El nuevo enemigo de las y los estadounidenses de a pie,
el que les activa el miedo habitual, el que los mantiene en vilo ante la
posibilidad de ser una víctima casual, no es un terrorista, es más irregular
que una guerrilla y más impredecible que un terremoto.
Gregorio J. Pérez Almeida / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas, Venezuela
Preguntamos por los estadounidenses, nativos o
nacionalizados y jóvenes masculinos en su mayoría, que un día salen de sus
casas a matar a diestra y siniestra en una escuela, una universidad o un centro
comercial. Nuestra pregunta tiene como referencia local el “pistolero” de la
Plaza Altamira, en el 2003, que resultó ser un “zombi” enviado desde Portugal
unos días antes para ejecutar sus asesinatos y crear una matriz de opinión que
fortaleciera la imagen de genocida que se quería crear del gobierno del
Comandante Chávez.
Aquel pobre hombre sobrevivió contra todo pronóstico y
hoy permanece en alguna prisión u hospital psiquiátrico venezolano como una
sombra sin cuerpo. Nadie lo reclamó, nadie lo defendió y hoy nadie lo recuerda,
pero es la prueba fehaciente de que existe “alguien” con un (súper) poder capaz
de modificar conductas individuales para lograr sus fines particulares sean
económicos o políticos. Decir que ese “alguien” está en Estados Unidos es un
secreto a voces.
Esta es nuestra referencia local, pero hablando de
Estados Unidos, la duda surge de la lectura de los libros Democracia S. A. La democracia
dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido (2008), de Sheldon Wolin, uno de los más importantes teóricos
norteamericanos de la democracia, y El
pensamiento secuestrado: cómo la derecha laica y religiosa se ha apoderado de
Estados Unidos (2007), de Susan George, distinguida escritora izquierdista
de origen estadounidense, autora también del Informe Lugano, un libro
que desnuda las estrategias de las élites neoliberales para conservar el poder
mundial.
En El pensamiento
secuestrado, Susan George, advierte que:
“La élite neoliberal de EEUU
en concreto, pero con frecuencia en Europa y también en muchos otros lugares
del planeta, ha logrado penetrar nuestras instituciones públicas y privadas una
detrás de la otra. Estas élites disfrutan ya prácticamente del monopolio de las
mentes de los estadounidenses de a pie y, por tanto, del poder político […] Una
minoría de extrema derecha, acaudalada y activista, ha puesto en marcha esta
estrategia conscientemente, cultivando cuidadosamente su ventaja a partir de
las semillas que plantó en las décadas de 1940 y 1950. A principios del siglo
XXI, las semillas se habían convertido en enormes árboles.” (pág. 26)
Un año después de publicarse el libro de Susan George,
aparece el libro de Sheldon Wolin y, coincidiendo con ella, advierte que:
“… un imaginario
estadounidense, centrado en la proyección de un poder sin precedentes, comenzó
a surgir durante la Segunda Guerra Mundial (1941-1945)” (pág. 47)
Ambos autores advierten el afianzamiento, desde la década
de los 40 del siglo 20, de unas élites neoliberales antidemocráticas, de estilo
totalitario, en el poder político y económico de Estados Unidos (léase Casa
Blanca, Pentágono y Wall Street) capaces de cualquier cosa para mantener su
imperio y sus privilegios, pero Wolin nos da otras pistas que nos llevaron
decididamente a la pregunta que acuñamos como título de estas notas.
Nos dice, Wolin que:
“Fueron efectos duraderos de
la Guerra Fría no sólo la eliminación de la URSS sino también la contención y
el retroceso de los ideales sociales y políticos del New Deal. La ideología
unificadora para las masas era una ideología “desmaterializada”, una
combinación de patriotismo, anticomunismo y –en la nueva era nuclear- miedo”
(pág. 56).
Los tres componentes de la ideología unificadora han
sufrido evidentes cambios en el tiempo, pero el miedo es el factor determinante
en el sostenimiento del poder económico y político en los Estados Unidos desde
el inicio de la Guerra Fría, como el mismo Wolin lo confirma más adelante:
“Así como luego el terrorismo
les resultaría útil a los artífices de políticas en los Estados Unidos por su
“factor miedo”, la acumulación de armas atómicas sirvió el mismo propósito de
normalizar una atmósfera de miedo durante la Guerra Fría” (p.65).
“Todos los elementos
orientados hacia la movilización de la sociedad, marcaron la transformación de
la participación popular, que pasó de experimentos del New Deal en democracia
participativa a un populismo que intercambiaba poder socioeconómico por
conformismo leal, esperanza por miedo” (p.73)
Conformismo y miedo, una combinación infalible para
controlar a las masas y sembrar en ellas la necesidad de un gobierno protector,
con lo que se logra, según nuestro autor, que apoyen al gobierno en sus
acciones extremadas de control policial interno y en sus actuaciones bélicas en
el extranjero como parte de las políticas necesarias de defensa y seguridad
nacional.
Durante la Guerra Fría el miedo tuvo su causa principal
en la existencia de un enemigo externo que amenazaba la vida de todos los
estadounidenses y que era capaz de infiltrar sus instituciones con agentes
encubiertos (McCarthy dixi). Y los amenazaba porque al igual que ellos poseía
armas nucleares capaces de destruir no una sino varias Hiroshima y Nagasaki en
el propio territorio norteamericano y porque sus agentes encubiertos, que
podían ser personajes públicos e inclusive funcionarios del gobierno, estaban
poseídos por un espíritu maligno, ateo, enemigo de la familia y, ante todo,
hostil a la democracia y la libertad individual.
