Una lectura crítica de esta segunda vuelta, pero más aún de las
circunstancias en que se llegó a la misma con las movilizaciones ocurridas
desde abril en adelante, puede indicar algo preocupante: la tan cacareada lucha
contra la corrupción… ¡es una nueva arma de dominación de la estrategia
imperial de Estados Unidos!
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Como
era previsible y ya lo venían indicando las encuestas previas, el candidato
Jimmy Morales se alzó con la victoria en las elecciones presidenciales de
Guatemala este 25 de octubre. Lo primero que podría indicarse es: “¡más de lo
mismo!”.
“Más
de lo mismo” en varios sentidos: Morales no representa el más mínimo cambio, ni
siquiera cosmético, en relación a la situación estructural de fondo en el país:
pobreza extrema –79% de la población pobre, según los nuevos patrones de
medición del Banco Mundial–, país dependiente y marcado por un salvaje y
depredador capitalismo extractivo, violencia e impunidad como constante en
todas las relaciones sociales, racismo contra los pueblos originarios en grado
sumo. Nada, absolutamente de esto nada cambia con el nuevo presidente. Su
propuesta, en realidad, es una falta de propuesta. Y aunque parezca paradójico,
dadas las condiciones generales imperantes, eso es lo que le permitió ganar las
elecciones (sobre lo cual ahondaremos más adelante).
Es
“más de lo mismo” también, porque tras de su figura (mediáticamente bien
posicionada, dado que es un actor profesional, un comunicador en el más cabal
sentido de la palabra) se encuentran sectores de los más reaccionarios del
ejército que viven aún en la lógica de la Guerra Fría, algunos de ellos ligados
a los llamados “poderes ocultos” (léase: estructuras mafiosas que persisten en
la administración del Estado, como la recientemente denunciada de La Línea). O
sea que la tan preconizada “lucha contra la corrupción” que pareció barrer el
país estos últimos meses, se descubre como un espectáculo mediático sin
consecuencias reales en las verdaderas estructuras de poder. Dicho de otro
modo: con Jimmy Morales en la presidencia las mafias enquistadas y los poderes
paralelos no terminarán. Es decir: sigue todo más o menos igual (su
vicepresidente, por ejemplo, es el artífice del más grande robo en el Seguro
Social de la Universidad de San Carlos, de la que fue rector). Todo sigue
igual, parece.
Y
“más de lo mismo” igualmente porque Washington, y la ideología dominante en
forma global, se salen con la suya, pues el mensaje de entronización a esta
glorificada “democracia” se sigue imponiendo. La realización de elecciones
“limpias y transparentes” pareciera el camino obligado para todo el mundo; no
transitarlo –según esa ideología hegemónica– es continuar en el atraso, en el
oscurantismo. Democracia representativa (libre mercado mediante), según ese
paradigma, es la solución frente al autoritarismo estatizante, frente al
populismo y a las ofertas de “retorno al pasado filo-comunista”.
Sin
embargo una lectura crítica de esta segunda vuelta, pero más aún de las
circunstancias en que se llegó a la misma con las movilizaciones ocurridas
desde abril en adelante, puede indicar algo preocupante: la tan cacareada lucha
contra la corrupción… ¡es una nueva arma de dominación de la estrategia
imperial de Estados Unidos!
¿Por
qué decir eso? Porque la realidad lo permite ver. ¿Por qué gana este comediante
puesto a político? Como dato altamente curioso es que, contrario a lo que
sectores de izquierda y progresistas impulsaban durante las movilizaciones
llamando al voto nulo o a la abstención, la primera vuelta del 6 de septiembre
mostró la mayor participación desde el retorno a la democracia en 1986: 71% de
los empadronados asistieron a un centro de votación.
Gana
Jimmy Morales porque desde hace meses se viene gestando un discurso
–comunicacionalmente bien estudiado, presentado en forma entradora y agresiva–
contra la corrupción sobre el que pudo/supo montarse el actor de marras. No
hay, ni por cerca, ninguna intención positiva en los reales factores de poder,
de acometer una lucha franca contra esta lacra que es la corrupción. Por el
contrario, con un manejo artero de las circunstancias, cada vez se insiste más
en que el estado calamitoso de las poblaciones (cosa totalmente cierta) se debe
no a determinantes estructurales sino a “malas prácticas” de los funcionarios
de turno. De esa manera el sistema en su conjunto queda libre de
cuestionamientos, y se encuentra un adecuado chivo expiatorio, una salida
decorosa: “estamos mal porque los políticos son corruptos y se roban todo”.
