Las izquierdas deben
relanzar sus propias miradas críticas, que rescaten los aportes positivos de
los progresismos, pero que también sean capaces de entender sus contradicciones
y retrocesos. Ellas dejan en claro que los progresismos no son el final del
camino, sino una etapa en procesos de cambio que necesitar proseguir.
Eduardo Gudynas / ALAI
Las circunstancias que
afectan a los gobiernos progresistas en América Latina siguen despertando mucha
atención. Algunas reflexiones recientes señalan una crisis, un final o un
agotamiento del progresismo, mientras que otros rechazan cualquier debilidad o
retroceso (1). Intentando salir del ruido en este debate, se confirma la
divergencia entre izquierdas y progresismos, donde éstos últimos muestran una
condición propia de un agotamiento antes que un final. Sorpresivamente, unos
cuantos defensores de los progresismos en lugar de repotenciarlo confirman esta
situación.
El reconocimiento que los
progresismos tienen una identidad política en sí misma es evidente desde los
dichos y prácticas de esos gobiernos y sus bases de apoyo. Estos usan ese
rótulo, lo defienden, e incluso lo usan en sus coordinaciones continentales
(como los Encuentros Latinoamericanos Progresistas, ELAP).
Esta distinción del
progresismo como un régimen político distintivo, que resulta de una “gran
divergencia” con las izquierdas desde las cuales se originaron, ya fue señalada
poco tiempo atrás (2). En efecto, las izquierdas de fines de los años noventa,
entre otras cosas criticaban las bases conceptuales del desarrollo, se
comprometieron a terminar con la corrupción en el estado y la política,
defendían la ampliación de los derechos y la justicia, buscaban una
radicalización de la democracia con más participación y consultas, y estaban
estrechamente vinculadas a diversos movimientos sociales.
Los progresismos
actuales, en cambio, abrazan las ideas del desarrollo aunque disputan la
apropiación de sus excedentes, parecen haberse rendido ante la corrupción,
recortan algunos derechos ciudadanos, insisten en una mirada economicista de la
justicia, detuvieron o retrocedieron en los mecanismos de democracia
participativa y deliberativa para volcarse hacia el hiperpresidencialismo, y
poco a poco se fueron desconectando de muchos movimientos sociales hasta
terminar enfrentados con algunos de ellos.
Los progresismos se
reconocen a sí mismos como una familia política y establecen claras
distinciones con otras posturas. Se presentan como parte de un mismo
agrupamiento progresista gobiernos que van desde Nicolás Maduro en Venezuela
hasta Tabaré Vázquez en Uruguay. A la vez se consideran distintos, por un lado
de los gobiernos conservadores (otro amplio conjunto que incluye a O. Humala en
Perú o J.M. Santos en Colombia), y por otro lado, del resto de las izquierdas,
a las que varios califican como infantiles, ultra, radicales o trotskistas. Por
todo este tipo de razones, las diferencias entre izquierdas y progresismos se han
vuelto fáciles de capturar y las organizaciones ciudadanas las usan cada vez
más.
Es comprensible que
existan muchos entusiastas del progresismo, pero también hay que aceptar que
sus ideas y prácticas merecen ser sopesadas críticamente. Si eso se hace con
seriedad, está claro que estos progresismos no se han vuelto neoliberales.
Calificarlos de esa manera no sólo me parece exagerado, sino que muestra
problemas conceptuales en entender el concepto de neoliberalismo.
Pero los progresismos
también son diferentes de las posiciones de las izquierdas plurales,
independientes y democráticas de las que partieron a finales de los años
noventa. Los progresismos rehúyen de las pluralidades y prefieren los
pensamientos únicos, no les gusta mucho la independencia ya que reclaman
obediencia, y privilegian la delegación democrática hacia el
hiperpresidencialismo antes que radicalizarla localmente.
