La integración y cooperación latinoamericana es una vieja necesidad que ha tratado de expresarse en diversos tratados, algunos fomentados, otros boicoteados por el imperio, que reina con el libre bilateralismo desde hace más de sesenta años.
Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina
Han transcurrido 70 años del ABC, el primer tratado de integración entre Argentina, Brasil y Chile; momento en que los presidentes Juan Domingo Perón, Getulio Vargas y Carlos Ibáñez del Campo coincidían en las mismas necesidades y posibilidades compartidas. Hecho que luego de ese largo período de tiempo, vuelve nuevamente a suceder, dado que, en este nuevo progresismo, Alberto Fernández, Inácio Lula da Silva y Sergio Boric sostienen la bandera de la integración. Pero claro…, absurdo sería no reconocer que el mundo ya no es el mismo que, en vez de otros vientos, ahora soplan huracanes, que la naturaleza se cobra con creces lo hecho por el hombre y la pandemia, terminó dejándonos desconsolados frente a la pantalla del celular. En ese cuadro apocalíptico, las potencias hegemónicas ensayan un nuevo boceto geopolítico.
Aquel pacto septuagenario, en principio de “no agresión” seguía la tradición de los tratados de 1902, consecuencia de las guerras fraternas de fines del siglo XIX, cuestión que sabemos retrocedió a fines de 1970, cuando las FFAA de ambos países, Argentina y Chile, volvieron a sus bravuconadas y a enfrentarse.
La integración en ese clima de sospecha, no pasaba de simplificar trámites aduaneros y otros tímidos avances en medio de una desconfianza generalizada. El recelo entre los militares argentinos y brasileños se condensaba en posibles “hipótesis de conflicto”.
Mendoza, fundada desde Chile en 1562, mantiene costumbres comunes compartidas por un pasado común, producto de tres siglos coloniales contra dos de vida independiente. Distante 200 kilómetros, trepar la cordillera de los Andes, es una sencilla excursión que hacemos los mendocinos, compartiendo experiencias y problemas.
Recuerdo que el 11 de septiembre de 1973, la noticia por radio del golpe militar contra el presidente Salvador Allende, fue un baldazo de agua que nos dejó paralizados. En pocos días comenzaron a llegar los chilenos huyendo de las fauces pinochetistas, muchos se instalaron definitivamente. Hay un barrio al norte de la Ciudad de Mendoza que testimonia ese proceso.
Fui por primera vez a Chile en enero de 1974, había toque de queda después de las 21,00 horas, nadie salía a la calle, mucho menos los extranjeros. Aquella era una sociedad partida en dos, una pequeña minoría de origen europeo opulenta y prepotente y una inmensa población criolla y nativa sometida y pobre que vivía apiñada en una periferia carente de servicios. Todo era precario, aceites y alimentos, de muy mala calidad, que era preferible consumir frutas y paltas, muy abundantes y baratas.
Volví en los noventa muchas veces, seducidos por la paridad cambiaria del uno a uno menemista, cuando éramos conocidos por el “deme dos”. Esto duró hasta el 2001, cuando todo se derrumbó para nosotros.
Chile fue el laboratorio elegido por Milton Friedman y sus Chicago boys que arrasó con el Estado de Bienestar, impulsando al libre mercado por sobre toda institución, en la creencia que se produciría el deseado derrame. Hecho que nunca ocurrió ni allí ni en ningún lado. Las FFAA dóciles al Plan Cóndor se encargaron de disciplinar a la población, eliminando a todo aquel que se oponía.
Tres años después del golpe chileno se produjo el golpe en Argentina con idénticas consecuencias. El neoliberalismo había llegado con bombos y platillos a toda la región como la panacea interminable.
Desde el abismo y las cenizas, a partir de la llegada al poder de Hugo Chávez en Venezuela, Inácio Lula da Silva en Brasil, Néstor Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y desde luego Fidel Castro en Cuba, en 2005 en la Cumbre de las Américas en Mar del Plata, se rechazó el ALCA promovido por George Bush hijo y se lanzó el ALBA. El denominado progresismo, tuvo su época de gloria. Momentos de alegría hasta la vuelta del neoliberalismo remozado, con nuevas armas y estrategias para el deterioro social.
Pandemia de por medio, incentivo de la esclavización laboral a extremos y el odio incubado en la subjetividad colectiva, volví a Brasil en marzo pasado, después de varios años y, aprovechando el feriado largo de Semana Santa, a Chile; más precisamente, a Viña del Mar. Ciudad que me costó reconocer por la pujanza edilicia que, por necesidad territorial, crece en edificación de altura entre los cerros, siendo necesaria la ayuda de un gps para llegar a destino.
Época en que los chilenos regresan a sus playas, un gentío recorría sus playas como sus amplios centros comerciales, dado el fin de temporada y las rebajas de precios en vestimenta y calzado deportivo.