El
mensaje no es nuevo, sin dudas. En muy buena medida ese imaginario recorre la
cultura política de todos los países latinoamericanos. Lo destacable ahora es
la forma en que se lo está implementando. Y no es otra que la estrategia de la Casa
Blanca quien la impulsa.
Se ha
dicho en varias ocasiones que, una vez más –al igual que en casos anteriores:
experimentos biomédicos, desaparición forzada de personas como mecanismo de la
guerra irregular, ahora el combate a la corrupción en tanto artificio político
para la distracción– Guatemala sirve como laboratorio de ensayo a los planes de
Washington. Lo cierto es que todo indicaría que de los golpes de Estado
sangrientos que marcaron la historia política de la región latinoamericana
durante el siglo XX, ahora se ha pasado a los “golpes suaves”.
Hay
nuevos “monstruos mediático-ideológicos” a combatir, siempre ideados por la
fuerza dominante en la región: ayer el “comunismo internacional” y sus cabezas
de playa pagadas por “el oro de Moscú”. Hoy: el narcotráfico, la violencia
ciudadana (pandillas, bravas bravas). Y ahora, más recientemente y con una
fuerza nada despreciable: la corrupción.
Muy
loable sería un combate frontal contra esta lacra humana que es la corrupción,
la hipocresía del doble discurso, la infamia (¿será posible eliminarla de
nuestra dinámica cotidiana? ¿El “Hombre nuevo” del socialismo lo logrará? Quede
la interrogante planteada, sabiendo que no es eso el objetivo a desarrollar en
este breve e impreciso opúsculo). Muy loable, sin dudas, pero vemos que estas
declaraciones politiqueras que inundan el panorama mediático no pasan jamás de
eso: declaraciones pomposas.
En
Guatemala, como parte de un plan bien urdido, desde principios del año 2015 el
Ejecutivo estadounidense comenzó un ataque sistemático: la corrupción fue
posicionándose como principal problema nacional, y el vicepresidente de la Casa
Blanca, Joseph Biden, llegó al país a “poner las cosas en orden”: dejando en
claro muy enfáticamente que no se vería ni siquiera en una recepción oficial
con la entonces vicepresidenta Roxana Baldetti, ícono por antonomasia de la
degradada y deshonrosa corrupción dominante. De hecho, trajo un mensaje claro
para el presidente Pérez Molina: a Guatemala y a los otros dos países del
Triángulo Norte de Centroamérica (Honduras y El Salvador) no se le podría
conceder el Plan para la Prosperidad (cuantiosos fondos destinados a “mejorar”
la situación socioeconómica interna) si no se iniciaba un combate frontal
contra esa corrupción. El mecanismo obligado para ello fue la permanencia de la
Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG– y su necesaria
irradiación a los otros dos países. El mensaje fue claro y terminante: no más
corrupción gubernamental, porque eso es la causa de las penurias de la
población.
Para
ratificarlo, el embajador estadounidense en estas tierras, Todd Robinson, viajó
a una retirada comunidad de un empobrecido departamento: Izabal, y en una
precaria y deteriorada escuela primaria –montaje muy efectista, muy sensiblero–
declaró que el estado calamitoso de ese centro educativo se debía a la
corrupción gubernamental existente.
El
guión estaba escrito: la corrupción debía enfrentarse a muerte, así como se
hace con el “terrorismo” en Medio Oriente y el Asia Central (casualmente
siempre en países en cuyo subsuelo… hay petróleo. ¡Qué coincidencia!). Y la
CICIG, en Guatemala, era el instrumento idóneo para esa lucha. Si bien el por
entonces presidente Pérez Molina intentó negarse en un principio a la
renovación de su mandato, la pulseada fue ganada ampliamente por la potencia
dominante: la CICIG continuó y el binomio presidencial terminó tras las rejas,
destapándose la bomba periodística del caso La Línea (mafia dedicada al
desfalco aduanero liderada por los primeros mandatarios).
Ese
destape, aparecido en los medios de comunicación el 16 de abril pasado a partir
de la denuncia realizada por la CICIG y el Ministerio Público (con datos de
inteligencia suministrados por la DEA), motivó la indignación ciudadana y las
movilizaciones que por espacio de cuatro meses llenaron la Plaza de la
Constitución los sábados por la tarde. La corrupción pasó a ser nueva “plaga
bíblica”, y presidente y vicepresidenta se transformaron en el enemigo público
número uno.
