorales en Honduras (2009), Costa Rica (2010) y Guatemala (2011).
En tanto proceso sociocultural, este giro a la derecha adquiere múltiples expresiones. Una de ellas es la construcción de nuevos consensos entre las élites políticas y la reafirmación de viejos prejuicios (como el “anticomunismo” que se esgrime a la carta contra los enemigos políticos y lo alternativo), algo que quedó demostrado, por ejemplo, en el apoyo que dirigentes del derechista partido ARENA de El Salvador dieron, primero, a los golpistas hondureños, y ahora, a la candidatura del general Otto Pérez Molina en Guatemala. Incluso, un exministro de seguridad de Costa Rica durante el último gobierno de Oscar Arias, defendió públicamente al controversial general guatemalteco, a quien elevó a la condición de “militar democrático y constitucionalista” y “artífice de la última pacificación de Guatemala”.
También, en el orden de la producción de sentido, a la presión real que ejercen los problemas de criminalidad y debilidad de los Estados centroamericanos, se suma el estímulo a la creación de estados de opinión pública, fuertemente influenciados por los medios de comunicación hegemónicos, que están empujando a la población a aceptar soluciones radicales para combatir el crimen organizado y el narcotráfico: desde las políticas de mano dura y cero tolerancia (emblema de las campañas electorales en Costa Rica y Guatemala), hasta la militarización de nuestras sociedades y de la región en su conjunto, en función de los intereses de la geopolítica estadounidense.
Esta derechización del sentido común, una suerte de operación de encubrimiento ideológico, ha resultado funcional para un sector de la la clase política regional, que permanece indiferente ante problemas tan graves como los que sufre Honduras, donde la expresión más cruenta de la cultura de la violencia de la oligarquía y los grupos dominantes, se traduce la represión contra los movimientos sociales y la violación sistemática de los Derechos Humanos, incluido el asesinato impune de periodistas y militantes del Frente Nacional de Resistencia Popular.
Los resultados de las elecciones en Guatemala el pasado 11 de setiembre hacen parte de este proceso. En la víspera, el diario argentino Página/12 describía el escenario que se le presentaba a los votantes como una encrucijada funesta: debían elegir entre Pérez Molina, “un militar retirado sospechado por diversos crímenes de lesa humanidad”, “promoción ’69 de la Escuela de las Américas”; y Manuel Baldizón, “un empresario populista de derecha”, que “propone reactivar la pena de muerte” y quien, con complejo de superman, presume de parecerse a Clark Kent (¡!).
Estos dos personajes dirimirán en noviembre, en una segunda ronda electoral, al futuro presidente de la República, en lo que ya se identifica como unos comicios oligárquicos. Pero lo de Guatemala, con 20 mil personas asesinadas durante los últimos cuatro años, no es un fenómeno aislado: por el contrario, hace parte del actual estado de situación en Centroamérica, de sus dinámicas políticas, del protagonismo que adquieren nuevos y viejos actores, y los intereses geopolíticos y económicos que subyacen al aparente “juego democrático” en la región.
En suma, el retrato de una época.
No hay comentarios:
Publicar un comentario