Si el candidato del kirchnerismo –Daniel Scioli- es derrotado en el
balotaje sería la primera vez que un gobierno progresista o de izquierda es
vencido en las urnas desde el triunfo inaugural de Hugo Chávez en diciembre de
1998. Hasta ahora, todos esos gobiernos fueron ratificados en las urnas y sería
lamentable que la Argentina rompiera con esa positiva tendencia.
Atilio Borón / Rebelion
El resultado de las elecciones del pasado domingo no fue un rayo en un
día sereno. Un difuso pero penetrante malestar social se había ido instalando
en la sociedad al compás de la crisis general del capitalismo, las
restricciones económicas que impone a la Argentina el agotamiento del boom de
las commodities y la tenaz ofensiva mediática encaminada a desestabilizar al
gobierno. Era, por lo tanto, apenas cuestión de tiempo que esta situación se
expresara en el terreno electoral. Ya las PASO (elecciones Primarias Abiertas
Simultáneas y Obligatorias) celebradas el 9 de Agosto habían sido una voz de
alarma, pero no fue escuchada y analizada por el oficialismo con la rigurosidad
requerida por las circunstancias. Prevaleció una actitud que para utilizar un
término benévolo podríamos calificar como “negacionista”, gracias a la cual la
autocrítica y la posibilidad de introducir correctivos estuvieron ausentes, con
las consecuencias que hoy estamos lamentando.
Me ceñiré, en este breve análisis, a algunos aspectos más relacionados
con la estrategia y la táctica de la lucha política adoptadas por el Frente
para la Victoria en los últimos meses. Dejo para otro momento la realización de
un balance de la experiencia kirchnerista en su integralidad y con sus
múltiples contradicciones: asignación universal por hijo y concentración
empresarial; extensión del régimen jubilatorio y regresividad tributaria;
desarrollo científico y tecnológico (ARSAT I y II, etcétera) y sojización de la
agricultura; orientación latinoamericanista de la política exterior y
extranjerización de la economía. Algo he dicho al respecto en el pasado y no
viene al caso reiterarlo en esta ocasión. Volveré sobre este tema en un escrito
futuro, sin el apremio del momento actual. Tampoco me referiré, por ejemplo, a
cuestiones que remiten a un arco temporal que trasciende la actual coyuntura
electoral, como por ejemplo la llamativa ineptitud para construir un sujeto
político y hacer de “Unidos y Organizados” una verdadera fuerza plural y
frentista y no un cascarón vacío cuya única misión fue apoyar, sin ninguna
eficacia práctica, las medidas del gobierno. O a la asombrosa incapacidad para
preparar, al cabo de doce años de gobierno, un liderazgo de recambio que no
fuera Daniel Scioli, un político nacido del riñón del menemismo. O a la suicida
actitud, seguida hasta hace unos pocos meses, de descalificar y hasta
ridiculizar a quien, al final del camino, era el único candidato con el que
contaba el kirchnerismo a la hora de enfrentar la riesgosa sucesión
presidencial. Es decir, se vapuleó a una figura, contra la cual no se ahorraron
ninguna clase de ofensas y humillaciones, sin percibir, en la alegre ofuscación
de los cortesanos del poder, que era la única carta con la que contaban y que
poco después deberían vergonzosamente aferrarse a ella, cual clavo ardiente, en
una desesperada tentativa por salvar “el proyecto”. Dejo a la imaginación de
los lectores la calificación de esta actitud.
Más cercano en el tiempo se cometieron varios errores de estrategia
política de incalculables proyecciones: para comenzar, la decisión de no apoyar
a Martín Lousteau en el balotaje por la jefatura de gobierno de la ciudad de
Buenos Aires en contra de Horacio Rodríguez Larreta, el delfín de quien hoy
aparece como el probable verdugo del kirchnerismo. De haberse actuado de esa
manera, dejando de lado un absurdo fundamentalismo, el macrismo habría perdido
la ciudad de Buenos Aires y se le habría propinado un golpe -si no mortal, al
menos demoledor- a la candidatura presidencial de Mauricio Macri. Esta
ofuscación del FPV, de la cual participaron desde la Casa Rosada hasta el
último militante, fue una bendición para la derecha ya que le permitió nada
menos que conservar en su poder a la ciudad de Buenos Aires y salvar el futuro
de su principal espada política. Pocos casos de miopía política pueden
igualarse a este.
