Hoy día, aprendiendo de la historia, el capitalismo como sistema global se ha “perfeccionado”. Ya no pone el primer acento en la represión sangrienta abierta, sino que delinea métodos menos cruentos, y quizá más eficaces: la guerra mediático-psicológica y la guerra legal (lawfare).
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Todo el capital de nuestros banqueros, comerciantes, fabricantes y grandes terratenientes no es más que el trabajo acumulado no remunerado de la clase trabajadora.”
Federico Engels
“De la ejecución extrajudicial y la desaparición forzada se ha pasado al asesinato moral mediante el linchamiento mediático y también al asesinato judicial.”
Carlos Figueroa Ibarra
Nada es eterno…, pero el capitalismo quiere parecerlo. No ha habido nunca en la historia de la humanidad un modo de producción que se haya perpetuado eternamente; todos caen, se transforman y son superados por otros nuevos, que amplían las posibilidades humanas. El llamado “comunismo primitivo” (la precaria subsistencia de la especie como cazadores/pescadores y recolectores, que luego de incontables milenios llegó a dominar el fuego) se extendió por dos millones y medio de años. Desde las cavernas y la dificultad de sobrevivir, debieron pasar inconmensurables tiempos para llegar a la agricultura.
Más o menos en distintas partes del planeta, por donde se había esparcido ya la especie humana, entre 10,000 y 8,000 años atrás apareció la agricultura con la posibilidad de producir un excedente, y los pueblos se fueron haciendo sedentarios, desarrollando luego la ganadería. Como eso sucedió más o menos al unísono en distintas latitudes, puede concluirse que los seres humanos somos muy iguales en todas partes. No hay nadie superior. En todas las latitudes, ante el miedo a lo inconmensurable, a la naturaleza, a la finitud, surgió el pensamiento mágico-animista, las religiones, la explicación de lo inexplicable. Por cualquier parte del planeta, al unísono más o menos, los humanos hemos hecho -y seguimos haciendo- lo mismo. Creerse que hay “elegidos” evidencia similares fragilidades para todos; las diferencias son los instrumentos con los que resolvemos la vida práctica, que en muchos casos terminan transformándose en símbolos de poder. En el capitalismo, la adoración de los mismos (muchas veces meros oropeles) llegó a niveles inauditos: “La vida se impone: tanto tienes, tanto vales” (Rafael de León).
Las irritantes, a veces repulsivas diferencias sociales que la civilización fue estableciendo, queda claro que son construcciones históricas, por tanto, cambiantes. No hay “razas superiores”; es hora ya de desechar de una buena vez por todas esa irracional y repugnante idea. Todos los seres humanos más o menos hacemos las mismas cosas, sufrimos y nos alegramos con lo mismo, nos asustamos por igual en todas partes y, vistos históricamente, los avances civilizatorios se dan aproximadamente al mismo tiempo en todos los pueblos: todos llegaron más o menos al mismo tiempo a dominar el fuego, a la agricultura, al manejo de los metales, a la vida sedentaria. En el lapso de 100 o 150 años (desde 1940 en adelante), en distintas partes del mundo se alcanza la fisión nuclear o se lanzan artefactos al espacio (Estados Unidos y la Unión Soviética iniciaron esto; hoy día países africanos ya lo están logrando). Y más o menos al unísono se consiguen similares cambios culturales en todos los rincones; por ejemplo, la apertura en relación a la vida sexual (no pasará más de un siglo en que las hoy las más cerradas sociedades homofóbicas integren en su cotidianeidad el matrimonio igualitario. Inglaterra, hasta 1967, lo tenía legalmente prohibido. ¿Con qué derecho se arroga la condición de “civilizada” y “superior” entonces, mientras mantiene una medieval y parasitaria monarquía?). En definitiva (el desciframiento del genoma humano lo permitió ver con absoluta claridad), todos los habitantes de esta especie que llamamos ser humano, en un sentido, somos exactamente iguales. En eso coinciden el materialismo histórico y el psicoanálisis. Repetir la extravagante idea de “raza superior”, de “jardín florido” versus “jungla” (como dijo un “muy civilizado” funcionario de la Unión Europea), o la de “países de mierda”, como dijera el presidente de una potencia capitalista “importante”, es, además de inmoral, una total y absoluta patraña sin el más mínimo asidero.
