Francisco no trabaja ni para traer de
vuelta el pasado ni para defender un presente de inequidad y conflicto, sino
para asegurar un lugar para la Iglesia en la civilización nueva que surja de
esta crisis.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Para Anubis Galardi, allá en su Habana
No hace falta profesar religión alguna
para coincidir con el Papa Francisco en su postura crítica ante los desastres
morales y sociales del mundo en que vivimos. En nuestra América, por ejemplo,
basta con ser martiano para coincidir con él. Tampoco, por cierto, necesitan de
religión alguna sus críticos de derecha, que expresan con claridad singular la
estulticia del pensamiento único neoliberal ante el desafío que le plantea lo
que quizás llegue a ser la doctrina socioambiental católica. Y lo hacen,
además, desde el único lugar desde donde pueden hacerlos: los charcos y
lodazales dejados a su paso por el tsunami cloacal del que provienen.
La labor de Francisco, en efecto, revela
una profunda fractura en el consenso neoliberal, y lleva a los neoliberales a
reaccionar con verdadero pánico ante un desafío que no saben en realidad cómo
encarar. Esa labor del Papa no deja de recordar lo planteado en el Evangelio de
Mateo, 10, donde se cuenta que Jesús dijo a sus discípulos lo siguiente:
Mirad, yo os envío
como ovejas en medio de lobos; por tanto, sed astutos como las serpientes e
inocentes como las palomas. 17 Pero cuidaos de los hombres, porque os
entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; 18 y hasta seréis llevados delante de
gobernadores y reyes por mi causa, como un testimonio a ellos y a los gentiles.
[...] 21 Y el hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo;
y los hijos se levantarán contra los padres, y les causarán la muerte. 22 Y seréis odiados de todos por
causa de mi nombre, pero el que persevere hasta el fin, ése será salvo.
No penséis que vine
a traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada. 35 Porque vine a ponder al hombre
contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su
suegra; 36 y los enemigos del hombre serán los de su misma casa. 37 [...] El que os recibe a vosotros,
a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. 41 El que recibe a un profeta como
profeta, recibirá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo como justo,
recibirá recompensa de justo. 42 Y cualquiera que como discípulo dé de beber
aunque sólo sea un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, en verdad os digo
que no perderá su recompensa.
Aún así, atendiendo al propio Francisco
-que se justifica a sí mismo desde la llamada Doctrina Social Católica-, sólo
cabría dudar de que a eso se reduzca el asunto. Aquella Doctrina fue elaborada
a fines del siglo XIX, como parte del intento de la Iglesia por dejar atrás sus
diferencias con el liberalismo entonces triunfante, y forjar una nueva santa
alianza contra las reivindicaciones socialistas del movimiento obrero emergente
en aquel tiempo. Lo que propone Francisco, en cambio, viene de más atrás,
apunta en otra dirección, y tiene otras implicaciones.
Viene de más atrás, en cuanto -como lo
recordara Sergio Bagú en su libro La Idea
de Dios en la Sociedad de los Hombres, allá por la década de 1980-, el
cristianismo tuvo un significado revolucionario en su origen en cuanto planteó
el derecho a la salvación para todos los pueblos, para los seres humanos de
todas las clases sociales, y para las mujeres y los hombres en particular. Así
de amplio es el hacer y el decir de Francisco, como es así de revolucionario en
estos tiempos de exclusión y de inequidad crecientes.
Apunta en otra dirección, porque ya no
hay un liberalismo en ascenso, sino un neoliberalismo en profunda crisis cultural
y moral -esto es, política. Ese neoliberalsimo aún es capaz de vencer
rebeliones a sangre, fuego y hambre, pero ya no está en capacidad de convencer
ni siquiera a quienes derrota, cuando lo hace. Y por esos mismo tiene otras
implicaciones, en cuanto el problema contemporáneo no consiste en defender una
civilización que se desintegra de desastre en desastre, sino en construir desde
abajo hacia arriba la que haya de sustituirla.
Francisco, en este sentido, no trabaja
ni para traer de vuelta el pasado ni para defender un presente de inequidad y
conflicto, sino para asegurar un lugar para la Iglesia en la civilización nueva
que surja de esta crisis. Con ello, se suma a esta lucha por un mundo nuevo, en
que ya andan tantos en tantas partes del planeta, y su hacer moral es la espada
conque acude a la batalla.
Con Francisco, el cristianismo vuelve a
ser parte de un proceso revolucionario, del cual dependerá cada vez más el
destino de todo aquello que reivindica el Pontífice. Así procura el Papa honrar
la labor de constructor de puentes que originó el título que hoy ostenta.
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