La experiencia de los
llamados gobiernos progresistas en América Latina (Argentina, Bolivia, Brasil,
Ecuador, El Salvador, Nicaragua, Uruguay y Venezuela) parece haber entrado en
un pasaje crítico que algunos autores están denominando fin de ciclo, abriendo
un debate histórico y político de fuertes implicaciones estratégicas respecto
del porvenir inmediato.
Massimo Modonesi* / LA JORNADA
A partir de la
caracterización del ciclo progresista latinoamericano como un conjunto de
diversas versiones de revolución pasiva (es decir, siguiendo a Gramsci, de
transformaciones estructurales significativas, pero limitadas, con un trasfondo
conservador y por medio de prácticas políticas desmovilizadoras y
subalternizantes) podemos analizar este momento poniendo en evidencia su rasgo
central y determinante: la pérdida relativa de hegemonía, es decir de
incapacidad creciente de construcción y sostenimiento del consenso
interclasista que caracterizó la etapa de consolidación de estos gobiernos.
Esta inflexión, que ya
se percibía claramente desde 2013 y retrospectivamente pudiera asignársele
inclusive una fecha anterior, deriva en un giro desde un perfil progresivo a
uno tendencialmente más regresivo, perceptible tanto en las respuestas
presupuestales a la crisis económica que azota la región como el trato en
relación con las organizaciones y movimientos sociales situados a su izquierda.
Este viraje conservador, que se manifiesta orgánicamente en el seno de los
bloques y alianzas que sostienen a estos gobiernos, se justificaría, desde la
óptica de la defensa de las posiciones de poder, por la necesidad de compensar
la pérdida de hegemonía transversal por medio de un movimiento hacia el centro,
lo cual contrasta con la lógica de las polarizaciones izquierda-derecha y pueblo-oligarquía
que caracterizó el surgimiento de estos gobiernos, impulsados por la irrupción
de fuertes movimientos antineoliberales.
Este deslizamiento es
más perceptible en algunos países (por ejemplo Argentina, Brasil y Ecuador) que
en otros (Venezuela, Bolivia y Uruguay) ya que en estos últimos se mantienen
relativamente compactos los bloques de poder progresistas y no se abrieron
fuertes clivajes hacia la izquierda. En particular, Venezuela fue el único país
en donde se impulsó la participación generalizada de las clases subalternas con
la conformación de las Comunas a partir de 2009, a pesar de que esta apertura
descentralizadora fue compensada por la casi simultánea creación del Partido
Socialista Unificado de Venezuela como órgano de centralización y brazo
político del chavismo.
Hay que registrar como
en diversos países, además de la ofensiva de las derechas nacionales e
internacionales, se asiste desde hace unos años a una franca reactivación de la
protesta por actores, organizaciones y movimientos populares, donde vuelve a
destacar un perfil antagonista y autónomo a contrapelo de la subalternización
que caracterizó a las revoluciones pasivas latinoamericanas.
Sin embargo,
lamentablemente no parece estar en el horizonte político una izquierdización de
la política latinoamericana. En efecto, a pesar de un lenta recuperación de
autonomía y de capacidad de lucha, no se observan relevantes y trascendentes
procesos de acumulación de fuerza política, salvo eventualmente en el caso del
Frente de los Trabajadores, en Argentina, cuyas perspectivas y potencial
expansivo tampoco están asegurados. Esto se debe parcialmente al efecto de
reflujo, después de la oleada ascendente de luchas antineoliberales, de los
sectores populares hacia lo clientelar y lo gremial, originado por una cultura
política todavía subalterna pero, por otra parte, en buen medida es producto de
las iniciativas o la falta de iniciativas de gobiernos progresistas más
interesados en construir apoyos electorales y garantizar una gobernabilidad sin
conflictos sociales, que a impulsar o simplemente respetar las dinámicas
autónomas de organización y la construcción de canales y formas de
participación y autodeterminación en aras de transformar profundamente las
condi- ciones de vida, y no solo su capacidad de consumo, de las clases
subalternas.
Este debilitamiento o
ausencia de empoderamiento hace pensar que la pendiente pasivizadora que operó
como contraparte de las transformaciones estructurales y las políticas
redistributivas (excluyendo la polémica continuidad extractivista y
primario-exportadora) provocó una década pérdida en términos de la acumulación
de fuerza política desde abajo, desde la capacidad autónoma de los sectores
populares, a contracorriente del ascenso que marcó los años 90 y que quebró la
hegemonía neoliberal, abriendo el escenario histórico actual. Este saldo
lamentable no permite, por el momento, hacer frente a una doble deriva hacia la
derecha: por el fortalecimiento relativo de las derechas políticas y por el
giro conservador y regresivo que modifica los equilibrios políticos de los
bloques de poder que sostienen a los gobiernos progresistas latinoamericanos.
Al mismo tiempo, el fin de la hegemonía progresista no parece implicar un
riesgo inmediato de restauración de las derechas latinoamericanas, como a veces
se vaticina a modo de chantaje hacia la izquierda, porque éstas apenas están
remontando la profunda derrota política de los años 2000 y, como reflejo de la
hegemonía progresistas, están aceptando e incorporando ideas y principios que
no corresponden al ideario neoliberal, a demostración que el ciclo de mediano
alcance, entre las luchas antineoliberales de los 90 y los gobiernos que se
declararon posneoliberales, desplazó ciertos pilares del sentido común y marcó
en efecto un relativo cambio de época en la agenda y el debate político y
cultural.
* Centro de Estudios
Sociológicos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad
Nacional Autónoma de México. Director de la revista Memoria del Centro de Estudios
del Movimiento Obrero y Socialista (Cemos)
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