El discurso es un factor actuante, transformador. Las palabras no se convierten en acción, ellas son directamente acción política. Emplear el discurso en forma adecuada es una forma de lucha. Hablar es actuar. Callar es renunciar a la lucha. El discurso es, en sí mismo, un acto revolucionario.
Manuel Delgado / Para Con Nuestra América
En el mundo feliz de Huxley, la palabra “padre” se había convertido en “obscena”. Bastaba con escucharla para que los muchachos se pusieran colorados. En ese mundo de reproducción artificial, donde el sexo era solo una diversión de los recreos del colegio, quien dijera tener un padre (situación inusitada) era víctima de un “bullying” tan macabro que podía conducir incluso al suicidio.
Hay un grupo de conceptos con los que ocurre aquello que mencionaba Maiakovski de su pasaporte soviético. La roja libretilla era “como una bomba, como a un erizo, como una navaja afilada, como una víbora de cascabel de veinte aguijones.” Habrán ustedes adivinado ya que estoy hablando de conceptos tales como imperialismo, lucha de clases, internacionalismo proletario y otros por el estilo.
Y no me refiero solo a exactamente a las palabras. Las palabras, como dice el dicho, se las lleva el viento. Hablo del concepto como de una unidad del pensamiento que es capaz de reflejar un ente externo y que nos conduce al conocimiento de la realidad. Cuando digo casa o árbol, hablo de cosas más o menos estáticas. Los conceptos son más que eso, son expresiones de unidades de un proceso, reflejos de fenómenos externos, sociales en este caso, que nos permiten entender el pasado y el presente de una realidad, su movimiento, su devenir, que en definitiva es lo verdadero.
Esos conceptos, como todos los demás, no son imposiciones de la mente, no son caprichos. Son el resultado del movimiento exterior de la realidad. La mente lo que hace es captarlos, darles una expresión verbal y ponerlos en conexión con todo el conjunto del conocimiento humano. Eso es lo que se llama ciencia.
Esta dictadura mediática que nos domina es la que presiona todos los días para que abandonemos conceptos fundamentales de la ciencia social y de la acción política. Esos mismos agentes han sido exitosos en muchos aspectos, pero sobre todo en este de hacer enrojecer el rostro de muchos dirigentes sociales honestos que temen ser incluidos en el rosario de los motes descalificadores y ser llamado “dogmáticos”, para repetir solo uno. Entonces se habla de una llamada nueva izquierda, que hace esfuerzos por convencer de que es diferente y que, en esencia, pretende impulsar un cambio dentro de los límites de la decencia.
El proceso de transformaciones revolucionarias que vive la América Latina y que ya lleva veinte años, contiene rasgos específicos para cada país, pero comparte movimientos comunes, características continentales e incluso mundiales. Ellos no provienen de la voluntad o el capricho de los dirigentes, sino de procesos reales, de estructuras sociales existentes en el exterior de nuestras mentes. Son exigencias sociales que se imponen por encima del discurso.
La primera de esas características, y que conlleva una de esas palabras “obscenas”, es la lucha contra el imperialismo. La revolución latinoamericana sigue siendo antiimperialista o no sería una revolución. Es la presencia extranjera dominante, ese estatus de dependencia, la que ha determinado desde hace más de un siglo y sigue determinando los rasgos esenciales de la economía y, en general, toda la vida de los países de la región. Gusten a no los términos, América Latina es un conjunto de países dependientes en lo económico, en lo financiero, en el comercio exterior, en lo cultural, en lo político, en lo militar, de una potencia extranjera. Sin una ruptura de esa dominación no será posible pensar siquiera en desarrollo, justicia social, paz y democracia.
Ahora hay una corriente que afirma que el imperialismo o ya no existe o ha cambiado de esencia, y que Estado Unidos, bien porque ya no es tan fuerte como antes, bien porque haya perdido interés en el continente o bien porque es un mal menor frente a “otros imperios”, ya no representa un peligro ni económico ni militar o que, en todo caso, se pueden negociar mejores condiciones de esclavitud y permitir avances en medio de las mismas relaciones de antes, solo que un poco modernizadas. (Esa misma visión tampoco es nueva. Reaparece en la historia cada cierto tiempo. Después de la Segunda Guerra Mundial surgió el llamado “browderismo”, impulsado por el Partido Comunista de Estados Unidos. Este afirmaba que el imperialismo había cambiado de esencia, y que se había convertido en una fuerza de paz y progreso mundial. Muy pronto la vida les mostró su error.)
