El país necesita establecer una política realmente pública en materia de gestión del agua.
Guillermo Castro H./ Especial para Con Nuestra América
Desde Alto Boquete, Panamá
De súbito, en apariencia, la degradación constante en las relaciones entre la sociedad panameña y su entorno natural se ha tornado socioambiental. El debate en torno a un contrato entre el Estado panameño y la minera canadiense First Quantum, que ya venía explotando una enorme concesión minera en el entorno de áreas protegidas vinculadas al Corredor Biológico del Atlántico Mesoamericano, se combinó con un gran incendio en el relleno sanitario de la Capital, situado entre la cuenca del Canal y áreas ya urbanizadas de la ciudad. A esto se sumó la protesta masiva de residentes en las ciudades dormitorio situadas en la ribera Oeste del Canal, a quienes se les han vendido viviendas sin dotación segura de agua potable mientras, por su parte, el Administrador de la Autoridad del Canal de Panamá advertía al país sobre la necesidad de atender a las necesidades de abastecimiento de agua para la vía interoceánica en el mediano plazo.
Panamá ha ingresado así a una circunstancia en que grupos sociales distintos aspiran a hacer usos mutuamente excluyentes de los recursos de un mismo ecosistema. Tal es el terreno de la ecología política, que hasta ahora carecía de un lugar relevante en nuestra cultura ambiental, aún vinculada en buena medida al conservacionismo conservador norteamericano. Pero ahora puede ser que 2024 pase a ser el año en la ecología política encuentre un lugar para sí entre nosotros.
El país, por ejemplo, necesita establecer una política realmente pública en materia de gestión del agua. Dado que la política es cultura en acto, el proceso de formación y formulación de esa política deberá insertarse en otro, más amplio y complejo, de formación de una cultura del agua correspondiente al papel que ésta desempeña en la sostenibilidad del desarrollo humano de la sociedad panameña. Y esto, a su vez, demanda indagar en la manera en que las contradicciones en nuestra relación con el agua se vinculan con las que animan nuestro desarrollo social.
En lo general, sabemos que el agua es un elemento vital en el metabolismo entre las sociedades humanas y sus entornos naturales. Aquí, lo que distingue la relación de los humanos con el agua consiste en que todos los demás seres vivientes la utilizan, pero solo nuestra especie la transforma. Así, si bien para todos los seres vivientes es un elemento natural, los humanos se vinculan con ese elemento transformándolo en un recurso adecuado a sus necesidades.
En esa relación entre la especie, el elemento y el recurso destacan dos elementos. Uno, que la relación entre ambos está mediada por el trabajo socialmente organizado. Otro, que el carácter y el alcance de esa organización social del trabajo cambia con el desarrollo histórico de la sociedad, y con los cambios que en ese proceso ocurren en su entorno natural.
Así, el agua tiene tanto una historia natural como tiene una historia social, cuya combinación sustenta su historia ambiental, que hace parte de otra, más amplia: la del desarrollo humano a partir del metabolismo que cada sociedad establece con su entorno natural. En ese sentido, por ejemplo, el historiador y sinólogo Karl Wittfogel resaltó en su momento la existencia “de al menos dos grandes tipos de civilizaciones agrarias rural - urbanas -las hidráulicas y las no hidráulicas”, destacando el peculiar potencial civilizatorio de las primeras a partir de la eficacia de su producción agrícola.[1]
Para Wittfogel, ese potencial estaba determinado por la capacidad de aquellas civilizaciones para la gestión del agua como recurso para la agricultura a partir del hecho de que -a diferencia de otros factores como la temperatura, la disposición de la superficie, la fertilidad del suelo, y el carácter de las plantas cultivables - el agua “es el único recurso que tiende a aglomerarse en bulto.” Al respecto, propuso una caracterización de las actividades agrícolas a partir de su relación con el agua.
Así, llamó pluviagricultura a aquella en la cual “un clima favorable permite el cultivo sobre la base de las precipitaciones naturales”; “hidroagricultura”, a la que recurre a la irrigación, aunque solo a pequeña escala, y “agricultura hidráulica” a aquella en que la abundante oferta de agua disponible lleva “a la creación de grandes obras hidráulicas, productivas y de protección, que son administradas por el gobierno.” Esta combinación de “una agricultura y un gobierno hidráulicos, y una sociedad organizada en torno a un único centro,” dijo, “constituye la esencia institucional de la civilización hidráulica.”