En cuanto a sus ideas
sobre el desarrollo, cuando se analiza lo que dicen y hacen los progresismos,
si bien hay matices en sus estrategias, todas ellas buscan el crecimiento
económico a partir de la exportación de recursos naturales y la atracción de
inversiones, apoyan la ampliación del consumo popular y aplican algunas medidas
compensatorias con los sectores más pobres. Sus Estados conceden al capital en
varios frentes para conseguir estabilidad económica e inserción comercial,
mientras que intenta controlarlo en otros, en especial allí donde puede
aumentar la captura estatal de excedentes. Supieron aprovechar una coyuntura de
altos precios de las materias primas y crisis en las naciones industrializadas
para crecer económicamente.
Fin de ciclo o
agotamiento
Esas estrategias están
enfrentando variados problemas, y que son especialmente evidentes en Venezuela
y Brasil. Bajo ese contexto resurgió el debate sobre si esos progresismos están
en una crisis terminal o se están agotando. La distinción entre las dos
condiciones no es menor, ya que sería muy arriesgado hablar de un final de
ciclo. Aún bajo condiciones muy adversas, los agrupamientos políticos
progresistas pueden ganar una elección y retener el poder (como sucedió con la
reelección de Dilma Rousseff en 2014 en Brasil). Incluso hay progresismos que
por ahora tiene buen respaldo y son estables (como el Frente Amplio en
Uruguay).
Pero más allá de si
retienen o no los gobiernos, es más claro que se ha debilitado la reflexión
teórica que los sostenía, están perdiendo sus capacidades de innovación, de
responder a las nuevas circunstancias, y les cuesta mucho mantener alineada a
su propia militancia por lo que deben recurrir asiduamente a las adhesiones de
sus propios funcionarios o a impresionantes campañas publicitarias. Se le hace
más difícil explicar los pactos económicos para sostener sus estrategias de
desarrollo (como las concesiones al capital extranjero, las flexibilizaciones
sociales y ambientales o los acuerdos con la vieja derecha). Siguen pendientes
problemas serios, como la violencia urbana o agudos deterioros ambientales. La
conclusión es que no estamos ante una crisis final sino que presenciamos un
agotamiento.
Al sumarse los problemas,
la conflictividad retoma en varios países, pero ya no se logra apaciguarla
fácilmente apelando al encantamiento con ideas y sensibilidades progresistas. A
la vez, hay menos opciones para revertirla por medio de compensaciones
económicas. El Estado progresista se ve forzado a lidiar con la conflictividad
mediante otros instrumentos, como recortando algunos derechos, criminalizando
la protesta, e incluso ha llegado a cruzar algunas líneas rojas de la represión
(como ha ocurrido recientemente contra movilizaciones indígenas en Ecuador y
Bolivia). Son medidas que alejan a esos gobiernos todavía más de la izquierda y
los vuelve aún más progresistas.
Las defensas progresistas
Es bajo esta coyuntura
que aparecen las recientes defensas a los progresismos. En muchas de ellas los
alcances son limitados y se repiten ideas comunes, pero lo que más impacta es
que en su propia formulación refuerzan esta percepción de agotamiento. Algunos
ejemplos ilustran esta situación.
Como los argumentos
escasean, posiblemente las defensas más comunes están en afirmar que cualquier
cuestionamiento expresa pensamientos conservadores o sirve a los intereses de
la derecha. No se analizan las puntualizaciones de la izquierda, sino que el
progresismo inmediatamente la rotula de conservadora. O bien, se afirma que las
prédicas de la izquierda son funcionales a las ideas conservadores. Tampoco hay
argumentos, sino que se parte de un juicio previo donde cualquier crítica al
progresismo siempre serviría a intereses conservadores y por ello debe ser
rechazada.
