La “mano dura”, como toda propuesta de endurecimiento en lo político (lucha al narcotráfico en México, leyes antipandillas en El Salvador u Honduras, Plan Patriota en Colombia), más allá de glorificar conservadores ideales de derechización, no pueden mejorar las condiciones reales de la población. Es como intentar apagar un incendio con baldazos de gasolina.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Acaban de tener lugar las elecciones generales en Guatemala para presidente y vice, diputados y alcaldes. Mientras se va terminando el conteo de los votos va llegando la catarata de análisis. Estas líneas no son sino un aporte más en esa lluvia de interpretaciones, una lectura más de lo acontecido. Según desde dónde se lea, por supuesto, será el resultado que se obtenga. Por lo pronto quedan dos candidatos punteando los resultados, los que pasan a segunda vuelta para el 6 de noviembre próximo: el general retirado Otto Pérez Molina, del Partido Patriota, y el empresario Manuel Baldizón, del partido Libertad Democrática Renovada –LIDER–, ambos con propuestas claramente de derecha, conservadoras, sin alternativas reales para las reales necesidades de la población guatemalteca.
Sin entrar en los tecnicismos un tanto rebuscados del análisis de los porcentajes de votos, de cómo funcionaron las encuestas o de las estrategias que podrán aplicarse para la segunda vuelta, quizá lo fundamental a destacar es que, al menos para las grandes mayorías populares –desde ahí pretendo hacer este ejercicio de análisis– estamos ante un fabuloso “más de lo mismo”. Decir que “ganó el país” o que “ganó la democracia” a esta altura puede sonar ya casi como insulto a la inteligencia.
Algunos años atrás, en otro contexto pero siempre en un país latinoamericano que salía de dictaduras militares igual que sucedió aquí, el por ese entonces candidato a presidente decía en su campaña que “con la democracia también se come, se cura y se educa”. Viendo objetivamente la realidad de Guatemala, en verdad que cabe reformularse la pregunta. El país centroamericano hace ya 25 años que retomó la senda de elecciones periódicas. Con la del pasado domingo ya van seis justas electorales ininterrumpidas dentro del marco democrático; hasta la elección pasada se hablaba aún de “transición a la democracia”; para las presentes ya no se menciona eso, con lo que habría que entender que entramos de pleno en la democracia. Inmediatamente entonces nos asalta la pregunta: en el país hace un cuarto de siglo que existen presidentes electos en elecciones libres, pero no se come muy bien que digamos (51% de la población vive bajo el umbral de pobreza), la salud es un bien de lujo con un sistema sanitario público al borde del colapso, y la educación sigue siendo una de sus grandes asignaturas pendientes (25% de la población es analfabeta total, y sólo un 2% llega a la universidad). No pareciera que estas democracias post guerras internas hayan solucionado mucho.
De todos modos hay que ser prudentes en el análisis: no hay dudas que hoy ya no se vive en guerra, no hay una política sistemática de desaparición de personas, la lógica militar no es la que domina la vida cotidiana. Pero de ahí a decir que “con la democracia se come, se cura y se educa” pareciera, como mínimo, una exageración.
¿Qué votó el 68% de la población que fue a las urnas el domingo pasado? Votó, como lo hace siempre que le toca cumplir con ese acto cívico, por una esperanza de cambio, de mejora en sus condiciones de vida. Lo cual, naturalmente, es su más absoluto y genuino derecho. ¿Cómo no tener esperanza en alguna mejora una población que vive crónicamente en la carencia, en la marginación, que tiene como única salida emigrar en forma ilegal a Estados Unidos?
Ahora bien: sucede que en Guatemala, si bien formalmente el conflicto armado interno terminó a fines de 1996, la paz no llegó nunca. Además de ese paisaje económico-social que pintábamos (nada prometedor, por cierto), la violencia sigue siendo moneda corriente. Con grupos paralelos de poder herederos del Estado contrainsurgente que dominó el panorama años atrás enquistados aún en las estructuras de gobierno, con un crimen organizado que maneja buena parte de la economía nacional (entre narcoactividad, lavado de activos y contrabando), con una delincuencia cotidiana que torna la vida diaria problemática con robos y asaltos por toda la geografía nacional, con tasas de homicidio que rondan los 15 muertos diarios, y con un clima de impunidad agobiante por la falta de justicia e ineficiencia del sistema judicial (a punto que los linchamientos no son para nada práctica infrecuente), la opinión pública ve en la inseguridad uno de los temas básicos del diario vivir. Ello se agiganta más aún a partir del amarillismo de la prensa la cual, amén de hacer negocio con la propagación indecorosa de un estado de criminalidad elevado por los cielos pero que permite “vender”, juega un papel de control y distractor social fenomenal. Tan es así que para una muy buena parte de la población la inseguridad ha ido colocándose como su principal preocupación.
