Impedir las reformas no es el objetivo central de los enemigos del gobierno, en tanto avanza un proceso encaminado a la destitución del presidente.
Consuelo Ahumada / Para Con Nuestra América
En algunos sitios mostraron expresiones de odio. Desfilaron ataúdes y se escucharon gritos pidiendo la muerte de Petro. “Matemos a ese “hijueputa”, vociferaban algunos.
Sin duda marcharon personas decepcionadas por los problemas del gobierno. Pero la movilización no fue espontánea. Al lado de Cabal, Paloma, Vargas Lleras, Zapateiro, Uscátegui y demás huestes uribistas, iban los dirigentes gremiales, la “gente de bien” y figuras “neutrales” como Alejandro Gaviria y De la Calle.
Pero también marcharon sectores populares sufridos, engañados, confundidos, “emberracados”, que ni siquiera conocen las reformas. Muchos cuidando empleos precarios, obligados por sus jefes. A eso le llaman la libre expresión de la ciudadanía.
La reacción de los medios es notoria. No solo la previsible de los de extrema derecha, sino la de algunos analistas reconocidos que posan de demócratas. Se centraron en pedirle rectificación del rumbo al presidente. Pero no se pronunciaron sobre estas hordas fascistas, su llamado a derrocar al gobierno y matar al presidente.
"A las marchas se le respetó al máximo, como se seguirá haciendo. Una de las características centrales de mi gobierno es respetar la libertad de expresión y los derechos de la gente", reafirmó Petro.
Pero vamos al fondo. El mandatario ha sido consecuente con su proyecto político de campaña, con el clamor nacional y territorial por el cambio y con la búsqueda de la paz. Con las demandas del estallido social de hace tres años.
Por supuesto que en la concreción de ese proyecto transformador el gobierno ha cometido errores. Pero no podía ser de otra manera. No se trataba de continuar con un modelo preestablecido ni de hacerle ajustes cosméticos, sino de sentar las bases para un país más incluyente. Y no existe un manual para hacerlo.
Ha fallado también en la concreción del necesario Acuerdo Nacional para ampliar la base de apoyo al gobierno en momentos tan difíciles.
Las elites que gobernaron al país por décadas representan una férrea oligarquía financiera, racista, patriarcal y excluyente. El engranaje del Estado, sus normas y leyes, responden a su interés de perpetuarse en el poder.
Por ello, las reformas sociales estratégicas han enfrentado todo tipo de obstáculos. En el Congreso, la oposición recurre a triquiñuelas, desde engavetar los proyectos hasta sabotear el quorum. Se difunden falsedades sobre su texto para confundir y atemorizar a la población.
Miremos el caso de dos de las reformas más polémicas. La de pensiones busca extender este derecho a toda la población, en un país en donde solo un 25 % lo tiene.
Busca fortalecer el sistema pensional y ponerles límites a los fondos privados de pensiones, que acumulan los ahorros y no pensionan. Garantizar un bono pensional para 3 millones de personas mayores sin ingreso ni posibilidades de llevar una vejez digna.
El segundo ejemplo es la reforma de salud. Un reciente informe del Instituto Nacional de Salud, titulado “Cuando la muerte es evitable”, señaló que entre 2010 y 2019 ocurrieron 364,000 muertes evitables (ME), vidas que pudieron salvarse mediante medidas preventivas y/o de atención en salud.
El mayor porcentaje se dio en los municipios con menor acceso a los servicios de salud, sin hospitales o centros médicos dignos.
Precisamente, la reforma de salud del gobierno se centra en atención primaria y preventiva, lo que no interesa a las EPS.
Es claro que las reformas le apuntan al corazón del neoliberalismo: la acumulación financiera. Pero no se trata de confiscar los recursos, sino de que este sector ceda un poco.
Sin embargo, impedir las reformas no es el objetivo central de sus enemigos. Avanza un proceso encaminado a la destitución del presidente. El Consejo Nacional Electoral prepara un pliego de acusaciones sobre la supuesta financiación ilegal de la campaña presidencial.
Este será llevado a la Comisión de Acusaciones de la Cámara, que durante toda su historia no ha enjuiciado a ningún presidente. Pero esta vez sí lo podría hacer.
A este respecto, en junio pasado se conoció la carta: “Un golpe blando está en marcha en Colombia” impulsada por la Internacional Progresista y suscrita por más de 400 intelectuales y figuras políticas del mundo entero.
Señala que “los poderes tradicionales se han estado organizando para restaurar un orden marcado por la desigualdad extrema, la destrucción del medio ambiente y la violencia”.
Se refiere al despliegue del poder institucional, conjuntamente con organismos como la Fiscalía y la Procuraduría, los conglomerados mediáticos y la rama judicial, para “detener sus reformas, intimidar a sus partidarios, derrocar a sus dirigentes y difamar su imagen en la escena internacional”.
Concluye que el propósito del golpe blando es “proteger los intereses de los poderes tradicionales de Colombia frente a las reformas populares que aumentarían los salarios, mejorarían la salud, protegerían el medio ambiente y proporcionarían ‘paz total’”.
El “golpe blando”, es entendido como un conjunto de técnicas conspirativas, no violentas, utilizadas para desestabilizar y propiciar el derrumbe de un gobierno, en un marco de legalidad aparente.
Tomó fuerza frente a los gobiernos progresistas de Latinoamérica y ha habido varias experiencias. La de mayor trascendencia política fue la de Brasil. La decisión de encarcelar a Lula da Silva y sacarlo de las elecciones de 2018 con medidas judiciales después revocadas, y el impeachement de Dilma Rousseff propiciaron el triunfo de Bolsonaro.
Experiencias similares se vivieron en Ecuador, Argentina y Perú, entre otros. Su objetivo: derrocar a un mandatario/a que no se ajuste a la ortodoxia económica y política, con campañas de desprestigio y desestabilización.
En este contexto de tanta gravedad, la movilización masiva del 1 de mayo, con la cual se comprometió Petro, adquiere la mayor importancia.
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