Para Wittfogel, la eficacia administrativa de ese tipo de civilización podía incluso dar lugar a la existencia de gobiernos que, sin tener funciones hidráulicas relevantes, utilizaran los métodos de administración y ejercicio del poder propios del “despotismo hidráulico” con el fin de “mantener débil a la propiedad privada, y políticamente impotentes a las fuerzas no burocráticas de la sociedad.” Tal, quizás, sea el caso de Panamá.
De hecho, el agua como recurso natural siempre es objeto de una política –implícita o explícita-, cuyos orígenes, racionalidad y posibilidades de transformación y desarrollo pueden y deben ser estudiados. En el caso de Panamá nuestra cultura del agua ha tenido dos momentos formativos. Entre los siglos XVI y XIX, fue una pluvicultura. Del XX acá, es una cultura hidráulica, ligada primero a la construcción y operación del Cana en el marco de una relación de protectorado impuesta por la mayor potencia capitalista del Hemisferio a una pequeña sociedad comercial y agraria, primero, y de una red de hidroeléctricas, después, a la que ahora se agrega la minería metálica a cielo abierto en la región más lluviosa del país.[2]
Así, los conflictos en torno al agua se expresen aquí a partir de la contradicción entre una cultura hidráulica dominante en la administración del Canal de Panamá y en el imaginario estatal, que coexiste en una relación inarmónica con la pluvicultura dominante en el resto de la sociedad. La cultura hidráulica, en efecto, hace una administración centralizada y cuidadosa del agua. La pluvicultura, en cambio, simplemente se apropia del agua donde esté disponible, y la utiliza en actividades de muy limitada complejidad, y la devuelve sin tratamiento alguno a su entorno natural.
De esta inarmonía proviene el hecho de que en Panamá el agua sea un elemento natural muy abundante, pero un recurso natural cada vez más escaso debido a la ausencia de una adecuada gestión de las cuencas hidrográficas, y el uso muy frecuente de los cursos de agua como vertederos de desechos. Todo ello deteriora la calidad del elemento natural e incrementa los costos de su producción como recurso para actividades complejas, como las que demandan agua potable.
En estas circunstancias, la atención a los problemas indicados demandaría un alto grado de organización social comunitaria, y una efectiva capacidad de gestión de los municipios. Ambas cosas están ausentes en Panamá, en particular la organización social de los sectores populares y de capas medias, que los condena esperar que el Estado encuentre la voluntad y los recursos para atender a sus necesidades. El Estado, por su parte, espera de esos sectores paciencia y comprensión – mientras mayores, mejor – porque en realidad carece hoy de la capacidad para comprender y atender a esas necesidades, y trabajar con los afectados en su solución.
Dicho en liberalés, Panamá requiere fomentar su capital natural mediante el fomento de su capital social, para hacer posible la protección del elemento y garantizar la disponibilidad del recurso. De ese doble fomento hace parte el proceso de formación y formulación de una política del agua sustentada en la capacidad de nuestra gente para comprender y ejercer relaciones con el agua que contribuyan a resolver los problemas socioambientales que hoy afectan su relación con ella.
Esto, naturalmente, demandará promover y facilitar la organización social y comunitaria que permita a la población construir una relación social con el agua que contribuya al desarrollo humano en el siglo XXI. Tal política nos permitiría iniciar el tránsito desde el despotismo hidráulico a la gestión democrática del agua, en el camino que nos lleve a la economía del Pro Mundi Beneficio – como lo proclama el escudo nacional -, por otra que haga de los servicios al tránsito interoceánico e interamericano la base de una sociedad que trabaje con el mundo Pro Domo Beneficio, como debe ser.
Alto Boquete, Panamá, 10 de abril de 2023
[1] “The Hydraulic Civilizations”, en Thomas, William L. (ed .), 1956: Man’s Role in Changing the Face of the Earth, The University of Chicago Press, 1967. Traducción de Guillermo Castro H.
[2] De hecho, la abundancia del agua en Panamá generó un grave problema y una innovadora solución para el tránsito interoceánico entre fines del siglo XIX y comienzos del XX. El proyecto francés de un canal a nivel, en efecto, fracasó en su intento de conquistar el agua conquistando la tierra. El canal norteamericano, logró dominar el agua trabajando con ella, para convertir el elemento natural provisto por el río Chagres en el recurso natural almacenado y administrado en el lago Gatún.
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