Todas las formaciones económico-sociales conocidas hasta ahora evolucionan y se transforman. Así pasó en el llamado modo de producción despótico-tributario, con el esclavismo, con el feudalismo. Dirá Marx en un pasaje histórico de 1859, preámbulo de Das Kapital que ya empezaba a bosquejar: “El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general. No es la conciencia del ser humano la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. Al llegar a una fase determinada de desarrollo las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social.” El actual sistema, el capitalismo, como toda formación anterior, lleva en sus entrañas las semillas de su destrucción. Pero -lo vemos, lo sufrimos- se demora en caer. Más aún: se muestra muy fuerte, no hay señales de agonía por ningún lado. Si a inicios del siglo XX se presumía ya el paso al socialismo -y ahí estaban las primeras experiencias socialistas con Rusia y China, más otras que se irían sumando- hoy, primeras décadas del siglo XXI, nada augura su pronta caída. “Los muertos que vos matáis, gozan de buena salud”, se podría decir, remedando ese anónimo español.
El capitalismo, sin ninguna duda, ha aprendido la lección de sobrevivencia. Y la aprendió muy bien. En sus largos siglos de existencia superó exitosamente crisis económicas, revoluciones socialistas, Guerra Fría, organización sindical, movimientos alternativos, pandemias… En realidad, no se lo ve agotado. Si se pudo decir que el neoliberalismo -versión corregida y aumentada del liberalismo clásico, explotación inmisericorde sin anestesia- había fracasado, eso fue solo el deseo (quizá desesperado) de ver el final del sistema capitalista. No está agotado, no fracasó; las élites a las que favorece no pueden decir que estén fracasadas. Nosotros, el campo popular, es el que está golpeado, diezmado, sin rumbo claro en este momento. De hecho, el sistema capitalista se volvió un viejo mañosoque “se las sabe todas” y no está dispuesto en lo más mínimo a desaparecer. Su arsenal de recursos para seguir dándose vida es casi interminable, y lo renueva continuamente.
A todo intento de transformación, el sistema siempre le opuso la violencia. A sangre y fuego acalló las primeras protestas obreras en Europa, luego en Estados Unidos -las primeras potencias en desarrollarse con este modelo económico-social-, y posteriormente en cualquier parte del mundo. Las conquistas de la clase trabajadora (jornada laboral de ocho horas, beneficios varios, dignificación del trabajo, entre otras) se debieron arrancar con terribles y sangrientas luchas. El capital no está dispuesto nunca, bajo ningún punto de vista, a hacer concesiones: hay que peleárselas a muerte.
Después de varios siglos de sentirse dominador, y habiéndose puesto entre paréntesis las primeras experiencias socialistas del siglo XX, el sistema se siente omnímodo, victorioso. Además, está dispuesto a apelar a cualquier cosa para seguir manteniéndose; si para ello son necesarias las más crueles atrocidades, nada se lo impide cometerlas. Así la historia del capitalismo, más allá de esa deslucida y pusilánime idea que entroniza como sus insignias más elevadas a la “democracia” (representativa, no directa), la “libertad” (¿de empresa?) y la defensa de los derechos humanos, es una interminable sucesión de monstruosidades: proletarizó en condiciones insoportables a grandes masas campesinas de Europa para iniciar su proceso de industrialización, saqueó vilmente todo el continente americano robando materias primas, esclavizó a población negra del África para llevarla por la fuerza al otro lado del mar, diezmó pueblos enteros en todos los rincones del planeta convirtiéndolos en colonias -aberración que se sigue manteniendo al día de hoy aunque pomposamente hable de derechos humanos-, reprimió criminalmente toda protesta popular, hizo de la guerra su negocio más redituable (25,000 dólares por segundo gasta la humanidad en armamentos), utilizó armas de destrucción masiva con total impunidad (bombas atómicas, guerra química y bacteriológica, neuroarmas), mantiene idiotizada a media humanidad con sutiles mecanismos ideológico-culturales por medio de sus instrumentos idóneos, básicamente los medios masivos de comunicación en este último siglo, miente descaradamente, financia dictaduras y ejércitos represores, tortura, secuestra, desaparece gente “indeseable” para su lógica, apoya escuadrones de la muerte y más de alguna otra preciosura, que siempre presenta maquilladamente como “defensora” de un pretendido orden natural que no puede cambiar.
El capitalismo, en cualquier lugar donde se desarrolle, es siempre igual (recordar el primer epígrafe). Las empresas privadas de Rusia, hoy día país capitalista -ya no existe la socialista Unión Soviética- explotan tan aterradoramente como cualquier lucrativa empresa capitalista de cualquier parte del mundo, de Estados Unidos, Japón o Egipto, de Birmania o de México. El capitalismo es capitalismo, y punto. Para muestra, pequeña pero sumamente significativa, lo que hace en la mina Fénix en Guatemala, donde capitales rusos y suizos (empresa Solway Investment Group, con sede en Ginebra y operaciones en Macedonia del Norte, Ucrania, Indonesia y el mencionado país centroamericano) extraen níquel, cobalto, hierro, cromo, magnesio y numerosas tierras raras, desatendiendo los señalamientos de ilegalidad que cometen, reprimiendo la protesta popular con guardias privados y apoyo del ejército nacional -matando a quienes protestan- y contaminando irresponsablemente el medio ambiente de la zona, que luego abandonarán cuando hayan agotado su producción. ¿Puede haber capitalismo “bueno”? ¡Absolutamente imposible! Ni el de Estados Unidos, ni el de Honduras, el de Nigeria o el de Alemania: el sistema se basa en la explotación de quien trabaja (una vez más: revisar primer epígrafe).
