En tiempos en que analistas e intelectuales se enfrascan en debates, vaticinios y especulaciones sobre el mundo que vendrá cuando acabe la pandemia, quizás la única certeza que nos abriga a las y los trabajadores es que tendremos que seguir luchando, como viene ocurriendo desde hace siglos, para defender nuestros derechos frente a la voracidad del capitalismo.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
El Observatorio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicó en días pasados la tercera actualización de su informe El COVID-19 y el mundo del trabajo. Sus hallazgos ponen al descubierto otra de las dimensiones del drama social, económico y sanitario de la crisis provocada por la pandemia que nos asola: el cataclismo que sufre el mundo del trabajo, sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial, y que podría empeorar en los próximos meses si los gobiernos no toman las medidas adecuadas para proteger a los más afectados y vulnerables.
El documento de la OIT advierte de aumentos en la pobreza, la desigualdad y el desempleo en todos los países, derivados del impacto de las medidas de confinamiento, del cierre de empresas (especialmente de los sectores de la industria manufacturera, la hostelería, el comercio al por mayor y al por menor, las actividades inmobiliarias y comerciales), y la suspensión provisional o definitiva de contratos de trabajo. Especial atención dedica al deterioro de las condiciones de vida de los más de 2000 millones de trabajadores de la economía informal –“los más vulnerables del mercado laboral”- que intentan sobrevivir en todos los continentes, y que en regiones como África y América Latina experimentarán una disminución del 81 por ciento en sus ya exiguos ingresos.
Informales, un eufemismo disfrazado de categoría analítica, es una palabra que encubre violentas situaciones de precarización y explotación laboral que denigran la condición humana. Son los hombres y mujeres que llevan la peor parte de la crisis (ellas representan el 42% de los trabajadores de este sector en alto riesgo por la pandemia), toda vez que sufren la desprotección de la seguridad social -que frecuentemente asumen como una realidad inexorable-, tienen “un acceso limitado a los servicios de atención de la salud y carecen de sustitución de los ingresos en caso de enfermedad o confinamiento”. La mayor parte de estas personas, dice la OIT, “no tienen la posibilidad de trabajar a distancia desde sus hogares. Permanecer en casa significa perder su empleo y, sin ingresos, no pueden comer”.
En criterio de los expertos de la OIT, las respuestas de los gobiernos para hacer frente a la crisis, y contener el más que previsible incremento del desempleo mundial, deberían articularse en torno a cuatro pilares: estimulación de la economía y el empleo; apoyo a las empresas, los empleos y los ingresos; protección de los trabajadores en el lugar de trabajo; y particularmente, la búsqueda de soluciones mediante el diálogo social, es decir, una hoja de ruta que dista del ideario neoliberal que prevalece en no poco países de América Latina, con su tendencia a imponer los intereses de los grupos más poderosos y a trasladar los costos de la recesión a los trabajadores asalariados (en particular, los del sector público).
El enfoque que sugiere la OIT para encarar esta coyuntura, en cambio, sintoniza con las reflexiones que compartió el Papa Francisco en su carta abierta a los movimientos populares, divulgada el Domingo de Pascua, en la que expresó su esperanza de que “los gobiernos comprendan que los paradigmas tecnocráticos (sean estadocéntricos, sean mercadocéntricos) no son suficientes para abordar esta crisis ni los otros grandes problemas de la humanidad. Ahora más que nunca, son las personas, las comunidades, los pueblos quienes deben estar en el centro, unidos para curar, cuidar, compartir”.
Frente al desplome de una civilización “competitiva e individualista, con sus ritmos frenéticos de producción y consumo, sus lujos excesivos y ganancias desmedidas para pocos”, Francisco llamó a pensar y construir las alternativas de regeneración, el día después, desde la profunda soledad de los excluidos de la globalización, desde la mirada solidaria de los poetas sociales de las periferias que saben tejer el sentido de lo comunitario, desde las necesidades de quienes “mastican bronca e impotencia al ver las desigualdades que persisten incluso en momentos donde se acaban todas las excusas para sostener privilegios”.
Esta honda preocupación por la vida y la dignidad de los pobres de la Tierra, que tan bien sintetizada la encontramos en el pensamiento de José Martí, en su fórmula: “con todos y para el bien de todos”, delinea una actitud que debería ser faro que ilumine las búsquedas de los pueblos de nuestra América. Porque, en tiempos en que analistas e intelectuales se enfrascan en debates, vaticinios y especulaciones sobre el mundo que vendrá cuando acabe la pandemia, quizás la única certeza que nos abriga a las y los trabajadores es que tendremos que seguir luchando, como viene ocurriendo desde hace siglos, para defender nuestros derechos frente a la voracidad del capitalismo que, en medio de sus contradicciones y desde los escombros que va dejando a su paso la COVID-19, también rastrea e impulsa las nuevas dinámicas y condiciones que hagan posible su reproducción y su hegemonía.
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