Como si sobrevivir a la miseria fuera el castigo cotidiano, ahora el virus endemoniado circula velozmente por las villas – algunas vez bautizadas higiénicamente “de emergencia”, emergencia perpetua, condenadas a la falta de agua y de servicios mínimos – de la orgullosa y petulante Ciudad de Buenos Aires.
Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina
Pegadita a las terminales de trenes y de autobuses de Retiro, tapiada para que no se vea, la Villa 31, está altamente contagiada y con muchos muertos estos días. Sus habitantes apremiados salen diariamente a ganarse unos pesitos y, seguramente, portarán virus a diestra y siniestra.
Paradojas que deja el paso del virus por la villa, a principios de marzo, Horacio Rodríguez Larreta, jefe de gobierno de la CABA, inauguraba el Polo María Elena Walsh, nueva sede del ministerio de educación de la ciudad. “La mudanza del ministerio atiende la visión de integración que buscamos”[1], decía el delfín macrista, en un intento de ganarse a los vecinos. Dudosa integración vistos los actuales avances de la pandemia.
En el mismo diario, en el párrafo superior de la nota, avisaba que un grupo de vecinos de ese barrio, cortaba la salida y llegada de ómnibus de la terminal en reclamo de escrituras de sus propiedades y falta de suministro de agua potable, como para ratificar su situación de descarte.
Ramona, una dirigente y referente barrial tiene coronavirus; la misma Ramona que salió en todos los informes y videos publicados desde que comenzó el aislamiento inviable para los barrios abandonados, denunciando el sometimiento a las condiciones infrahumanas que padecía la Villa 31.
Tiene más de 300 casos confirmados de coronavirus, que se suman a los de dengue. Sus vecinos y vecinas tuvieron que reclamar más de una semana por la falta de agua, mientras el funcionario del gobierno porteño encargado de la villa, Diego Fernández, le echaba la culpa a la empresa AYSA.
Las villas en general y esa en particular, fueron hijas de los derrumbes de la economía. La gran depresión movilizó a los campesinos cuando la caída del comercio internacional dejó de producir los granos que consumían en el exterior, sobre todo Inglaterra que decidió replegarse al Commonwealth. Creían que la ciudad les ofrecería la oportunidad que el campo les negaba.
Esos asentamientos espontáneos, siempre fueron un eslabón entre campo y ciudad, mostrando lo peor de ambos extremos: basurales a cielo abierto, donde pululan roedores y otros animales y aguas servidas. Están en la periferia, en la frontera que demarca la exclusión donde el Estado no llega ni llegará, conforme las autoridades e ideologías de turno. Sus pobladores sobreviven a enfermedades intestinales crónicas y otras propias de la desnutrición. Se trasladan en carros tirados por caballos o como pueden porque no disponen de colectivos porque las líneas se niegan a ingresar.
A ellos se sumaron los inmigrantes europeos, en su gran mayoría Italianos que huían del fascismo. Estos con alguna experiencia, fueron útiles a la creciente industria nacional que comenzaba a sustituir importaciones. Las fábricas nacientes fueron parte de ese paisaje urbano emergente que, con cada crisis, adquiriría un rostro desolado, maloliente y triste de leprosario o de peste.
Cada golpe militar trató de eliminarlas del mismo modo que lo hacía con los opositores, los dirigentes sindicales y sociales, profesores y estudiantes, artistas y sus obras o con quemas masivas de libros. Un festival del miedo y la barbarie como para dejar bien claro quien mandaba.
La última dio un paso más allá tanto en carnicería como en ocultamiento. Las grandes autopistas y el trazado forzado de la nueva ciudad imaginada por el Brigadier Osvaldo Cacciatore se hicieron a piacere.
Poderoso y práctico, construyó ocho autopistas con el propósito de ir más rápido del punto A al punto B, correspondiendo el primero a la city porteña y el segundo el conurbano bonaerense. Lugar a donde se desplazaron también las villas en esa implacable limpieza social. Para ello se endeudó en 730 millones de dólares y empleo todos los recursos posibles entre 1976 y 1982, año en que las inauguró, siendo también un emblema de realizaciones junto con el Mundial’78.
Los milicos, fieles custodios de los intereses de la patria, es decir, de aquella rancia oligarquía fundadora olor a bosta, no pudieron arrasar con una sociedad atravesada por la revolución de los gobiernos peronistas. Sus estructuras y organizaciones se mantuvieron a pesar de la aberrante persecución y aniquilación perpetuada en esos años negros. Deshilachado su prestigio, vuelta la democracia, recién la reforma constitucional de 1994, visibilizó a los indios como sujetos de derecho; derechos que ejercerán dentro de un siglo, conforme los lentos procesos de legitimación y la dirección de los vientos que soplen.
Los habitantes de las villas, muchos indocumentados y aunque posean un documento que los identifica como ciudadanos, saben que, por el lugar en que residen, los posibles empleadores dudarán en darles o no trabajo. Cansados de ser ninguneados, ingresan en la delincuencia como único medio de subsistencia.
Robo de vehículos, desarmaderos y reducción de repuestos bajo la vista gorda de autoridades y policía, han generado óptimos ingresos amparados en esa inmensa cloaca llamada corrupción. La droga y el narcotráfico ha sido otra fuente de dinero en los últimos tiempos, un nuevo pretexto de agresión continua a los villeros que sufren conflictos internos tanto por la drogadicción de sus niños como por la lucha de las pandillas dominantes.
Por más esfuerzos que se hagan a nivel nacional para combatir la pandemia, al menos su difusión por el confinamiento obligatorio, allí se hace imposible. Entre morir de hambre o por el virus, eligen a este último.
En los 14 mil “barrios populares”, (otro eufemismo que enmascara para tapar lo que no se quiere ver) de Argentina, viven más de 3 millones de personas, cubriendo una superficie mayor que la CABA.
Sin embargo, como Dios atiende, justamente allí, la mayor cantidad de muertos pobres se seguirán concentrando ahí.
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