Desde hace años, pero en forma fenomenal para la presente elección, el fantasma de la violencia asociada a delincuencia como principal problema a resolver ha ganado la agenda nacional. Las propuestas presidenciales fueron girando cada vez más en torno a eso y sólo a eso. El racismo, por ejemplo, que es una herida abierta que atraviesa toda la sociedad, no fue tocado prácticamente por ningún candidato. Es curioso –o patético–, que la mayor causa de muertes diarias no está dada por los hechos violentos, sino por la desnutrición. Pero de eso no se habló una palabra en la reciente campaña electoral. Todo se concentró en cómo terminar con la inseguridad, viendo así –deliberadamente, por supuesto– sólo la punta del iceberg.
El hecho de azuzar el fantasma de la inseguridad provocó en buena parte del electorado una búsqueda casi desesperada de respuestas adecuadas a esa nueva “plaga bíblica”. Fue así que las propuestas de “mano dura” encontraron eco. En esa línea, quien sacara el mayor porcentaje en esta primera vuelta fue Pérez Molina, con un lenguaje militarizado y prometiendo poner orden. Lo de Baldizón se enmarca más en el oportunismo, sabiendo decir lo que la gente quiere oír, pero desde una falta de propuesta real solamente efectista, oportunista. Pirotecnia verbal, podría decirse. Su proposición de un quinceavo sueldo, por ejemplo, más allá de la dificultad/imposibilidad de implementación en términos técnicos concretos, es una de las típicas mentiras de campaña que producen efectos, y punto.
Junto a estas dos ofertas, que son las que pasan a segunda vuelta con un 36 y un 23% de la opción de voto respectivamente, el arco de candidatos presidenciales –10 en total– no ofreció prácticamente ninguna diferencia sustancial. Para la gran mayoría del electorado, que por supuesto por alguien tiene que emitir su sufragio, no se vieron alternativas. La única fuerza de izquierda que se presentó, el Frente Amplio, con la Premio Nobel de la Paz, la maya-quiché Rigoberta Menchú como candidata, evidenció la situación real de las izquierdas en los actuales escenarios neoliberales: presentan programas tibios, más reformistas que apuntando a transformaciones de fondo, evidenciando grandes problemas para unir fuerzas dispersas, y no tienen mayor impacto electoral. De hecho, el domingo llegó apenas a superar un 3% de la preferencia de voto, pudiendo ubicar sólo a dos diputados entre los 158 que constituyen el Congreso.
Es importante destacar que el actual partido en el gobierno, la Unión Nacional de la Esperanza –UNE–, con una propuesta muy tibiamente reformista, quedándole grande incluso el mote de “socialdemócrata”, fue adversada por los grandes factores de poder nacional (los grandes capitales tradicionales, conservadores, siempre opuestos al más mínimo cambio en la estructura de poderes), lográndose no permitir inscribir a su candidata presidencial, la ex esposa del actual mandatario Álvaro Colom, Sandra Torres, en torno a la cual se levantó una venenosa campaña de desprestigio.
De las otras fuerzas que se presentaron a la contienda, todas, sin excepción, eran propuestas de derecha, conservadoras, muchas de ellas sabedoras de no poder ni siquiera aproximarse a una segunda vuelta, pero igualmente aprovechando la participación como partido político en tanto eso les permite negociar cuotas de poder (alguna diputación, algún cargo en el Ejecutivo).
Con excepción de Rigoberta Menchú, no hubo ningún candidato de origen maya en un país donde más de la mitad de su población es indígena. La composición del Congreso refleja igualmente esa asimétrica relación de poderes, y del total de diputados los representantes mayas no pasan de 10.
Otro tanto sucede con la asimetría de género: las mujeres tienen una escasa participación en el Parlamento, y las otras dos mujeres que participaron como aspirantes a la presidencia fuera de la Premio Nobel, obtuvieron porcentajes mínimos, siendo en ambos casos expresiones de las clases dominantes, de los capitales tradicionales.