Pero la carrera de errores no se detuvo allí. Con la intención de
salvaguardar la pureza ideológica de la fórmula kirchnerista, y ante la
desconfianza suscitada por Daniel Scioli y su sinuosa trayectoria política no
se tuvo mejor idea que proponer como candidato a vicepresidente a Carlos
Zannini. Al optar por el Secretario Legal y Técnico de la Presidencia se
configuró una fórmula “kirchnerista pura”, buena para aplacar la ansiedad de
los propios pero absolutamente incapaz de captar un solo voto por fuera del
universo político del kirchnerismo. Esta decisión pasó olímpicamente por alto
todo lo que enseñan los manuales de la sociología electoral, que dicen que para
obtener una mayoría hay que presentar una oferta política capaz de atraer la
voluntad no sólo de los ya convencidos -el núcleo duro de una fuerza
partidaria- sino también de quienes podrían ser atraídos por otras razones:
rechazo a las fuerzas anti-kirchneristas, cálculo oportunista o tendencia a
“votar a ganador”, entre muchas otras. Pero la fórmula Scioli-Zannini cerraba
todas estas puertas, como se comprobó el pasado domingo y se quedaba
enclaustrada en el voto kirchnerista, importante para insuficiente para obtener
la diferencia que hubiera evitado el temido balotaje.
A lo anterior se agregó otro yerro inexplicable: el empecinamiento en
proponer como candidato a la gobernación de la crucial provincia de Buenos
Aires, que con casi el 38 % del padrón nacional es la madre de todas las
batallas políticas en la Argentina, al Jefe de Gabinete de Ministros de la
Presidenta Cristina Fernández, Aníbal Fernández. Este fue víctima de una tenaz
e inmoral campaña de desprestigio que lo convirtió en el personaje con mayor
imagen negativa de la provincia. Pese a ello se insistió tercamente en una
candidatura que solo representaba a los propios y que perdía por completo de
vista el complejo panorama electoral de la provincia. El resultado fue una
derrota inapelable a manos de una candidata opositora, María Eugenia Vidal, que
carecía por completo de experiencia en ese distrito ya que se había desempeñado
en los últimos ocho años como Vice Jefa de Gobierno de la ciudad de Buenos
Aires, acompañando a Mauricio Macri. Justo es reconocer que en esta derrota
existen responsabilidades concurrentes: la mala imagen de Fernández se articuló
con la pobre gestión de Scioli en la provincia. Si esta hubiera sido algo mejor
Vidal no podría haberse alzado con la gobernación. Por ejemplo, si en lugar de
dotar a la provincia con los tan publicitados 85.000 nuevos policías el
gobernador saliente hubiera designado una cifra igual de nuevos maestros
seguramente otro habría sido el resultado. En todo caso, cuesta entender las
razones del tan pernicioso como costoso empecinamiento en sostener una
candidatura como la de Fernández en esas circunstancias.
Por último, en este breve racconto, otro error fue la decisión de
hacer que Scioli desplegase una campaña en la cual fuera lo más parecido
posible a Cristina y cuyo eje central fuese la cerrada defensa de la gestión
presidencial, sin ninguna proyección a futuro. Contra quienes proponían como
slogan el cambio -de ahí el nombre de la alianza derechista: “Cambiemos”- o
quien como Macri demagógicamente exaltaba la “revolución de la alegría”, Scioli
aparecía como un político triste y titubeante, a la defensiva, e históricamente
maltratado por la presidenta y su entorno, debilitado por las críticas
recibidas desde la Casa Rosada, la Cámpora, Carta Abierta y con un libreto que
lo condenaba a posicionarse como un acérrimo defensor del “proyecto”, sin la
menor posibilidad de aludir a todo lo que faltaba hacer en el mismo, como una
reforma tributaria integral, la estatización del comercio exterior y la
implementación de una heterodoxa política antiinflacionaria que evitase la
licuación de una parte nada desdeñable de la cuantiosa inversión social del
gobierno de Cristina Fernández. Los resultados están a la vista.
