sábado, 28 de noviembre de 2020

Maradona como símbolo

 Maradona ha muerto. Se va el díscolo y rebelde; el ídolo de multitudes, el de la gambeta imparable y la famosa “mano de Dios”; el Maradona que se le plantó a esa mafia que dirige la FIFA y acompañó las mejores causas de Nuestra América. 

Rafael Cuevas Molina/presidente AUNA-Costa Rica


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Poco se puede decir después de los ríos de tinta que han corrido exaltándolo o denostándolo; de alguien del que todo mundo tiene algo que decir, cultos e incultos, ricos o pobres, jóvenes o adultos, mujeres y hombres. No murió un escritor querido o famoso, quien por mucho que tuviera un círculo de seguidores o admiradores no tocaría a quienes solo tienen la televisión o, ahora, el celular para ir más allá de su estrecho círculo cotidiano. Murió alguien que atrajo la atención de todos y que desató las emociones más profundas con sus triunfos y sus derrotas; un hijo de las barriadas bonaerenses, un “cabecita negra”, como llama la oligarquía argentina a los de abajo, sintetizado en esa expresión la explotación propia de nuestra realidad colonial.
  

Un millón de personas se aproximarán a la Casa Rosada y tratarán de desfilar, para verlo, por el vestíbulo en donde en la era de los Kirschner se creó la galería latinoamericana, la que Mauricio Macri mandó a desmantelar horrorizado de verse rodeado de tanta gente digna. Ahí estará bien ubicado, entre los suyos, a cuyo círculo accedió por sus posiciones dignas en estos tiempos de pelea y confusión en los que nos ha tocado vivir.

 

A pesar de su popularidad socialmente transversal, los que desfilan en el vestíbulo de la casa de gobierno argentina son sus congéneres, los que lo vieron correr y embarrialarse en las canchitas de tierra y llenas de pedruscos de las villas bonaerenses, los que tocaron el cielo con las manos viéndole las filigranas en los céspedes mejor cuidados del planeta, y que sentían con sus triunfos una reivindicación frente a los que siempre los vieron sobre el hombro. 

 

Para los argentinos, que sufrieron la derrota y la humillación de las Malvinas, que vivieron la prepotencia imperial de los británicos, el corre corre de quienes debieron solidarizarse con ellos, ninguna victoria más dulce, más anhelada y más celebrada que la de los cuartos de final de la Copa del Mundo ante la selección inglesa en México 86. Pocos en el planeta no han visto una y otra vez, repetida hasta el cansancio, aquella corrida imparable en la que fue dejando por el camino un reguero de contrincantes hasta desembocar en el gol. Y luego, como broche de oro, la famosa “mano de Dios”, en aquella época en la que aún no existía la sofisticación del VAR y que le dio la victoria a la Argentina. Ese partido habría bastado para que pasara a la historia, para que no se le olvidara nunca y para que ante su féretro desfilara la multitud que hoy desfila.

 

Pero, más allá del héroe deportivo, Diego Armando Maradona fue un claro e inclaudicable “izquierdista”, como él mismo se definía, y no tuvo empacho no solo en proclamarlo sino en hacer lo posible porque los proyectos nacional populares del continente salieran adelante. Estuvo, sin vacilar y con decisión, con todos los que tenía que estar, con los agredidos, los bloqueados, los estafados, los humillados y los ofendidos. Se declaró fidelista, chavista y sandinista; admirador de Evo, de Lula y de los Kirschner y estuvo al lado de quienes, desde Mar del Plata, en la Cuarta Cumbre de las Américas, le pusieron un alto al ALCA que tan desconcertadamente el presidente Bush vio desbarrancarse en sus narices. 

 

Y para culmen de una vida como esa, Diego Armando Maradona muere el mismo día en que, cuatro años antes, murió su querido Fidel, otro gigante llorado por todo su pueblo, despedido multitudinariamente y recordado, como también será recordado él, otro símbolo de la dignidad nuestroamericana.

 

La prensa cartelizada ya está sacando al sol los trapos que dan cuenta que Diego Armando Maradona cayó preso de la adicción a las drogas que, tal vez, fueron las que minaron su organismo y, al final, lo llevaron a la muerte. Se ceban en las sombras de la vida del que pasó por nuestro tiempo como un cometa desbocado en la inmensidad de la noche. Independientemente de su mezquindad, así lo recordará la historia: como uno más de los que, en el momento preciso, supo estar a la altura de los tiempos. Todo un símbolo. 

 

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