Las variadas formas de las economías populares fueron subvaloradas -y hasta despreciadas- por los grupos dominantes, que las consideraron dignas de esferas “bajas” y de vida ajenas a sus valores, posición social y costumbres.
Juan J. Paz-y-Miño Cepeda / www.historiaypresente.com
La conquista y colonización de América alteraron las economías de las poblaciones aborígenes. Durante la época colonial se impusieron tanto la jerarquización social asentada sobre la explotación brutal de la fuerza de trabajo indígena, como la marginación de las economías populares que surgieron. Interesaban las distintas actividades de valor mercantilista para la Corona y los blancos hegemónicos. Y nacieron las bases estructurales heredadas por los nuevos Estados latinoamericanos, una vez alcanzadas sus independencias.
Mientras en el siglo XIX se consolidaron las economías de las clases dominantes en torno a la producción agrícola, ganadera y minera, el comercio externo, los bancos y cajas de ahorro, y todo ello en manos de poderosos y reducidos clanes familiares, las economías populares adquirieron una serie de características propias en cada país latinoamericano. Entre tantas formas de producción, comercio y supervivencia, me referiré a la producción comunitaria, la de los hogares pobres y medianos, las artesanías y los productores e intermediarios autónomos.
A pesar del sometimiento, la vida comunitaria indígena en México, Guatemala o los países andinos (especialmente Bolivia, Ecuador y Perú), no logró ser destruida totalmente. Se conservaron allí las relaciones de reciprocidad. Las comunidades poseían tierras y recursos, pero durante la vida republicana continuó el despojo en beneficio de las haciendas, estancias y plantaciones. Miembros de las comunidades acudían a ferias locales y regionales para vender productos, aunque a menudo esa circulación de bienes quedó en manos de intermediarios, que podían constituir largas cadenas. El trabajo en las haciendas no solo fue personal, sino que incluyó a las familias indígenas que realizaban distintas tareas. El empleo del trabajo colectivo (como la minga -o minka– en los Andes) fue aprovechado incluso por el Estado. La alimentación, el vestuario y aún la vivienda básica fueron proporcionados por las comunas y comunidades, que complementaban lo poco que los “patrones” entregaban a sus peones, sometidos a variados sistemas de servidumbre que perduraron hasta mediados del siglo XX. Artesanías comunitarias, como los textiles, se basaron en métodos y tecnologías tradicionales. La economía comunal era básicamente agraria y mínimamente ganadera, exceptuando Argentina, donde los gauchos sostuvieron la ganadería.
La economía comunitaria vivió en forma paralela a la economía terrateniente. La supervivencia marcó la vida interna, que incluyó fuertes lazos culturales, identidades, costumbres, rituales y gobierno. Cuando fue inevitable, la vida comunitaria se inscribió en las haciendas. Pero la economía indígena siempre lució como rémora del pasado para las elites del poder, literalmente “propietarias” de la vida política nacional y del destino de sus habitantes.
Los hogares pobres y medianos de los pueblos y ciudades lograron sobrevivir con la producción de bienes destinados a mercados usualmente restringidos. La producción central fue la de alimentos naturales o preparados para la venta directa o la entrega a los tenderos y distribuidores. Consistían en dulces y melazas, panes, pastas y tortas, elaborados de cereales, bebidas y refrescos, carnes variadas, maíz y sus elaborados, papas o cualquier otro producto. También se hacían bordados, tejidos y ropas. La economía hogareña, practicada en todos los países, ayudaba al sostenimiento familiar, incluso cuando algún miembro (normalmente el padre) obtenía cierto empleo que regularizaba los ingresos.
Las artesanías tienen larga tradición en la historia de América Latina, que puede remontarse hasta la época aborigen, cuyas cerámicas, por ejemplo, se conservan en museos de todos los países. Los oficios republicanos eran múltiples: carpinteros, herreros zapateros, peluqueros, curtidores, tejedores, sombrereros, ceramistas, joyeros, alebrijes, herreros, ladrilleros, pedreros, etc. y también otros que resultaban verdaderos artistas de la escultura, pintura o la construcción. Las artesanías respondieron a dinámicas familiares o a la del maestro y sus ayudantes o aprendices. Se mantuvieron hasta cuando el desarrollo industrial del siglo XX y las importaciones de bienes industriales, arrasaron con una serie de productores. Existieron gremios artesanales desde la época colonial. Entre las mutualidades y los gremios nacieron las primeras luchas y demandas de las incipientes clases obreras, a inicios del siglo XX.
Productores e intermediarios hubo tanto en el sector rural como en el urbano. Los arrieros, por ejemplo, transportaban bienes entre regiones. En las ciudades se hallaban personas que ofrecían sus servicios para cualquier “trabajo” en las casas, para el transporte de bienes (cargadores), cuidado de solares, labores en los puertos (estibadores) o actividades coyunturales. A menudo las leyes policiales contra los “vagos” perseguían a quienes no se ofrecían a realizar cualquier tarea. La servidumbre doméstica (esclavas afrodescendientes hasta mediados del siglo XIX) aumentaba en número según el “abolengo” de la familia empleadora y las mujeres dedicadas a este oficio predominaron sobre los hombres. Así, los pobladores obtenían mínimos ingresos para la vida diaria. Todos esos sectores se readecuaron con el desarrollo capitalista, integrando los grupos de “marginales” e “informales”. Hacinamiento, barriadas pobres, suburbios, han resultado espacios que crecieron ante la incapacidad estructural de los Estados y de la empresa privada para generar más empleo para la población. Y resulta atrevido que el romanticismo económico neoliberal bautice como “emprendedores” a personas que apenas sobreviven del sinnúmero de actividades informales que generan.
Las variadas formas de las economías populares fueron subvaloradas -y hasta despreciadas- por los grupos dominantes, que las consideraron dignas de esferas “bajas” y de vida ajenas a sus valores, posición social y costumbres. La política, en manos de los clanes despóticos, tenía que observar y privilegiar las demandas de los poderosos. El Estado, orientado por los supuestos de la “libertad privada”, poco hizo, exceptuando aquellos gobiernos que adelantaron algunas obras o crearon ciertos servicios públicos. Hasta bien entrado el siglo XX la mayoría de países latinoamericanos eran pobres y atrasados, las poblaciones indígenas seguían miserables y las economías populares continuaban rutinarias y tradicionales. Ecuador fue uno de los países más atrasados en Sudamérica hasta inicios de la década de 1970.
Esas realidades daban cuenta de sociedades latinoamericanas con amplias relaciones precapitalistas que convivieron y se articularon con las formas capitalistas en otros sectores. Sobre la base de las antiguas economías populares nacieron las nuevas formas de economía popular, social y solidaria del presente, que conviven con las grandes economías empresariales. Los estudios y estadísticas sobre el tema son escasos y su pasado poco esclarecido. Pero es importante seguirlas para comprender su evolución y su dinámica, a fin de poder guiar políticas de desarrollo económico social y no exclusivamente empresarial. Además, esa historia del pasado al presente niega las teorías económicas nacidas en los países de capitalismo central, que creen en las “decisiones racionales” para el “éxito”, confían en las “capacidades” individuales, alaban el “emprendimiento privado”, suponen mercados “perfectos” o consideran que el “goteo” de la riqueza es posible aún cuando existen dos terceras partes de las poblaciones latinoamericanas que hoy poseen empleos precarios, están en el desempleo o forman parte del extendido sector de “subempleados”. El neoliberalismo latinoamericano no tiene una sola respuesta viable para el desarrollo y bienestar de quienes se localizan en el sector de las economías populares.
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