Pero volvamos al gigante sudamericano y su maravillosa costa esmeralda, como se define al litoral atlántico sur, donde destacan el balneario Camboriu, Laranjeiras, Itapema. Bombas y bombinhas y Florianópolis. Ciudades a las que no veía desde 1995 y tuve que hacer un gran esfuerzo para ensamblar las viejas imágenes de mi memoria con aquellas edificaciones que ocultaban los tradicionales morros.
Un sur opulento y de extrema derecha, donde los motoqueros aceleraban sus máquinas, identificados como bolsonaristas extremos, idénticos a los que asolaron Brasilia el 8 de enero de este año, a la semana de asumir el presidente Lula. Siempre desafiantes, hacen gala de su violencia y nacionalismo exacerbado, portando banderas y vistiendo remeras verde amarelas.
En una vidriera de una cuchillería de lujo, pude observar grandes cuchillos de caza, con asta de ciervo en el mango y con la imagen y el nombre de Bolsonaro, calados en el acero de la hoja; expuestos en un lugar de privilegio, haciendo referencia a su gran requerimiento.
En las rutas, los carteles de campaña, seguían exhibiendo al ex presidente, sobre todo cuando estaban en las adyacencias de edificios del Ejército o la Policía Militar. La propaganda gráfica lucía con un orgullo desafiante.
Sábado a la noche en la costa chilena, cansado de un tránsito caótico y complejo, llegamos a Reñaca, balneario turístico donde recalamos siempre los argentinos, dispuestos a comer mariscos y beber pisco sowers. Allí, al lado de un negocio de comidas, había un mural que cubría un portón con figuras tuertas, pintadas con motivo del levantamiento popular del 19 de octubre de 2019, con leyendas: “No son 30 pesos, son 30 años”, en alusión al aumento del Metro de Santiago que disparó el estallido; “Estoy tan enojado que hice un cartel”; “Con tantas weas no sé qué poner”; “Vivienda, transporte, salud y alimentación para jubilados”; “Salud es derecho, no privilegio”; “Hasta que la dignidad se haga costumbre”. Todo un inventario de carencias sociales reprimidas tras el exitoso modelo económico chileno que todos querían imitar y explotó después de 46 años del golpe al gobierno democrático de Allende. Toda la injusticia acumulada durante casi medio siglo salió a la luz a lo largo y a lo ancho del país.
Los alienígenas ganaron la calle, gritaba espantada la esposa de Sebastián Piñera ese día ante las cámaras de tv. Los alienígenas votaron a Sergio Boric. Fue un desahogo colectivo ansiosamente esperado.
Pero… no nos engañemos, se desestimó la reforma de la Constitución pinochetista; el odio sigue agazapado rondando la inmensa geografía de ese y otros países, porque los desquicia que los pobres tengan derechos, que disfruten un momento, que quieran ser felices, porque esos son privilegios de la minoría poderosa y esclavista, que viene desde el fondo de la historia.
De regreso el domingo de Gloria, paramos en una gasolinera al costado de la ruta 5 – la que vincula de norte a sur al larguísimo país –, me acerqué a un empleado que cargaba combustible a una camioneta 4x4 y el conductor salió disparado a gritarme: “saque las manos de mí camioneta”. Nos miramos perplejos con el empleado. No entendíamos nada. El hombre de unos 40 años y casi metro noventa de altura, me recordó en el acto al vikingo que portaba la bandera yanqui en el Congreso el 6 de enero de 2021; volví a las hordas que el 8 de enero de este año destrozaron Brasilia. Volví al atentado frustrado que sufrió la vicepresidenta Cristina Fernández en Recoleta y que los medios y la oposición restaron importancia con aquel comentario pueril, hay que restarle importancia, “sólo eran un par de loquitos sueltos”.
La extrema derecha no se detiene ante nada, descree de la democracia y sus instituciones al mismo tiempo que pregona a los cuatro vientos el republicanismo y el respeto a los derechos, cuando promete la libertad extrema. Allí no hay diferencia de nacionalidad, los hermana el odio y la prepotencia. Esa atmósfera desquiciada propicia tipos como Javier Milei, cuyo mensaje exaltado pasea todo el tiempo por los canales hegemónicos.
La integración y cooperación latinoamericana es una vieja necesidad que ha tratado de expresarse en diversos tratados, algunos fomentados, otros boicoteados por el imperio, que reina con el libre bilateralismo desde hace más de sesenta años.
Así nació en los pasados sesenta, la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), luego transformada en Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), en los ochenta el cono Sur dio inicio al MERCOSUR con sus idas y vueltas, hasta otras más ambiciosas en el presente siglo, el ALBA, la UNASUR, la CELAC.
“Unidos o dominados”, como nos exhortaba el General Perón frente al advenimiento del año 2.000, allá por los setenta, sigue siendo la misma consigna a seguir por nuestros pueblos.
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