Otras defensas se centran
en destacar hechos positivos, como la reducción de la pobreza o el control
nacional sobre algunos recursos naturales. Sin duda allí hay avances
progresistas, y esas son sus herencias más positivas. Pero parece que no se
asume que ese tipo de justificaciones están perdiendo su fuerza, y que las
contradicciones actuales de ese tipo de desarrollo son cada vez más claras. La
insistencia en reducir la justicia al campo de los instrumentos de compensación
económica parece estar chocando son sus límites, y se hace evidente que por ese
sendero se vuelve a caer en una mercantilización de la vida social y la
Naturaleza, un extremo que las izquierdas rechazan pero los progresismos
parecen aceptar bajo ciertas condiciones.
Están los que afirman que
los progresismos no pueden ser culpados por los problemas actuales ya que ellos
se deben a lo que ocurrió diez o quince años atrás, bajo los gobiernos
neoliberales. Por ejemplo, la desindustrialización en Brasil sería culpa de las
administraciones Collor o Cardoso, y se evita analizar en detalle las
responsabilidades de los dos gobiernos de Lula da Silva o Dilma Rousseff. En la
misma línea, otros van todavía mucho más atrás, sosteniendo que contradicciones
actuales, como los extractivismos, no se pueden resolver porque venimos
haciendo lo mismo durante cinco siglos.
Aquí el agotamiento se
expresa como fugas al pasado que desnudan las trabas en asumir un análisis
crítico sobre el presente. Siguiendo con el ejemplo de Brasil, hay dificultades
para evaluar el papel del progresismo en exacerbar la primarización de las
exportaciones, el desmedido apoyo gubernamental a las grandes corporaciones (los
llamados “campeones nacionales”, algunos de los cuales ahora se sabe
participaban en redes de corrupción con el mundo político), las resistencias a
lograr cadenas productivas compartidas con los países vecinos, o las medidas
financieras que sobre todo beneficiaron a la banca.
Otras defensas, en
cambio, se atrincheran en la dimensión internacional, aunque por momentos se
cae en simplificaciones fenomenales. Los progresismos por cierto han tenido
momentos estelares, como la derrota del ALCA, y que debemos reconocer. Pero eso
no impide analizar problemas actuales, como los roles concedidos a China, las
razones que explican la ausencia de políticas regionales comunes en rubros
claves como energía o agroalimentos en espacios como UNASUR, o las
incapacidades en concretar efectivamente el Banco del Sur o el SUCRE.
Por último, hay defensas
progresistas que son bastante sinceras en dejar al desnudo este agotamiento.
Como no hay argumentos piden adhesión y obediencia. Esto se puede ver, pongamos
por caso, en los cuestionamientos de Emir Sader a los que denomina como
mesiánicos escritores de misivas (tal vez en alusión a una carta pública donde
varios intelectuales alertábamos sobre el hostigamiento del vicepresidente de
Bolivia, Álvaro García Linera, a un puñado de ONGs). Sader dice, con mucha
acidez, que los que firman esas cartas públicas son personas sin “ninguna
capacidad de influencia en la realidad”, sin “ningún vínculo con la izquierda
latinoamericana realmente existente”, y que cuando fueron candidatos partidarios
tuvieron “votaciones irrisorias” (3). Su posición es clara: abandona el sitio
de un intelectual independiente y crítico, para reclamar disciplina y adhesión
partidaria.
Si se apelara a una
defensa basada en argumentos y explicaciones, habría que fundamentar qué tiene
de izquierda amenazar con cerrar a organizaciones ciudadanas que trabajan en
temas de desarrollo o ambiente, o que apoyan a sindicatos o indígenas. O
analizar si un gobierno es realmente tan pero tan débil que siente que cuatro
pequeñas ONGs lo amenazan. O explicar cuál es la lógica política de entender
que una carta pública será cierta o errada según el caudal de votos que
pudieron tener algunos de sus firmantes. Uno de los adherentes en defensa de
esas ONGs fue Noam Chomsky, de donde habría que preguntarse si lo que ha
escrito ese académico debe ser desechado por no haber ganado nunca una
elección.
