El escenario internacional es el espacio en el cual Washington cimenta sus posibilidades de mantener la hegemonía global, habida cuenta que el sistema capitalista imperante no ofrece soluciones para enfrentar y derrotar la crisis.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Para Con Nuestra América
Desde Caracas, Venezuela
Solo la responsabilidad de los estadistas podría evitar que se llegue a esta situación. El pasado 14 de diciembre los presidentes Vladimir Putin de Rusia y Xi Jinping de China sostuvieron una conversación telefónica en la que establecieron nuevos parámetros para una alianza estratégica que se transforma en el principal instrumento con que cuenta la humanidad para garantizar la paz, enfrentar exitosamente la pandemia y avanzar hacia el desarrollo en un mundo sustentable.
Sin embargo, la difícil situación interna de Estados Unidos que el presidente Biden no ha podido enfrentar con éxito, conspiran con el espíritu pacifista de la mayor parte de la humanidad. El fracaso de Biden en el manejo de la crisis migratoria, su incapacidad para generar los consensos necesarios que le permitan dar respuesta a la crisis económica y la ineficacia de las medidas anti pandemia, han conducido a una caída estrepitosa de la popularidad del presidente con todas las repercusiones que tal situación conlleva, cuando en noviembre de 2022 se realizarán las elecciones de medio término que podrían llevar al fin del control de los demócratas de la Cámara de Representantes y de la paridad existente en el Senado, que no obstante no han permitido una actividad parlamentaria que apoye la gestión de la Casa Blanca. Una derrota de los demócratas –que la mayoría de los analistas estadounidenses ya está augurando-, profundizará la crisis de gobernabilidad del país.
En ese contexto, el escenario internacional es el espacio en el cual Washington cimenta sus posibilidades de mantener la hegemonía global, habida cuenta que el sistema capitalista imperante no ofrece soluciones para enfrentar y derrotar la crisis. Contrario a lo que se puede suponer, una mirada somera al planeta aporta evidencias suficientes para apuntalar esta idea.
En la confrontación con China que Washington planteó desde comienzos de siglo y que el presidente Trump escaló hasta niveles indecibles, el retroceso en materia tecnológica, científica, militar, económica, financiera y en el ámbito de salud para enfrentar la pandemia, es más que notorio. Mientras China muestra éxitos sucesivos en estos aspectos, Estados Unidos se debate en continuos problemas que no puede resolver. Otro tanto ocurre con Rusia, sobre todo en materia militar y diplomática. En esta medida, como la fuerza ya no le alcanza para sostener amenazas creíbles ante países y pueblos que se resisten, los líderes estadounidenses esbozan una retorica militarista y agresiva que pretende mantener los niveles de conflicto necesario para que las ventas de armas nutran su debilitada economía.
La firme respuesta del presidente Putin y del general Serguéi Shoigú, ministro de defensa de Rusia ante las provocadoras acciones de Estados Unidos y la OTAN en la frontera occidental de su país, dan cuenta de la voluntad de Rusia de resistir por cualquier vía una agresión que intentara Occidente para sacudirse de sus propios fantasmas. En este escenario, Europa dejó de ser un actor autónomo. Aunque algunos de sus líderes hacen denodados esfuerzos para constituirse en un bloque con iniciativa propia e independencia para pensar y actuar, sus élites decidieron desdibujarse de forma definitiva para subordinarse desembozadamente a Estados Unidos, jugando el vergonzoso papel de cabrona en esta película de terror.
Suponer que el pueblo y el ejército que derrotó a Napoleón en el siglo XIX y a Hitler en el XX, pueda ser vencido por un casi demente Biden en el XXI no deja de ser una quimera irrealizable, sobre todo cuando se conoce el deplorable estado en que se encuentran sus fuerzas armadas. Es de esperar que tal como ha venido ocurriendo en tiempos recientes, si se llegara a un conflicto bélico, Estados Unidos sacrificará a sus “aliados” europeos para que ellos hagan la guerra que Washington no puede, para la que además, seguramente recurrirá también al concurso de mercenarios y soldados de fortuna que ya han comenzado a concentrar en Ucrania como lo denunció el general Shoigú hace unos días.
Es de tal dimensión, la orfandad de liderazgo de Estados Unidos que le Casa Blanca, organizó una payasesca “Cumbre por la Democracia” con la que pretendía relanzar a Biden como líder mundial, convocando para ello a amigos y aduladores ante su incapacidad real de ejercer tal liderazgo a pesar de una retórica de fuerza que suena hueca y descontextualizada provocando el rubor y la desconfianza incluso de los militares y el Pentágono que continuamente deben “aterrizar” al ocupante de la Casa Blanca respecto de la realidad circundante, sobre todo en términos estratégicos.
En Asia, la errática política de Washington de buscar aliados contra China se topa con los ostensibles avances de los mecanismos de cooperación e integración en materia económica y financiera, de infraestructura y de seguridad impulsados por China que tiene en el Cinturón y la Ruta de la Seda su expresión más alta. Al contrario, las iniciativas implementadas por Estados Unidos se circunscriben casi exclusivamente al ámbito militar. A pesar de las controversias en el mar meridional de China que se encuentran en el terreno de las negociaciones, Washington no ha logrado consolidar un bloque amplio y numeroso que supere la paulatina proyección que la Organización de Cooperación de Shanghái liderada por China y Rusia ofrece a sus miembros en materia de seguridad y convivencia pacífica. No obstante, el apoyo de Estados Unidos a la independencia de Taiwán y su creciente presencia militar en aguas cercanas a China generan una situación de tensión que preocupan a toda la humanidad. Pero, salvo la subordinación de Japón y Australia, Washington no tiene mucho que mostrar en esta región.