Salvando
las distancias, así como décadas atrás el “comunismo apátrida y ateo” era el
enemigo a vencer (consigna que levantaron –¿o siguen levantando?– quienes hoy
secundan a Jimmy Morales), hoy lo es la corrupción. Lo cierto es que el
anterior mandatario y su segunda hoy guardan prisión, pero la corrupción sigue
siendo el pan nuestro de cada día. Los empresarios importadores que se
beneficiaban de esta banda delincuencial que defraudaba en las aduanas, no
aparecen. Se habló de una cincuentena de empresarios, por supuesto de poca
monta en términos económicos; en todo caso, comerciantes –de origen asiático
muchos de ellos– que venden mercaderías a precios populares en sectores
populares. El alto empresariado está más allá de esto.
¿Por
qué gana la presidencia este comediante metido a político, sin recorrido en
estas lides de la política profesional, sin programa partidario, con un
discurso centrado casi exclusivamente en que “él no es lo mismo que los otros
corruptos”? Gana porque esa prédica anticorrupción ha calado hondo, quizá
demasiado hondo en la conciencia de la población. A partir de un bombardeo
incesante que muestra las penurias de la genta ligadas a los desfalcos de los
funcionarios y nunca a las condiciones estructurales de la sociedad, se ha ido
creando la matriz mediática por la cual la pobreza y el malestar general son
consecuencia de la corrupción de los gobernantes. “¿Para qué pagar impuestos si
se los roban todo?” no es infrecuente escuchar por allí. Que el 2% de la
población sea propietario del 80% de la tierra cultivable, que el salario
básico cubra apenas la mitad de la canasta básica, y que el mismo en un 80% de
los casos en el campo y en un 50% en la ciudad ni siquiera se cobre, que la
distancia entre los más poseedores y los más desposeídos es de las más marcadas
en todo el mundo, que casi una cuarta parte de la población es aún analfabeta
total, que los sectores más dinámicos de la economía están centrados en la
agro-exportación (que necesita fundamentalmente brazos –¿analfabetas?– para la
producción) o en las finanzas, lavado de activos en muchos casos, todo eso
nunca es presentado como la causa real del atraso comparativo del país ni de la
consecuente pobreza de las grandes mayorías.
El
mensaje del embajador Robinson en la escuela Salvador Efraín Vides
Lemus, ubicada en Santo Tomás de Castilla, Puerto Barrios, departamento de
Izabal, fue más que elocuente: “Podemos ver los resultados de la
corrupción aquí en esta escuela: no tienen suficientes aulas para la gente,
para los estudiantes” (…) “Toca
al gobierno y a la gente de Guatemala luchar cada día contra la corrupción”.
Ponderando la CICIG y su gran cruzada anticorrupción, el mismo diplomático
anticipó que la gente en Honduras y en El Salvador también está molesta contra
este “cáncer”, y que también allí se implementarían comisiones internacionales
para luchar contra “tamaño flagelo”.
¿Guión ya trazado? Seguramente.
Es posible concluir eso porque todos los
gobiernos “molestos” para la lógica imperial van recibiendo ahora acusaciones
de corruptos: Argentina, Brasil, Venezuela, Ecuador, Nicaragua. La fórmula
funciona, sin dudas. Funciona porque definitivamente hay corrupción, y mucha,
en cada una de esas administraciones; atacarlas, por tanto, es fácil. En
cualquiera de estas propuestas medianamente socialdemócratas, donde la ética
sigue siendo asignatura pendiente, es muy fácil encontrar hechos corruptos.
Así, toda esa “pseudo-izquierda” es golpeada por la “transparencia democrática”
que preconiza el imperio. Dilma Roussef o Cristina Fernández tuvieron como principales
contendientes políticos las denuncias contra hechos corruptos de sus gobiernos.
Sin dudas, la estrategia funciona para la Casa Blanca, porque le permite las
llamadas “revoluciones suaves” (roll back,
procesos de reversión de gobernantes “molestos” sin necesidad de golpes de
Estado cruentos, tal como sucedió por ejemplo en Europa del Este, o en algunos
países árabes).