Hay que decir, en primer lugar, que el imperialismo no ha cambiado su esencia creada a comienzos del siglo XX. Pueda que a algunos no les guste usar la palabra “imperialismo”. Le suena a antigua Roma o algo parecido. Pero el concepto de ese fenómeno histórico sigue presente y dominante. Otras formulaciones como globalización, economía global, internacionalización de la economía o de los capitales, etc., no logran expresar la esencia de ese fenómeno, que no solo tiene que ver con el comercio mundial y con el movimiento internacional de los capitales y las mercancías, sino que envuelve la vida entera, precisamente por su carácter universal. Hoy el capital financiero juega un papel mucho más relevante de cuando se acuñó el término (hace poco más de un siglo) pero el capitalismo sigue siendo igualmente el poder monopólico de las grandes compañías, agresivo, antidemocrático y expansionista.
La presencia del capital extranjero en las economías de los países periféricos no ha disminuido ni estas han logrado crear sistemas económicos capaces de aspirar a su independencia. Al revés, pese a muchas décadas de inversión directa, ha crecido la brecha entre nuestros países y las economías metropolitanas y ha crecido la brecha de mercado mundial, es decir, la diferencia, negativa para nosotros, entre importaciones y exportaciones no solo de mercancía sino también de capitales. Este fenómeno se ha acentuado en el presente siglo, en que la inversión extranjera se ha multiplicado con creces al tiempo que aumenta la dependencia financiera de todos los países tercermundistas y, en particular, de América Latina.
Además, el imperialismo no es solo un fenómeno económico y comercial. Es un entramado que cubre toda la vida social. Desde siempre fue una fuerza retardataria del avance social y político de la zona y es padre directo del fascismo y de las dictaduras. Como decía el filósofo Nicos Poulantzas, en su libro “Fascismo y dictadura”, “el que no quiera hablar de imperialismo también debería callar en lo que al fascismo se refiere».
Estados Unidos no ha perdido su interés en la región. Presiona por todos los medios contra las fuerzas progresistas y recurre a las oligarquías corruptas y sus grandes medios de prensa, como siempre ha hecho, para alentar la subversión, el desorden, las rupturas del orden legal y constitucional de los países, y al chantaje del comercio internacional, especial por sus cercos económicos con los que ha mantenido por muchos años contra Cuba y contra Venezuela.
Las relaciones de dependencia con Estados Unidos no solo afectan la economía. Mientras esas relaciones se mantengan, nuestros países no podrán avanzar en ninguno de los demás aspectos, pues esta es la fuerza retardataria fundamental de nuestras relaciones sociales y económicas. Jamás podremos salir de manera efectiva y duradera ni del subdesarrollo, ni de la pobreza, ni de la desigualdad, si antes o al mismo tiempo no liberamos a nuestras naciones de esa dominación global. Predicar lo contrario es engañar a los electores, para no decir que a los pueblos.
Algunos teóricos predican acercamientos en vez de confrontaciones, como si las confrontaciones vinieran de nuestro lado. Las negociaciones y los acercamientos son siempre plausibles en cualquier ámbito de la vida, incluida la política, pero resulta demasiado ingenuo pensar que podemos superar la dominación imperialista mediante negociación con el mismo imperialismo.
Aquí yo siempre recuerdo el chiste del perrito de Pávlov que me contó un amigo. Pávlov fue el científico ruso que estudió las conductas reflejas. Trabajaba con perros y les enseñó que cuando ellos hacían sonar una campana de su jaula, recibían alimento. Un día llegó un perrito nuevo y el otro ya veterano, refiriéndose a su amo, le dijo: “Vea como lo tengo bien condicionado: yo toco la campana y él me da comida”. Aclaro que en la historia real las investigaciones del científico eran diferentes, pero el chiste ayuda a comprender que muchas veces pretendemos manejar las riendas, cuando en la realidad estamos siendo manejados por otros que sostienen los aperos con que nos atan. Pretenden algunos que haciendo concesiones en algunas cosas pueden obtener ventajas. Pero las concesiones, por lo general, son un camino sin regreso.
