sábado, 16 de mayo de 2020

Barrios “marginales”, ¿población “marginal” también?

Preguntar por qué se dan estas barriadas es como decir por qué hay niños de la calle, o por qué, en su antípoda, hay barrios con mansiones con piscinas y helipuertos, fortificados y defendidos como castillos feudales. La pregunta ya orienta la respuesta: justamente porque la repartición de la riqueza es injusta…

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

En cualquier ciudad relativamente grande del Sur del mundo, en Asia, África y Latinoamérica, son comunes los llamados “asentamientos precarios” (favelas, villas miseria, cantegriles, tugurios, chabolas, barrios marginales o como se les quiere llamar), es decir: grupos de personas que viven en pésimas condiciones, en casas que no deberían ser habitadas, en sectores urbanos carentes de servicios mínimos (luz eléctrica, agua potable, saneamiento ambiental, transporte público, acceso a centros de salud y educativos cercanos), insalubres, muchas veces envueltos en altos índices de criminalidad. Naciones Unidas estima que aproximadamente un 25% de la población mundial vive en esa situación.

Si bien en Latinoamérica, en términos absolutos Brasil y México son los países con mayor número de población en estas condiciones de exclusión, en términos proporcionales los países cuya población más padece este problema son Haití, Bolivia, Nicaragua, Belice y Jamaica. Se estima que uno de cada cuatro habitante urbano de esta región vive en estos míseros barrios. Por supuesto, ninguno de esos habitantes decidió vivir así; y más aún: es poco lo que puede hacer a nivel individual para cambiar ese estado de cosas. La cantidad de seres humanos que habita en esos lugares es siempre creciente, y los planes neoliberales de estos últimos años vinieron a agravar el problema: en vez de disminuir, esos barrios -con todos los inconvenientes conexos que implican- han crecido. ¿Cómo guardar el confinamiento por la pandemia de COVID-19 en lugares así?

Éxodo rural hacia las ciudades ha habido siempre, y el proceso se aceleró drásticamente con la Revolución Industrial nacida en Europa en el Siglo XVIII, repetida luego en prácticamente todos los confines del planeta. La industria necesita cada vez más mano de obra, más fuerza de trabajo, y el campesinado migra hacia las ciudades. De todos modos, por una suma de factores, el proceso se aumentó exponencialmente en las últimas décadas, haciendo que por primera vez en la historia de la Humanidad en el año 2007 la población urbana superara a la rural, estimándose que, de seguir esta tendencia, para el 2050 un 70% de la población planetaria estará asentada en mega-urbes. Pero no siempre ese reasentamiento es fácil, cómodo, planificado. Tal como se viene dando ahora, constituye un tremendo problema. 

Ya sea en barrancos o en laderas de cerros, al lado de ríos o en terrenos inseguros, bajo puentes, al lado de vías de tren, con diversos nombres pero siempre con similares características, el fenómeno se repite por todo el planeta. Son las llamadas “zonas rojas”. Pero, ¿“zonas rojas” para quién? Son “rojas”, áreas peligrosas (no tanto para las personas externas al lugar sino, fundamentalmente, para sus propios habitantes), en tanto evidencian la crisis en juego. No una crisis momentánea, circunstancial (como la que podría provocar la actual crisis sanitaria del coronavirus) sino, por el contrario, siendo la clara y patética demostración de las estructuras profundas de nuestra sociedad. Son, en definitiva, un síntoma de los modelos económico-sociales presentes, al igual que otras manifestaciones que hacen al espectáculo urbano de los países pobres (por cierto, la mayoría en el mundo): niños de la calle, pandillas juveniles violentas, ejércitos de vendedores ambulantes informales, basura esparcida, transporte público de mala calidad, desocupados varios a la espera de algún milagro que, mientras esperan se consume, apelan a cualquier modo de sobrevivencia. 