En África, la situación es extrema. Estados Unidos y sobre todo la OTAN (en la que Francia ha tenido una participación principal) sólo ha ofrecido militarización y guerra sin brindar alternativas reales para combatir la marginación, el hambre y la pobreza, además en los dos últimos años no ha entregado -a pesar de las promesas-una ayuda real para luchar contra la pandemia. Los vínculos progresivos entre China y África conceden -por el contrario- opciones positivas para resolver los grandes problemas que el continente ha heredado de siglos de colonialismo depredador.
Por otra parte, 2021 ha sido testigo de la colosal derrota de Estados Unidos y la OTAN en Afganistán y su vergonzosa huída de ese país. De igual forma deberá salir más temprano que tarde de Irak y de Siria ante la repulsa por sus ilegales acciones en esos países donde son rechazados por los pueblos, los gobiernos y los parlamentos. La configuración de su presencia en la región sustentada en su alianza con Israel y Arabia Saudí que actúan como portaviones en la aplicación de su política, hace aguas ante el paulatino aumento del prestigio de Irán, que no ha podido ser derrotado ni destruido y que se ha transformado en el eje articulador de la resistencia anti sionista, anti imperialista y anti colonialista. La insostenible guerra saudí contra Yemen es expresión de la crisis de una monarquía desprestigiada que solo se sostiene por el apoyo que le da Occidente avalando violaciones a derechos humanos y evitando emitir opinión –como sí lo hace en otros países- ante la inexistencia de las normas más elementales de funcionamiento democrático. De continuar la guerra, Arabia Saudí firmará su acta de defunción como actor relevante en la región.
En este contexto, la gran reserva que aún conserva Estados Unidos y que forma parte del mantenimiento de su estabilidad estratégica es el control de América Latina y el Caribe a la que sigue considerado su patio trasero. Sin embargo, tras un lustro de éxitos iniciados en 2015 con la derrota del peronismo en Argentina, la destitución de Dilma Rousseff y la prisión de Lula en Brasil, la traición de Lenin Moreno en Ecuador, el golpe de Estado contra Evo Morales en Bolivia, la pérdida del gobierno del Frente Amplio en Uruguay, entre otras acciones, en el último año se ha venido manifestando una nueva correlación de fuerzas en la región que se ha visto sustentada en la resistencia de Cuba, Nicaragua y Venezuela, el regreso al poder del MAS en Bolivia y del peronismo en Argentina y sobre todo la victoria de la izquierda que llevó a Andrés Manuel López Obrador en México señalando un camino distinto al que Estados Unidos planeaba para la región. Durante este año, los sandinistas se confirmaron en el gobierno de Nicaragua mientras que candidatos progresistas triunfaron en Honduras, Perú y Santa Lucía, al mismo tiempo que Barbados se desprendió de la subordinación poscolonial de Gran Bretaña, transformándose en república y designando a Sandra Mason como su primera presidenta.
Estos cambios provocaron entre otras situaciones importantes para la región, la revitalización -bajo impulso de México y del presidente López Obrador- de la Celac como órgano abarcador de la necesidad integracionista de la región. Este proceso, por sí mismo, entra en contradicción con la impronta intervencionista de la OEA que este año mostró franco retroceso en cuanto a su protagonismo. De igual manera, el Grupo de Lima, creado para legitimar el derrocamiento del presidente Maduro ha entrado en proceso de enfermedad terminal que augura pronta muerte natural si es que ya no se ha firmado formalmente un acta de defunción que Canadá intenta evitar actuando como desvergonzada súbdita de Estados Unidos.
La situación más triste y lamentable en la región es la que vive Haití sometido por dos siglos a la venganza colonial de Europa y a la depredación imperial de Estados Unidos. El asesinato de su presidente y la incapacidad gubernamental por encontrar vías de superación para los múltiples desastres naturales y políticos que lo aquejan son expresión de una situación en la que se muestra con total desparpajo la brutalidad del capitalismo y la procacidad de las élites políticas del continente que se hacen de la vista gorda ante la terrible situación de un país hermano, cuna de la libertad y la independencia en la región.
El año 2022 estará marcado por elecciones presidenciales en Colombia, Costa Rica y Brasil. Sobre todo estas últimas tendrán influencia transcendente en toda la región y en el mundo. Un eventual triunfo de Lula, colocará en 2023, por primera vez en la historia a los dos grandes de la región: México y Brasil, en sintonía de intereses que indudablemente confluirán a favor de una integración latinoamericana y caribeña que no será del agrado de Washington y que pondrá a la región en condición de ser un actor relevante en el sistema internacional en el corto plazo, con posibilidades de proyección futura si los pueblos son capaces de sostener y profundizar la tendencia que ha señalado la ruta de la independencia, la soberanía y la cooperación para buscar soluciones a los problemas comunes que aquejan a todos.
Twitter:@sergioro0701
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