En las circunstancias actuales, aún más que antes, Estados Unidos y sus aliados europeos buscan dividir a los pueblos y a los gobiernos progresistas. La única respuesta valedera frente a eso es la solidaridad. La lucha antiimperialista es la lucha por la independencia nacional por una mano, y es a la vez la solidaridad internacional por la otra. Cada golpe que se le da a un gobierno progresista es un golpe contra todos y, sin pretender ser adivino, estoy convencido que la revolución latinoamericana alcanzará la victoria si la logra un grupo de naciones y sus gobiernos conjunta y solidariamente. Ningún país podrá superar el pasado por su cuenta, aislado de los demás. No lo hicieron hace 200 años, cuando la pelea independentista exhibía esa característica internacional, transfronteriza, menos se lograría hoy, cuando nos enfrentamos a una estructura imperial mucho más poderosa.
El segundo rasgo esencial de nuestras revoluciones es su carácter democrático. En todas las naciones del continente ese es no solo un punto pendiente, sino además un clamor popular. Los países latinoamericanos buscan superar las dictaduras de tantas décadas así como sus secuelas, darle a las sociedades seguridad jurídica para elegir a sus gobernantes y brindarle a sus pueblos regímenes de garantías de convivencia social, de derechos humanos y de paz.
Eso se ha hecho más evidente en naciones de grandes tradiciones represivas: Chile, Colombia, Honduras. Pero también en Brasil, Argentina y Uruguay, en donde los gobiernos de izquierda nacen de largo periodo de la dictadura. Lo mismo ocurre en todos los demás países y no hace falta recordarlo.
Decía Gustavo Petro que su movimiento no pretendía instaurar el socialismo, sino el capitalismo. Esa frase tan paradójica muestra en gran parte el sentido de la lucha latinoamericana. En este aspecto, se trata de crear regímenes de garantías constituciones y de libertades públicas garantizadas semejantes a las instauradas por las revoluciones burguesas europeas, y, por otro lado, establecer relaciones de respeto e impulso a la producción que siempre ha estado atada a las carlancas del pasado: salarios miserables, relaciones no justas, mercados manejados por las oligarquías locales.
Es el mismo sentido que encierra el concepto de “revolución democrática”: un cambio social que elimine las ataduras del pasado y que permita relaciones económicas capitalistas modernas.
Pero aquí como en todo el análisis no puede ser plano, unilateral. Tiene necesariamente que ser dialéctico. Lo cierto es que esta era de revolución, que ya lleva casi un cuarto de siglo, se ha visto obligada a trabajar dentro de los cánones constitucionales heredados del pasado. Los cambios se hacen utilizando las viejas instituciones, siempre dentro de la dinámica de esa institucionalidad creada en la época de la independencia y después de las guerras civiles que la siguieron, una democracia representativa y de división de poderes que hoy es insuficiente para crear una auténtica democracia del pueblo. Siempre me he preguntado cómo fue posible que después de quince años de revolución el ejército boliviano se aliara con los golpistas contrarrevolucionarios. ¿No se plantearon los dirigentes de la revolución un cambio en esas instituciones?
En noviembre de 1971, Fidel hizo una visita de 23 días a Chile. Presidía el gobierno chileno Salvador Allende. Durante su larga visita, el líder cubano expresó diferencias respecto a la decisión chilena de la “defensa del régimen democrático” de Allende y la “necesidad de ir a unas formas de acción más insurreccionales” de Fidel.
Uno de los hechos más recordados de esa visita fue el regalo que Fidel le hizo a Allende de un fusil AK-47. El regalo no fue público, posiblemente por solicitud de los chilenos, pero fue ampliamente divulgado. Era evidentemente una entrega simbólica, que manifestaba una lectura de los que estaba sucediendo en el país suramericano. El líder cubano no se proponía en su visita crear un ejército revolucionario, como acusaba la derecha. Lo que sí quedó claro es que era una ingenuidad pretender que los militares iban a respetar el voto popular. ¿Se puede hacer una revolución en el marco de esa “democracia burguesa” (palabras usadas entonces por Fidel)? Nosotros respondíamos que sí, de la manera más acrítica, simplemente porque el partido decía que sí y nadie podía levantar su voz contra su mandato. Y el partido, por su parte, de una manera igualmente acrítica, respondía afirmativamente siguiendo de manera fiel a su partido hermano de Chile.