Patético es también que, como contracara de esos enclaves de pobreza y exclusión, se erijan otros barrios, en este caso amurallados, rodeados de guardias y barreras protectoras para cuidar sus privilegios. Aunque estos bastiones inexpugnables están celosamente cerrados al exterior “peligroso”, no se los considera marginales. ¿Qué significa, entonces, ser “marginal”? ¿Son marginales también los pobladores de estas colonias despectivamente llamadas “marginales”? ¿Al margen de qué están? Al margen de un sistema económico que los expulsa, sistema injusto e irracional por cierto, que cada vez se concentra en menos manos y en el que muchos no pueden siquiera ingresar. Aunque ningún discurso políticamente correcto lo vaya a decir así, está sobreentendido que si son marginales, pues entonces… sobran. Pero acaso, ¿puede alguien “sobrar” en el mundo? ¿Puede un buen católico -pongamos eso por caso, porque se insiste siempre en que vivimos en el mundo “occidental y cristiano”-, puede un buen feligrés considerar que “sobra” un hermano? Parece que sí, porque la ideología dominante presenta esos lugares de pobreza como “peligrosos”, zonas donde “mejor no entrar”. Curioso es que en estas zonas de pobreza generalizada abundan las iglesias (neopentecostales fundamentalmente), para ayudar a “resignarse”, a saber esperar para el “más allá”. ¿Dios así habrá querido el destino de tanta masa humana? 

Si alguien termina viviendo de esa forma, en esta absoluta precariedad, en todo caso es porque las condiciones materiales dominantes lo fuerzan, habiendo una sumatoria de motivos que lo determinan: en general es la huida de población rural de su situación de pobreza crónica fascinada por la ciudad; otras veces se escapa a guerras internas que fuerzan a salir del teatro bélico, buscándose las ciudades como madero salvador. Pero siempre es la desesperación. Una vez ahí instalado, en esas barriadas pobres, por una compleja sumatoria de motivos, se torna muy difícil salir. Los prejuicios en torno a las poblaciones ubicadas en estos sectores, estigmatizan, crean barreras. Ser un “favelado” es un rótulo que, casi automáticamente, cierra puertas. 

En las urbanizaciones precarias, la vulnerabilidad ante los desastres naturales es enorme, y de hecho así lo demuestra cada evento que ocurre (son esas precarias viviendas las primeras en desbarrancarse de los cerros ante un sismo o con lluvias torrenciales; o las primeras en ser arrasadas por ríos desbordados cuando se levantan en sus riberas contra toda norma de seguridad). Los gobiernos de turno dan diversas respuestas, con mayor o menor fortuna. De todos modos hay que señalar que más allá de la cuestión técnica en juego -planes de erradicación, provisión de servicios y mejoramiento de los asentamientos ya constituidos, etc.- se trata siempre de acciones coyunturales, válidas e importantes sin dudas, pero que no pueden terminar con el problema de fondo. En definitiva: parches, muchas veces ofrecidos con un ánimo totalmente clientelar, de aprovechamiento político. Los parches no pueden dejar de ser parches. Se combate la delincuencia juvenil… poniendo más alumbrado público en las “áreas rojas”, o una cancha de fútbol para que los jóvenes “se diviertan y no piensen en transgredir”. Ridículo… ¡o hipócrita! 

Preguntar por qué se dan estas barriadas es como decir por qué hay niños de la calle, o por qué, en su antípoda, hay barrios con mansiones con piscinas y helipuertos, fortificados y defendidos como castillos feudales. La pregunta ya orienta la respuesta: justamente porque la repartición de la riqueza es injusta, porque algunos pocos tienen tanto, grandes mayorías se ven excluidas no quedándole otra suerte que habitar en esas condiciones, sin servicios, donde la vida vale poco y la resignación es lo común (¿ejército industrial de reserva?, mencionaban los clásicos del marxismo hace 150 años. Nada ha cambiado parece años después). No es posible terminar con esta precariedad en tanto no cambien en profundidad las políticas en curso, las estructuras de base. 

Pero, en otro sentido, el capitalismo sí ha cambiado mucho en su fisonomía, aunque no en su estructura. En algún momento pudo considerarse a la población ubicada en esos sectores, peyorativamente denominados como “marginales”, como también “marginalizados”. De hecho, aunque el fenómeno de estos sectores urbanos no tenía la magnitud que alcanzó en la actualidad, Marx hablaba en 1852, en su obra “El 18 de brumario de Luis Napoleón Bonaparte”, de un subproletariado, que él llamo Lumpenproletariät (en alemán: Lumpen significa “trapo”, “andrajo”), que no constituía precisamente la flor y nata de la lucha revolucionaria, el germen de la transformación social en ciernes. Para describirlo, fue categórico: “Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de diciembre, “Sociedad de beneficencia” en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora.

