¿Cómo lidiamos entonces con la certeza de la mortalidad? De lo observado en más de cien días de esta pandemia, lo más importante e inmediato ha sido conservar nuestra salud, la de los seres queridos y la comunidad que nos rodea.
Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina
Todo está en movimiento, algo también obvio. Y sin embargo, el tiempo parece detenido, como si este presente ominoso intentara borrar el pasado, pero mucho más el futuro. Un futuro difícil de imaginar porque el encierro prolongado dificulta proyectar tanto lo colectivo como lo individual. Futuro personal que como nunca ha impuesto su finitud, ha convocado la inevitable muerte. Instancia mediata que involucra reflexionar sobre el sentido o sinsentido de la vida. Pero no de la vida en general, sino la propia.
¿Cómo lidiamos entonces con la certeza de la mortalidad? De lo observado en más de cien días de esta pandemia, lo más importante e inmediato ha sido conservar nuestra salud, la de los seres queridos y la comunidad que nos rodea. Salud y afectos se nos revelaron como el mayor tesoro, los que estaban escondidos en un entramado de bienes superfluos propios del consumismo material en el que estamos inmersos cotidianamente. Pero lo que surgió con fatal evidencia es la horrorosa y perversa desigualdad entre los hombres. Unos sumidos en el desafiante despilfarro en paraísos y miles de millones apretujados, sumidos en el hambre y expuestos al contagio incontenible. Vergüenza imposible de describir e ignorar. Fracaso evidente de visión e intervención en el mundo.
El ocaso del antropoceno es una crónica anunciada desde hace varios siglos, el dominio de la naturaleza ha sido la trampa a la soberbia de la razón cartesiana. El sistema de producción, distribución y comercialización de bienes y servicios que persigue el lucro, estimuló la competencia y la explotación. Regiones y millones de seres humanos fueron y son esclavizados en nombre de la civilización por una minoría privilegiada, autora del relato histórico y el establecimiento del orden social imperante. Y en ese orden se trazaron los límites de lo normal permitido y lo no permitido, dejando tuerta a la justicia para inclinar la balanza a favor. Se endiosó al dinero, lo fundió a la existencia conformando un contrasentido ético y ontológico.
La filósofa Esther Díaz agrega: “La razón de la ética es la vida y sin vida no hay economía. Por supuesto que quienes transmutaron los valores no piensan arriesgar sus propias vidas. El amo viaja en autos desinfectados, (sin importar) ¿quién pone el cuerpo en transporte público?”[1]
El patriarcado blanco dominante creó las normas y construyó el estrecho pasillo por donde debían circular los pobres, las mujeres, los raros, los enfermos, los discapacitados, los viejos como en la antesala de la exclusión. Un purgatorio profano de encierro, reducido a cárceles, manicomios o antiguos leprosarios.
Sin embargo, de aquellas categorías foucaultianas, surge en la emergencia el hospital y el sistema centralizado de salud como tabla de salvación de los contaminados con el malvado virus que se mantiene impoluto.
Como diosa triunfante ha reverdecido la naturaleza agónica ante la ausencia humana. El individualismo acérrimo dificultó salidas colectivas. En ese mundo vertido al exterior, al afuera, la introspección ha estado ausente, sobre todo por las responsabilidades que nos caben a cada cual.
Observar el camino recorrido hasta esta instancia crucial y determinante. En definitiva, si ha valido la pena vivirla de esta manera y no de otra, equivocados o no. Si estuvimos a la altura de los desafíos de la época, más allá de los resultados obtenidos. Si lo hicimos conforme a nuestras creencias y convicciones. Si al menos, como testigos de un momento histórico, fuimos partícipes de los sueños y aspiraciones generacionales, con los medios a disposición; aunque muchas veces la búsqueda de los mismos nos llevara los mejores esfuerzos. Y, sobre todo, si pusimos toda la energía y pasión exigida. Cuestión que otorgaría justificación y dignidad al esfuerzo realizado, a la vida vivida y su correlativa dignidad, al decir de la querida e inolvidable, Eladia Blázquez: honrar la vida.
No es fatalismo ni pesimismo. Es una simple conjetura propia de la realidad a la que nos enfrentamos en esta singular pandemia. No hay que ahondar en su comprobada singularidad dada por su extensión y simultáneas consecuencias que obligaron y obligan al confinamiento obligatorio y prolongado en todos los países. Porque semana a semana nos indica que hay que reforzar las medidas por la cantidad de nuevos contagios que se van sucediendo.
Apostamos a la respuesta de la ciencia que trabaja denodadamente en encontrar vacunas y remedios. Nunca tantos científicos e investigadores en todo el mundo han estado abocados a la búsqueda de soluciones para el mismo problema. Hecho único e incomparable.
Hay una gran experiencia en la lucha contra las enfermedades infecciosas desde la peste negra del siglo XIV en adelante, así como también de observar la recomendación de mantenerse alejados de los contagiados y la necesidad de establecer cuarentenas para evitar su expansión. La osadía humana aliada al progreso del transporte marítimo y el movimiento en los puertos en torno al encuentro de los continentes, pusieron en marcha grandes migraciones, las que soportaron sucesivas medidas de este tipo para evitar la difusión de malaria, viruela, fiebre amarilla, cólera o las diversas gripes, por citar algunas de las más conocidas plagas que portaban los pasajeros.
No obstante, la creciente movilidad masiva de las personas facilitó también la expansión de la enfermedad respiratoria presente y, aunque haya resistencia a volver a los vuelos intercontinentales, es muy probable que nuevamente nos volquemos a ese medio tan rápido y eficaz.
Sabemos también que siguen otros virus dando vuelta y posiblemente nos remitan a nuevos encierros y controles masivos como el que ahora hemos tenido por el coronavirus. No lo sabemos. Pero todo indica que si conserva las características de éste, volveremos a recluirnos.
Mientras tanto recurrimos a diversas añagazas para entretener la mente. Fantaseamos en la dinámica inmóvil en que estamos inmersos. Intentamos sacarnos el temor que nos corroe cada salida e intentamos disimularlo como si no estuviéramos en peligro, como si todo fuera parte de una broma pesada no aceptada. No soportamos la cruda verdad que está en las calles. El helado rostro de la muerte puede sorprendernos a la vuelta de la esquina y frente a ella, cada uno recurre a lo que sea. Los creyentes a la oración, los no creyentes a artilugios racionales, los budistas se aferran a que todo es transitorio, los más deambulan por el mundo ausentes a la novedad, preocupados como están con su día a día. Todo vale cuando todo carece de valor, salvo la vida.
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