El modo de producción capitalista busca generar ganancia a cualquier costo, y nada más. Nada lo detiene en ese afán. Efectivamente, hace lo imposible para que nada cambie. Incluso se permite cambiar superficialmente algunos elementos apuntando a que, en sustancia, nada cambie de fondo: gatopardismo. En esto, más que sociedades anteriores (el esclavismo antiguo, las sociedades agrarias manejadas con látigo y sacrificios humanos, las torturas y ajusticiamientos en plaza pública como mensaje de escarmiento a quien protestara), el capitalismo ha mejorado y hoy día es un maestro en la manipulación de las poblaciones. La represión de la protesta, de todo tipo de protesta que minimice en algo la tasa de ganancia del capital, está a la orden del día. Por eso a cada instante, minuto a minuto, segundo a segundo, el sistema no descansa un momento en la forma de evitar ser cuestionado. La fuerza bruta fue lo dominante: represión policial o de cualquier fuerza estatal (el Estado siempre es un mecanismo a favor de la clase dominante), grupos paraestatales, torturas, golpes de Estado, militares que manejan las cosas dictatorialmente a favor de la oligarquía, fusilamientos con juicios sumarios… Los millones de litros de sangre derramada enlutan la historia del capitalismo, aunque se rasgue las vestiduras hablando de derechos humanos (que, por supuesto, incumple categóricamente).
Hoy día, aprendiendo de la historia, el capitalismo como sistema global se ha “perfeccionado”. Ya no pone el primer acento en la represión sangrienta abierta, sino que delinea métodos menos cruentos, y quizá más eficaces: la guerra mediático-psicológica y la guerra legal (lawfare). De la primera dijo Zbigniew Brzezinsky, famoso ideólogo de los tanques de pensamiento del Norte: “En la sociedad actual, el rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caen fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotan de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”. De la segunda, otro intelectual orgánico del establishment estadounidense, Joel Trachtman, dijo: “la guerra jurídica puede sustituir a la guerra tradicional cuando funciona como un medio que obliga a ciertos comportamientos específicos con menos costos que la guerra cinética, e incluso en los casos en donde la guerra cinética sería ineficaz”. Es evidente que se puede apelar a todo tipo de armas, y a veces, resultan más efectivas las no-letales (véase el segundo epígrafe). Recuérdese que en algún manual estadounidense de contrainsurgencia de la década del 60 del pasado siglo, apenas sucedida la Revolución Cubana, se hablaba de estrategias contrainsurgentes 1) armadas (ejércitos y grupos especializados) y 2) no armadas: la llamada “cooperación para el desarrollo”. Todas, absolutamente todas, herramientas de control social para evitar que algo cambie.
Los sangrientos golpes de Estado de otrora son reemplazados ahora por “sutiles” mecanismos de control, disfrazados muchas veces de loables luchas contra la corrupción. Ahí están las llamadas “revoluciones de colores”, por ejemplo. No hay dudas que la inteligencia del sistema está puesta totalmente en buscar todos los caminos que le permitan sobrevivir, muchas veces tomando la forma de encomiables proyectos justicieros, hablando de derechos humanos y lucha contra las autocracias. ¿Quién podría oponerse a luchar contra la corrupción, por ejemplo? ¿Alguien se acuerda hoy de los Papeles de Panamá? Analizadas en detalle esas iniciativas, son quizá más dañinas que las guerras frontales.
El capitalismo es despiadado, aunque se presente con la máscara de equitativo, responsable, amable, y plante algún arbolito por allí para decir que lucha contra el cambio climático. Es una serpiente venenosa que prefiere matar gente, o engañar vilmente apelando a los más denigrantes métodos, antes que perder un centavo. La cuestión es que, como dijera Lenin, “no caerá si no existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer”. Y hoy por hoy, dado ese trabajo tan bien realizado que ejerce, ha “amansado” a tal punto la protesta popular que esas fuerzas sociales y políticas están algo sin rumbo. Por tanto, habrá que seguir buscando los caminos. “Caminante no hay camino, se hace camino al andar” (Antonio Machado).
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