A partir de esa caracterización, que pasó a ser moneda corriente en la militancia comunista para designar a un grupo amorfo sin mayor conciencia de clase y fácilmente manipulable -por tanto, utilizable por la derecha, por la clase dominante- podría pensarse en una conexión entre urbanizaciones precarias y su población como no precisamente el particular fermento transformador. Para graficarlo rápidamente: los “rompehuelgas” (también llamados esquiroles o carneros), por ejemplo, podrían salir de allí. 

Decíamos que el sistema capitalista no cambió estructuralmente desde lo formulado por Marx y Engels en la segunda mitad del Siglo XIX, pero sí lo hizo en su “presentación” cosmética, en las formas en que se muestra y en el ropaje con que se viste. Hoy, segunda década del Siglo XXI, la clase obrera industrial urbana sigue siendo la mecha que puede prender el fuego revolucionario, pero el sistema se ha encargado muy bien de neutralizarla. Por lo pronto, en los países capitalistas imperiales (todas potencias industriales: Estados Unidos, Europa Occidental, Japón), su proletariado ha sido muy sabiamente domado. Pese a la crisis que atravesamos hoy, más allá de la pandemia del COVID-19, el nivel de vida ofrecido a la clase trabajadora en el capitalismo desarrollado está lejos de los niveles de explotación y pobreza vividos hace siglo y medio o de las indecibles penurias que sigue padeciendo la clase trabajadora en el resto del mundo. Esa suerte de prosperidad relativa (Homero Simpson -ícono por antonomasia del obrero estadounidense- vive con cierta comodidad, no pasa hambre), en principio aleja de la revolución. Y los sindicatos, otrora combativos elementos anti-sistémicos, fueron convertidos gradualmente en cómplices de la clase dirigente, quitándoles toda característica combativa. Dato a tener en cuenta: curiosamente, las revoluciones socialistas triunfantes durante el Siglo XX surgieron todas de países básicamente rurales (la Rusia zarista, China y su secular atraso, Vietnam, Nicaragua, Cuba (el burdel estadounidense en el Caribe), todas naciones subdesarrolladas con escasa clase obrera industrial urbana). 

Sin dudas, sigue habiendo proletarios, trabajadores fabriles por infinidad de lugares en el planeta, con grandes concentraciones industriales y enormes unidades productivas (por ejemplo China). Pero junto a ello, esos “marginales” de tiempo atrás pasaron a ser elemento fundamental de la composición social actual. Las barriadas “marginales” crecen cada vez más, así como sus poblaciones. Eso fue lo que llevó a Fidel Castro a preguntarse: “¿Puede sostenerse, hoy por hoy, la existencia de una clase obrera en ascenso, sobre la que caería la hermosa tarea de hacer parir una nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos económicos para comprender que esta clase obrera -en el sentido marxista del término- tiende a desaparecer, para ceder su sitio a otro sector social? ¿No será ese innumerable conjunto de marginados y desempleados cada vez más lejos del circuito económico, hundiéndose cada día más en la miseria, el llamado a convertirse en la nueva clase revolucionaria?.

En sentido estricto, el proletariado industrial no desaparece. Aunque la robotización eliminó numerosísimos puestos de trabajo en los países capitalistas llamados “centrales”, y la mal llamada “deslocalización” llevó fábricas del Primer Mundo a la periferia, donde hay salarios mucho más bajos, falta organización sindical, ausencia de controles medioambientales y enormes facilidades tributarias, la clase trabajadora ahí está, produciendo la riqueza del mundo. Pero sí ha crecido en forma exponencial ese sector que, agudamente, Frei Beto llamó “pobretariado”, así como las barriadas donde se ubica en las megápolis del Tercer Mundo. 

En términos generales, lo que en un tiempo era “marginal” hoy pasó a ser “normal”. Ahora bien: si es un sector tan importante en la dinámica social de la actualidad, si allí anida un fermento fundamental de nuestros tiempos, las izquierdas deberían trabajarlo, acercarse, involucrarse. Pero parece que las iglesias evangélicas fundamentalistas ya lo han hecho antes. 

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