La respuesta la dio la historia. ¿Esa respuesta nos sirve de algo ahora, cincuenta años después? Las cosas por supuesto han cambiado mucho y nadie se atreve a recomendar un alzamiento armado. Más aún, los pueblos han demostrado que pueden hacer frente a intentonas subversivas de las oligarquías y aun con sufrimientos atroces han podido revertir los golpes en Bolivia, Brasil, Honduras y levantar cabeza después de las derrotas de Argentina y Ecuador.
Las comparaciones son odiosas, pero debe mencionarse que el caso de Cuba fue muy diferente y mucho más fácil, por la razón de que la revolución arrasó con el pasado no solo económico sino también político y le quebró la columna vertebral a la oligarquía, que prefirió huir a Miami. Quedó, por supuesto, la amenaza externa de Estados Unidos; pero dentro de las fronteras, un pueblo unido y listo para defender su revolución y su patria. Las revoluciones latinoamericanas se han visto precisadas a remodelar la casa con todos los inquilinos dentro, incluidas las oligarquías, dentro. Estas han lucrado don los avances en todos los campos, al mismo tiempo que conspiran, día a día, contra los poderes instituidos, contra la paz y la coexistencia democrática.
Sí no es aventurado pensar que las estructuras estatales heredadas del pasado, sus parlamentos, su prensa, sus tribunales de justicia, sus ejércitos, terminarán entrando en conflicto con las necesidades de cambios y con las transformaciones revolucionarias mismas. Se pondrá a la orden del día entonces la contradicción entre la revolución democrática y ese régimen que Fidel llamó, hace cincuenta años, la “democracia burguesa”. La forma de ese enfrentamiento no puede predecirse, pero los pueblos deben comprender que se producirá irremediablemente.
La tercera característica de nuestras revoluciones es su carácter popular. Eso quiere decir que la lucha por el bienestar popular es su tercer eje fundamental. América Latina se cansó de ser eternamente pobre. Y lo hace, curiosamente, en que las desigualdades sociales se agudizan.
En este contexto, los pueblos se unen en torno a la consigna de acabar con el neoliberalismo, es decir, de revertir las reformas hambreadoras que nos vienen azotando desde hace décadas. Los avances que han recibido las sociedades en este sentido son enormes. Los regímenes progresistas han sacado a muchos millones de la pobreza, sobre todo de la pobreza extrema, y han impulsado con éxito mejoras en todos los aspectos. Pero aun así, los avances no son definitivos ni seguros. Más aun, parecen frágiles y sencillamente reversibles. Pero tampoco son lo suficientemente profundos para convencer a las masas populares, que en una gran parte siguen atadas a los carros de los partidos políticos de la derecha.
Pese a los avances sociales, todos los países han sido escenario de luchas de la población por mejoras que los gobiernos no pueden conceder. Cada revolución y cada partido tiene un programa que aplica o pretende aplicar de manera segura y responsable. Pero en cada país, junto al apoyo consciente a las medidas aplicadas y las transformaciones prometidas, crece también el descontento. Las reformas necesarias parecen chocar con barreras infranqueables: el mercado internacional manipulado por las grandes corporaciones trasnacionales y sus gobiernos, es decir, por el imperialismo, y la rapacidad de oligarquías firmemente sentadas en el poder que se niegan a ver reducidos sus privilegios.
Ese avance contradictorio, de dar mucho pero no lo suficiente, los reflejaba el exvicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, cuando afirmaba que los partidos progresistas en el gobierno cometieron el error de convertirse de partidos contestatario en administradores, de fuerzas del desorden a partidos del orden, y eso lo cobran las masas.
A los gobiernos les queda el asistencialismo que tiene grandes limitaciones: es muy costoso y poco sostenible, genera mucha corrupción y que no crea desarrollo. Para avanzar pareciera que tarde o temprano hay que ir más allá, hay que modificar la estructura económica. En otras palabras, no existe posibilidad de acabar con la pobreza y la desigualdad en los límites del capitalismo y las sociedades tendrán que proponer, en algún momento, posiblemente pronto, la necesidad de avanzar hacia un nuevo régimen, hacia el socialismo.
El sistema neoliberal se impuso por la fuerza, amparado en los regímenes dictatoriales. Eran, de otra manera, inviables. Por eso parece evidente que el neoliberalismo ya no tiene más aire, aunque teóricamente haya todavía espacio donde aplicar sus recetas. La pregunta es si existe una alternativa antineoliberal dentro del régimen capitalista. Esa contradicción entre los posible y lo deseable tiende a crecer, y terminará por hacer crisis.