¿Pero por qué en Guatemala, con un
gobierno claramente de derecha como era el de Otto Pérez Molina, también se
puso en marcha esa estrategia? Porque 1) el nivel de corrupción allí alcanzado
era demasiado alto y eso podía tornar “ingobernable” la situación (la gente
podría estallar alguna vez); 2) porque el Plan para la Prosperidad debe tener
garantizado que ninguna mafia gubernamental rapiñará los recursos invertidos
(Pérez Molina y Baldetti, por ejemplo, no daban esa seguridad. (1.000 millones
de dólares iniciales aportados por Estados Unidos, pudiendo llegar la inversión
a 15.000 millones para los 5 años de su duración, financiado por Washington, el
Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, supuestamente para
desarrollar la región centroamericana, pero en realidad siendo una avanzada
para inversiones privadas y explotación de recursos naturales), y 3) porque de
continuar las mafias en el poder, por ejemplo si hubiera seguido en carrera
presidencial Manuel Baldizón, no estaba asegurado para la lógica estadounidense
que no entrarían los capitales chinos y rusos (en Guatemala ya entraron estos
últimos en el negocio de la minería, y con Baldizón entrarían abiertamente los
chinos). Para Washington eso es perder terreno en su tradicional y natural
patio trasero, por tanto inadmisible.
Considerando todo lo anterior, puede
verse cómo esa prédica contra la corrupción puede servir mucho más para los
proyectos geoestratégicos de los capitales estadounidenses que dictaduras
impresentables, a un menor costo económico y político y sin derramamiento de
sangre (lo cual puede crear reacciones como los movimientos armados, o
explosiones populares inmanejables).
No hay lucha real contra la corrupción,
porque el capitalismo actual, en su fase de globalización financiera, es por
naturaleza corrupto. La lucha es por seguir asegurando el traspatio de la
potencia imperial, y en el caso puntual de Guatemala esconde la lucha entre
facciones del capital nacional: los tradiciones “dueños de la finca” contra los
nuevos ricos ascendidos a la sombra del Estado contrainsurgente de estas
últimas décadas. Está claro que en este momento las mafias (contrabandistas,
narcotraficantes, crimen organizado) recibieron un fuerte cachetazo (Pérez
Molina y Baldetti presos). Pero eso no significa que desaparecieron. El
circuito financiero se sigue alimentando de esas economías “no muy santas”
(Guatemala, de hecho, es una de las importantes plazas de lavado de activos a
nivel mundial: paraíso fiscal, dicho en otros términos. Es decir: la corrupción
es consustancial al sistema).
Como toda guerra justificada con algún
demonio del momento (comunismo internacional liderado por la URSS, terrorismo
islámico, narcotráfico y crimen organizado desbocados), ahora la corrupción
sirve a esa estrategia: es la “plaga bíblica” puesta en la cresta de la ola
mediática.
La jugada parece exitosa, dado que
posibilita acciones ciudadanas “limpias”, encuadradas en la ideología de la
democracia occidental, acciones no violentas que desestabilicen el sistema,
“respetables”, “civilizadas”. ¿Quién puede avalar racionalmente la corrupción?
Por supuesto que la corrupción indigna, enfurece, subleva incluso. De ahí que
las movilizaciones que se pretende encender son especialmente eso: no
violentas, “ciudadanas y democráticas”, marcadas por la ideología clasemediera,
urbanas, teniendo sí algo que perder (los que se sienten y verdaderamente son “explotados no tienen nada que perder, más
que sus cadenas”, se dijo por ahí). El objetivo con el combate
anti-corrupción no es cambiar nada de raíz sino simplemente quitar funcionarios
públicos corruptos. Es decir: una intervención quirúrgica bien hecha. El
círculo se cierra a la perfección: cambiar algo para que no cambie nada.
Con el triunfo de Jimmy Morales puede
verse todo esto en forma elocuente: con una prédica anti-política, repitiendo
hasta el cansancio que él, actor, no es “uno más de esos políticos que se roban
todo”, ahora llega a la presidencia. ¿Algo cambió? Absolutamente nada. Pero la
sensación de la población votante es que ahora hay algo nuevo, fresco, que no
carga con los vicios del pasado. El esquema parece que puede ser utilizado en
cualquier país de la región: la corrupción es una plaga bíblica que sirve para
denunciar a los gritos, muy democrática y civilizadamente, aquello que la Casa
Blanca necesite acometer y modificar. ¿Será cierto que lo de Guatemala es un
laboratorio para la creación de nuevas CICIG por allí?
Lo interesante es que esas movilizaciones
habidas en Guatemala abrieron la posibilidad de una ciudadanía que puede ir más
allá del gatopardismo del combate puntual contra la corrupción. Ahora el
desafío de lograr ese ir más allá está puesto sobre la mesa. Habrá que ver si
el campo popular puede aprovecharlo.
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