Cuando el único camino
que queda para este tipo de defensas es apelar a una incondicional y
disciplinada adhesión al gobierno, es evidente que estamos ante un agotamiento
conceptual. No se analiza si lo que hace un gobierno está bien o mal, sino que
se exige no hacer públicas las críticas.
Relanzando debates en
clave de izquierdas
¿Cómo lidiar con esta
situación? Las izquierdas que son plurales e independientes no pueden
quedar atrapadas bajo estas circunstancias. El debate de ideas sigue siendo
fundamental, el entendimiento de las prácticas y urgencias de los movimientos
sociales es indispensable, y el antídoto ante los slogans sigue siendo manejos
serios y rigurosos de la información y los análisis. Las voces de las
izquierdas son necesarias, aunque sin duda deberán navegar bajo condiciones
adversas ya que en muchos casos serán hostigadas desde los progresismos como
por la derecha.
Las izquierdas plurales,
democráticas e independientes siguen teniendo un papel crítico, tanto para
evitar retornos a gobiernos y posturas conservadoras, como para alertar sobre
consecuencias negativas de los progresismos actuales. Muchas medidas que están
tomando estos gobiernos ante la presente crisis tienen efectos casi contrarios
a los supuestos beneficios que dicen sus defensores. Por ejemplo, la adicción
progresista a los extractivismos, está dejando economías todavía más
dependientes de las materias primas, un viejo sueño de las corporaciones
transnacionales que manejan el comercio en esos rubros, y a la vez se traban
las exploraciones de alternativas postextractivistas, otro sueño de las
empresas mineras y petroleras.
Las izquierdas plurales y
democráticas también deben estar atentas a no caer en reflejos conservadores,
ni ser partícipes de una restauración neoliberal. El antídoto está en
permanecer siempre enfocadas en los compromisos con la justicia social y
ambiental. Pero tampoco deberían caer en guerrillas intelectuales donde la
diferencia es personificada en enemigos a combatir, o en una lucha para ver
quién es más de izquierda.
Muy por el contrario, las
izquierdas deben relanzar sus propias miradas críticas, que rescaten los
aportes positivos de los progresismos, pero que también sean capaces de
entender sus contradicciones y retrocesos. Ellas dejan en claro que los
progresismos no son el final del camino, sino una etapa en procesos de cambio
que necesitar proseguir. No pueden quedarse calladas, y todos tenemos que
escuchar sus reflexiones sobre justicia social y ambiental.
Notas
1. Algunas defensas
conocidas son: ¿El final del ciclo (que
no hubo)?, Emir Sader, ALAI (Quito), 14 setiembre 2015; Diagnosticadores de la
capitulación, Aram Ahoronian, Nodal (Buenos Aires), 15 setiembre 2015; Geopolítica
de América latina: entre la esperanza y la restauración del desencanto, Alfredo Serrano M.,
ALAI (Quito), 15 setiembre 2015. Entre las críticas recientes se pueden señalar
a: El fin del relato progresista en América Latina, S. Schavelzon, Animal
Político, La Razón, La Paz, 21 junio 2015; Hora de hacer balance del
progresismo en América Latina, R. Zibechi, Brecha (Montevideo), agosto 2015;
Venezuela: ¿crisis terminal del modelo petrolero rentista?, E. Lander, Aporrea
(Caracas), Octubre 2014.
2. Esta distinción fue
adelantada, por ejemplo, en Izquierda y progresismo: la gran divergencia, E,
Gudynas, ALAI, Quito, 24 diciembre 2013, http://alainet.org/active/70074
3. Os missivistas
messiânicos, E. Sader, Carta Maior (S. Paulo), 30 agosto 2015.
- Eduardo Gudynas
es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). Este
artículo adelanta algunas ideas de un libro en preparación sobre la divergencia
entre las izquierdas y los progresismos en América del Sur. Twitter: @EGudynas
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