Sabiendo que Guatemala, al igual que todos los países latinoamericanos, está dominada básicamente por aristocracias tradicionales ligadas a la agroexportación que luego evolucionaron hacia nuevos negocios ubicados en el área de una escasa producción industrial o de servicios, es de destacarse que los capitales emergentes (muchas veces conectados a fuentes no muy santas de acumulación) tuvieron una considerable presencia en las pasadas elecciones. El candidato del partido LIDER, por ejemplo, Manuel Baldizón, es una expresión de esos nuevos reposicionamientos.
Toda la preparación de las campañas, de las que nunca se terminó de saber con exactitud la procedencia de sus fondos, varias veces millonarios por cierto, apuntaba al triunfo del Partido Patriota con su propuesta de derechización en lo político, augurando un retroceso en el campo de los derechos humanos, y seguramente también en la situación económico-social para las grandes mayorías. La aparición del partido LIDER con Baldizón a la cabeza y un enorme crecimiento en el último tramo de la campaña pasando a disputar la segunda vuelta fue algo que –así todo lo indicaría– no estaba en los planes de la derecha tradicional que financió al Partido Patriota. La salida de escena de Sandra Torres, principal obstáculo a vencer para la lógica política anti-reforma de los capitales tradicionales que veía en su candidatura una amenaza al statu quo y que sirviera en su momento para hacer crecer la figura del general retirado, más las propuestas populistas de Baldizón de último momento (el quinceavo sueldo, por ejemplo) o un lenguaje campechano que puede haber llegado más en última instancia que la promesa de una militarización dura, hicieron que no se cumplieran los pronósticos que auguraban una mayor distancia entre ambos contendientes, o incluso, en alguna medición, daban a Pérez Molina como ganador en primera vuelta.
Por las declaraciones dadas por todos los cuadros del Partido Patriota, e incluso la de su candidato, es evidente que el resultado del domingo resultó un balde de agua fría. Sigue siendo el ganador en términos técnicos, pero el pasar a la segunda vuelta habiéndose estancado en su preferencia electoral, y más aún habiendo descendido a su histórico 35 o 36% de voto duro, no le augura la mejor de las suertes en la segunda vuelta. Por el contrario Manuel Baldizón ha sabido moverse hábilmente con un discurso entrador, y en este momento está en alza.
Es muy prematuro en este momento aventurar qué pasará el 6 de noviembre. Ahora comienzan los juegos de alianzas, las oficiales y las que se tejen a escondidas. Los financistas, por supuestos, juegan un papel fundamental en todo esto. Pero luego de toda la parafernalia vivida ahora, y la que se repetirá en un par de meses, queda la pregunta en relación a qué le queda a la gran masa de guatemaltecos luego de esto. Más allá de las interminables promesas electorales –que la gente, aunque no las crea, las sigue recibiendo, tal vez con alguna secreta cuota de esperanza, junto a otra de resignación– lo que prometía aquel candidato que mencionábamos arriba (que con la democracia se comerá, se curará y se educará) está muy lejos de poder cumplirse. De más está decir que las estructuras de poder no pueden cambiar realmente con este gesto vacío de una elección formal. En todo caso el grueso de la población, históricamente abandonada, excluida, más empobrecida ahora con los planes de ajuste estructural y los nuevos agro-negocios destinados a la producción de biocombustibles que quitan tierras al cultivo de alimentos, seguirá igual. ¿Qué puede esperarse entonces para la segunda vuelta? Ni siquiera la esperanza de algún cambio cosmético, como se esperó, por ejemplo, con la actual administración de Álvaro Colom, que pasará finalmente sin pena ni gloria.
La “mano dura”, como toda propuesta de endurecimiento en lo político (lucha al narcotráfico en México, leyes antipandillas en El Salvador u Honduras, Plan Patriota en Colombia), más allá de glorificar conservadores ideales de derechización, no pueden mejorar las condiciones reales de la población. Es como intentar apagar un incendio con baldazos de gasolina. Si hay tanta delincuencia esparcida por ahí, eso no se puede arreglar “matando delincuentes”. Por otro lado el populismo de Manuel Baldizón no augura ninguna posibilidad de transformación en nada, más allá de la comprensible esperanza casi mágica que puede despertar en una población desesperanzada. En definitiva entonces, todo indica que, gane quien gane, no habrá sino más de lo mismo.
Correo electrónico del autor: mmcolussi@gmail.com
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