Hace ochenta años José Figueres Ferrer, en Costa Rica, publicó un folletito titulado “Palabras gastadas”. En él hace comentarios acerca de tres conceptos: libertad, democracia y socialismo. Interesa aquí este último. Allí hace severas críticas al capitalismo, un régimen “cuyo fruto es la pobreza”, que “derrocha energías despiadadamente al duplicar servicios sin necesidad, al destruir mercancías por especulación”, a cuyos subalternos “denigra, y cuyos esfuerzos trata de obtener por la menor compensación posible” y, “lo peor de todo, enarbola con fiereza la bandera milenaria del antagonismo”.
Como solución a este mundo carente de sentido humano, propone un nuevo estado de cosas que él llama socialismo, un régimen donde “los hombres competentes de la industria y el comercio, los poseedores de la riqueza (se den cuenta) de que su actividad es realmente social y no privada”.
Un mundo de capitalismo humano, basado en la cooperación que nace de la convicción subjetiva de los hombres, en particular, de los poseedores del capital, y apoyado por una izquierda revolucionaria que él llama a la refundación sobre postulados “racionales”.
Con esta filosofía aparentemente primitiva se montó un régimen social exitoso, que dirigió al país durante tres décadas, desde 1952 hasta comienzos de los ochentas. Es el socialismo democrático o socialdemócrata, que dio origen al estado social de derecho que se nos ha ido como resultado de las políticas neoliberales y que muchos sueñan con hacer retoñar. Es la nostalgia del viejo terruño, que sirve en los discursos para hacer ver cuán traidores han sido los viejos dirigentes que otrora promovieron ese estado, pero que no puede ser base de un programa de transformaciones políticas hoy día. La vieja sociedad del socialismo democrático ya no volverá. No lo permiten ni las condiciones internacionales ni las realidades económicas y sociales actuales. Ellas tuvieron como centro un proyecto desarrollista de una burguesía nacionalista y proteccionista que ya no existe, un campesinado que ya ha desaparecido y un proletariado que ya dejó de creer en esas promesas. Estaba, además, inspirado en un clima internacional promovido también por Estados Unidos, primero con el ejemplo del New Deal y luego por los programas de la Alianza para el Progreso a la AID. Ese viejo régimen se inspiró en un clima internacional que favorecía el proteccionismo y el desarrollismo, tendencias que hicieron crisis al enfrentarse con la globalización surgida a partir de los ochentas.
En resumen, el estado social de derecho solo puede rescatarse y desarrollarse sobre nuevas bases sociales, económicas y de relaciones internacionales. Esas bases exigen un régimen económico socialista y una redoblada lucha por la independencia nacional y contra el imperialismo.
Pero todo esto se oculta. Vivimos la época de las posverdades y las posmentiras, del lenguaje suave, medio en clave, cribado de palabras obscenas, admisible en las mesas decentes y en los medios de comunicación socialmente admisibles.
Algunos se conforman con pensar que sí, el socialismo vendrá, pero falta tanto para eso que lo mejor es ocultarlo mientras tanto, como si el problema fuera de fechas, como si no fuéramos capaces de entender que las batallas de mañana se pelean todos los días. El carácter inmediato de esa revolución que hará surgir el socialismo no se resume a un problema de fechas. La flor y el fruto no son entidades distintas, pero aunque falten días para que se nos aparezca como fruto, la flor es ya fruto, lo es inmediatamente, porque encierra en sí toda la constitución del fruto, constitución que está en movimiento desde el momento cero, desde antes de que exista incluso la flor misma. Esa es la dialéctica del desarrollo. Solo que en política las cosas no ocurren de una manera natural, como en patio de nuestra casa, porque ella engloba también la acción humana consciente. Cultivar esa acción consciente es una obligación. Es un problema de autenticidad personal, un problema ético. Pero sobre todo es una necesidad política, la necesidad de preparar el ejército para los combates actuales teniendo en la mira los combates futuros.
El discurso es un factor actuante, transformador. Las palabras no se convierten en acción, ellas son directamente acción política. Emplear el discurso en forma adecuada es una forma de lucha. Hablar es actuar. Callar es renunciar a la lucha. El discurso es, en sí mismo, un acto revolucionario.
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