Aunque el contexto histórico de los países es distinto, hay alerta frente a otros como Colombia, Brasil, Bolivia y Chile porque el cambio genera fuerte resistencia.
Desde Colombia
Así, se defiende la destitución o vacancia del presidente Castillo como una medida necesaria para reestablecer el orden constitucional y el estado de derecho. La mayoría del Congreso en manos de la oposición, el Tribunal Constitucional, la vicepresidenta que asume ahora como presidenta, los ministros dimitentes, la derecha, adentro y afuera, acogen esta decisión como incuestionable.
No obstante, la situación real está bastante lejos de esos supuestos. Veamos algunas consideraciones.
Pedro Castillo, hijo de campesinos analfabetas, estudió y se convirtió en maestro rural en Cajamarca, en la empobrecida sierra norte de Perú. Surgió como dirigente sindical y rondero (vigilante comunal) en Ayacucho, una de las zonas más golpeadas por Sendero Luminoso; se dio a conocer en todo el país como máximo dirigente del paro nacional magisterial de 2017.
En 2021 emergió como candidato presidencial y ganó las elecciones. “No más pobres en un país rico”; “Llamo a la más amplia unidad del pueblo peruano (…) Compartiremos juntos esta lucha, este emprendimiento y este esfuerzo para hacer un Perú más justo, más soberano, más digno, más humano, más unido”, fueron sus expresiones en campaña.
A pesar de su triunfo incuestionable, el anuncio de su victoria se produjo solo un mes después, debido a los esfuerzos para impedirlo por parte de la oligarquía peruana. Querían imponer a Keiko Fujimori, vocera del sector más corrupto y fascista del país.
Pretendían, sin ningún fundamento, anular más de doscientos mil votos de zonas campesinas e indígenas. En ese cometido, contaron con la derecha de todo el continente. Recordemos los viajes a Lima y las declaraciones de reconocidas figuras del uribismo al respecto.
Los organismos financieros internacionales han destacado, además de Chile, a Perú como máxima expresión del supuesto éxito del neoliberalismo en el continente. La verdad es que este país es un paraíso para los inversionistas extranjeros y para las oligarquías locales, en especial en sectores como minería, agroindustria, turismo. Ellos explican las cifras del crecimiento económico de las últimas décadas.
Pero la otra cara del país es el desastre social, el abandono histórico de importantes regiones del territorio nacional en zonas rurales, en especial de la sierra. Poblaciones indígenas dejadas a su suerte. Trabajadores y trabajadoras en la costa, a merced de los grandes consorcios. Una exclusión racial, cultural, económica, y social generalizada, muy bien plasmada en la obra de José María Arguedas hace más de medio siglo.
También en Lima, más allá de los exclusivos contornos de Miraflores y San Isidro, predominan niveles altísimos de pobreza y marginalidad. Es un país fragmentado. En medio de tan grave situación social que se perpetúa, el país registró la más alta cifra per cápita de fallecimientos por la pandemia en el mundo.
Por ello, la proclamación de Castillo como presidente y las perspectivas de cambio representaron una luz de esperanza para el pueblo peruano. Pero también un reto sin precedentes para las elites dominantes. Durante los 17 meses de su gestión, el único objetivo de la mayoría parlamentaria fujimorista fue destituirlo de su cargo. Sabotearon todas las medidas orientadas a hacer reformas. Antes habían hecho otros dos intentos de destituirlo, por “permanente incapacidad moral”.
Por supuesto que, en medio de esa encerrona, el presidente cometió errores e inconsistencias. El intento de cerrar el Congreso fue una medida desesperada, para romper el cerco. Pero no fue la causa de la crisis.
Aparte de ello, no contó con el apoyo de las fuerzas políticas organizadas, incluido su propio partido Perú Libre. No pudo convocar a la movilización social, por lo que se aisló de los sectores populares.
No puede desconocerse tampoco la crisis del sistema político peruano, que lleva a un descontento generalizado de la población. Ha habido una marcada inestabilidad y a una sucesión de presidentes destituidos y/o juzgados por corrupción: Paniagua, Toledo, Humala, Alan García, Kuczynski, Vizcarra. Seis presidentes en seis años.
Así, la promesa de Castillo de reformar el sistema político y económico, reducir la pobreza y la desigualdad, e incrementar el papel del Estado en la economía no tuvo oportunidad de arrancar. Para completar, confió en la OEA y en su nefasto secretario general, Luis Almagro, experto en golpes contra gobiernos progresistas.
Aunque el contexto histórico preciso de cada país es distinto, hay claras señales de alerta. En Perú, Chile, Brasil, Bolivia o Colombia, entre otros, los procesos de cambio generan fuerte resistencia de los poderosos. Han sido siglos de dominio excluyente, afianzado por las políticas neoliberales. En el continente están unidos y tiene el respaldo de los banqueros.
Basta con escuchar sus declaraciones. Miguel Uribe Turbay, una caricatura de su abuelo, el expresidente Julio César Turbay, instó al Congreso colombiano a proceder como el de Perú.
Cada vez es más clara la necesidad de reforzar el respaldo a nuestro gobierno y enfrentar lo que Gustavo Petro llamó recientemente el “enemigo interno”: las normas, leyes, costumbres hechas a la medida de unas elites empeñadas en perpetuarse en el poder.
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