Habría otras cuestiones por señalar, como el faltazo ante el debate
con los otros candidatos presidenciales, que lo disminuyó aún más antes los
ojos de la opinión pública y el oportunista anuncio, hecho sobre la hora, de
duplicar el piso salarial para el impuesto a las ganancias, algo que el
gobierno nacional tendría que haber hecho hace mucho. En todo caso, parecería
que ciertos cambios habidos en la estructura social argentina y en el clima
cultural imperante en el país, fuertemente semantizados por el terrorismo
mediático lanzado por la derecha; cambios producidos precisamente por las
políticas de inclusión social del gobierno de CF, no operaron en la dirección
de otorgarle mayor sustentabilidad al proyecto sino todo lo contrario, en línea
con tendencias ya observadas en países como Brasil, Bolivia, Ecuador y
Venezuela y que es incomprensible que hubieran sido pasadas por alto en la
Argentina. No necesariamente los sectores populares que mejoran su situación
socioeconómica y cultural gracias a la acción de los gobiernos progresistas y
de izquierda luego lo recompensan con su voto, y en la Argentina del pasado
domingo esto fue muy elocuente. Hace tiempo que hemos venido advirtiendo que,
ante la ausencia de una sistemática labor concientizadora y de formación
ideológica –la célebre “batalla de ideas” de Fidel- el boom de consumo no crea
hegemonía política sino que termina engrosando las filas de los partidos de la
derecha.
Dado lo anterior, revertir lo ocurrido en la primera vuelta electoral
aparece como una empresa muy difícil aunque no imposible. Habrá que intentarlo,
para evitar que la Argentina sea la punta de lanza de un proceso que, ahora sí,
podría ser el inicio del “fin de ciclo” progresista en la región, algo que
hasta hace unos pocos días parecía poco probable. De hecho, si el candidato del
kirchnerismo es derrotado en el balotaje sería la primera vez que un gobierno
progresista o de izquierda es vencido en las urnas desde el triunfo inaugural
de Hugo Chávez en diciembre de 1998. Hasta ahora, todos esos gobiernos fueron
ratificados en las urnas y sería lamentable que la Argentina rompiera con esa
positiva tendencia. Tenemos una responsabilidad regional de la cual no podemos
sustraernos: una victoria de Macri sería un golpe mortal para la UNASUR, la
CELAC y el mismo Mercosur. Además, la Argentina se realinearía
incondicionalmente con el imperio y este redoblaría su ofensiva en contra de
los gobiernos bolivarianos, cada vez más privados de apoyos externos. Como
latinoamericano y marxista no puedo ser indiferente ante la amenaza que
representa un eventual gobierno de Macri que se uniría de inmediato a Álvaro
Uribe, José M. Aznar y sus mentores norteamericanos en su pertinaz cruzada para
erradicar de la faz de la tierra al chavismo, a los gobiernos de Evo y Correa y
para propiciar el “cambio de régimen” en Cuba. Es decir, para liquidar
definitivamente todo rastro de antiimperialismo en América Latina. Nadie
situado genuinamente en la izquierda política podría contemplar distraídamente
esta posibilidad ni dejar de hacerse cargo de enfrentarla con todas sus
fuerzas. Desgraciadamente, llegados a este punto, no tenemos mejores opciones
que la de apoyar al FPV para aventar el riesgo de un mal mayor, sabiendo empero
que si lográsemos triunfar en este empeño tendríamos que darnos de inmediato a
la tarea de construir una verdadera alternativa política de izquierda porque el
kirchnerismo, con sus aciertos, sus errores y sus limitaciones ideológicas, no
lo es y no puede serlo.
¿Podrá Scioli doblegar a su contrincante en el balotaje? Dependerá de
cómo diseñe su estrategia de campaña para estas semanas. Los dos debates con
Macri pueden ser la llave del triunfo, si es capaz de pasar a la ofensiva y
demostrar que tras la vaguedad discursiva de su oponente se esconde un brutal
programa de ajuste. Pero no le bastará con eso. Tendrá también que dejar de
circunscribir su discurso a la defensa de la obra del kirchnerismo (algo para
lo cual la presidenta Cristina Fernández no necesita ayuda porque lo hace
infinitamente mejor que él), definir nuevas prioridades y salir con propuestas
concretas en materia económica, social, cultural e internacional que le
permitan persuadir a la opinión pública que podrá ser el presidente que
comience a hacer todo aquello que el kirchnerismo, en otros momentos, reconocía
que aún restaba por hacer y no hizo. Y que lo diga con convicción, sin pedirle
permiso a nadie ni esperar la palmadita afectuosa de la Casa Rosada. Es una
tarea difícil pero no imposible. Enfrente suyo no tiene a un De Gaulle o un
Churchill sino a un insulso producto de un astuto marketing político, apoyado
por el aparato publicitario de la derecha imperial. Difícil, repito, pero lejos
de ser imposible. Ojalá que le vaya bien porque, aunque algunos se empeñen en
negarlo, en este balotaje también se juega el futuro de los procesos
emancipatorios y de las luchas antiimperialistas en América Latina.
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