Cuanto más pequeño es el viajero más fácilmente pasa las barreras, y el virus se filtró por todas partes con una eficiencia que les hace honor a todos nuestros avances: el de la velocidad, el de la comunicación, el de la igualdad, el de la globalidad. El virus mostró sus credenciales modernas: veloz, omnipresente, igualitario, “viral” y universal.
Metrópolis sin gente, cielos sin aviones, la lógica implacable de la realidad detenida bruscamente por una ansiosa alarma planetaria… no dejó de ser un alivio en medio de la angustia y aun del pánico descubrir que el mundo puede cambiar de la noche a la mañana, que hay cosas sorprendentes e imprevisibles que pueden ocurrirle de pronto, no a los individuos como es costumbre, sino a la humanidad.
Ese invento antiguo y creciente, la globalización, nunca se había hecho sentir de un modo tan vasto y unánime. Es verdad que vivimos ya una cultura mundial, unas costumbres harto homogéneas, pero la mezquindad de los poderes y la arbitrariedad de los Estados siguen manteniendo bien trazadas sus fronteras para los débiles y sus murallas para los desesperados. Esas fronteras por las que pasan con la misma libertad los pájaros y los capitales, siguen cerradas para los seres humanos cuando no los lleva la opulencia sino la necesidad.
Pero cuanto más pequeño es el viajero más fácilmente pasa las barreras, y el virus se filtró por todas partes con una eficiencia que les hace honor a todos nuestros avances: el de la velocidad, el de la comunicación, el de la igualdad, el de la globalidad. El virus mostró sus credenciales modernas: veloz, omnipresente, igualitario, “viral” y universal.
Nos recordó que esta civilización es un gigante de pies de barro, nos separó físicamente y nos unió de un modo fantasmal, nos recordó, como decía el poeta, que “la muerte a todos nos saluda sin cortesía”. Por unos días logró que el mundo dejara de ser la feria de vanidades de la especie humana, y hasta insinuó una edad en que volvían a ser libres y visibles los ciervos y los osos, todas esas criaturas que hace siglos viven a la defensiva, escondidas y sitiadas por eso que llamaba Álvaro Fernández Suárez “la terrible mirada del hombre”.
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