Pero, como sostiene
Wolin, uno de los efectos duraderos de la Guerra Fría fue la eliminación
de la URSS, lo que acabó con el enemigo externo y su amenaza mortífera. Esta
nueva realidad exigía rediseñar la estrategia que mantenía a las masas unidas y
movilizadas en torno al gobierno y sus políticas, así surgieron nuevos enemigos
como el narcotráfico y el terrorismo islámico.
Ahora bien, ninguno de estos nuevos enemigos tuvo la
consistencia efectiva del comunismo representado por la URSS. Eran más
“desmaterializados” porque estaban difuminados en distintos lugares geográficos
(Suramérica, Afganistán, Medio Oriente) y para colmo de males, podían estar “en
casa”, es decir, en territorio estadounidense porque ya no se trataba ni de un
ejército o un misil atómico que avanzaba hacia Estados Unidos o de agentes del
mal encubiertos en las instituciones, sino de organizaciones civiles
(traficantes de drogas y armas) o comunidades religiosas (particularmente
musulmanas) que hacen vida, en muchos casos legal, en numerosos países de
Occidente, incluyendo Estados Unidos.
Además, el cambio de enemigo coincidió con la agudización
de la “crisis” económica estadounidense provocada por las políticas
neoliberales de ajustes estructurales que produjeron entre otros estragos el
“desenlace Detroit” (desindustrialización, desempleo y marginalización) y por
la profundización de la militarización del presupuesto nacional. De manera que
el patriotismo ya no se podía alimentar del anticomunismo y los ajustes
estructurales en la economía con su reducción drástica del gasto social ya no
se justificaban como exigencia de una “economía de guerra”, porque desde 1991
había triunfado definitivamente la “Pax Americana”.
¿Qué hacer entonces para contener a las masas afectadas
por las políticas económicas del gobierno? ¿Es prudente mantenerlas unidas y
movilizadas en torno a gobiernos de élites depredadoras del presupuesto
nacional y enemigas del gasto social? Y ¿es esto posible? No hay que hacer un
análisis político profundo para responder que un gobierno neoliberal no
necesita masas unidas ni movilizadas sino todo lo contrario dispersas y
desmovilizadas. Y teniendo en cuenta el “factor miedo” destacado por Wolin,
¿qué mejor medio para hacerlo que el miedo que habían instalado en sus mentes
durante la Guerra Fría? ¿Pero cómo hacerlo?
De lo que se trata es de trasfigurar la causa del miedo.
No era ya el miedo a un enemigo externo, plenamente ubicado, identificado y
derrotado, como el comunismo. Ni el miedo al narcotráfico porque, como sostiene
un periodista estadounidense, en Estados Unidos todos los crímenes asociados al
“polvo blanco” terminan en la Casa Blanca y todo el mundo lo sabe. Tampoco es
miedo a un enemigo difuso como el “terrorismo islámico” que logró un efecto
colectivo de muy corto alcance, como se confirma con los atentados a las Torres
Gemelas y al Pentágono que con apenas 14 años de historia ya muchos no creen en
la historia oficial y se habla cada vez más pública y notoriamente de
conspiración política y económica de las élites conservadoras.
En las últimas décadas ha surgido un enemigo original,
solitario y “endógeno”, es decir propio, que se oculta entre las y los
ciudadanos de a pie cuyas mentes, según Susan George, están controladas por las
élites estadounidenses, de manera que no es un comunista infiltrado o un musulmán
agazapado, sino uno más del montón. Y ya sabemos, por testimonios y documentos
desclasificados hechos públicos e inclusive películas, que ese control de la
mente no es sólo manipulación colectiva con finalidad política o económica,
sino que es también una manipulación individual psicológica y emocional con
fines criminales, efectuada con cirugías, drogas sintéticas y con técnicas
subliminales.
Hoy, el nuevo enemigo de las y los estadounidenses de a
pie, el que les activa el miedo habitual, el que los mantiene en vilo ante la
posibilidad de ser una víctima casual, no es un terrorista, es más irregular
que una guerrilla y más impredecible que un terremoto. Es cualquiera, un
hermano, un vecino, un compañero de clases, un transeúnte común, un emigrante integrado,
un estadounidense de nacimiento, negro, caucásico, pero, eso sí y hasta ahora,
jamás una mujer.
Un enemigo sin rostro hasta que aparece su foto después
de ser abatido por los cuerpos policiales o haberse “suicidado”. Un asesino que
por lo general había sido previamente tratado por psicólogos escolares que no
advirtieron su inclinación perversa. Un asesino cuyo escondite “secreto” suele
ser una página web o un archivo en su laptop. Sin plan preconcebido pero de
acción efectiva: mata a varios en pocos minutos. Sin cómplices, pero estuvo en
un club de tiro deportivo. Con una vida tan “íntima” que era desconocida por su
familia íntima y por el Estado más policial del mundo.
En fin, un asesino que, como el zombi de Plaza Altamira,
sale un día a matar por inspiración no más (y también por miedo) y a morir en el intento, por lo que,
poniéndonos en los zapatos de las y los estadounidenses de a pie, debemos
preguntarnos: ¿Y cómo sabe alguien que no está durmiendo con el enemigo? ¡Qué
miedo!
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