sábado, 9 de noviembre de 2024

El monopolio de la legitimidad

 Las crisis económicas, los recortes de derechos o reconocimientos siempre anteceden a una parálisis y fragmentación de la legitimidad estatal pues el horizonte predictivo común imaginado, alrededor del cual las familias y las clases sociales ordenen el curso esperado de sus vidas, se desquicia, se desploma, desmembrando el sentido de cohesión y destino compartido.

Álvaro García Linera / Página12

Fue Bourdieu quien comprendió que una de las cualidades definitorias de los estados modernos es su capacidad de monopolizar las fuentes de enunciación de “verdades” sociales con efecto vinculante en un territorio. No se trata de que sus declaraciones sean verdaderas; de hecho, muchas veces son falsas. Pero, regularmente, son aceptadas como “verdaderas” por una sociedad que las asume, tolera y cumple. A esto él le llamó el monopolio estatal del capital simbólico que permite que sus acciones y enunciados sean portadores, por lo general, de un implícito consenso colectivo.
 
El núcleo de la legitimidad
 
Ciertamente, el Estado no es la única portadora de legitimidad. La sociedad civil siempre es la fuente originaria de los consensos y en su interior existen múltiples motores de legitimación, como los medios de comunicación, las iglesias, las universidades, los sindicatos, los intelectuales, “influencers” etc. Pero se trata de legitimidades fragmentadas, referidas a los miembros de la cofradía religiosa, a los partícipes de una rama de “opinión pública”, a los agremiados, etc. En cambio, las legitimaciones universales, generales, comunes a todos, tienden a concentrarse en el Estado.
 
Por ejemplo, el monopolio de las titulaciones que certifican conocimientos escolares; la elaboración de leyes que supuestamente favorecerían por igual a todos los ciudadanos, o el ejercicio de la seguridad publica que disminuye los delitos, etc. No importa si el estudiante obtuvo calificaciones por favores económicos, o si tal ley resultó de sobornos a gobernantes para favorecer algún negocio inmobiliario privado o, si las infracciones a la propiedad disminuyen a costa del aumento de las agresiones con uso de violencia, etc. Al final la certificación estatal garantiza la “verdad “del conocimiento adquirido, del beneficio colectivo de la ley o de la reducción del delito. El Estado puede llevar adelante estas arbitrariedades con recursos públicos sin que gran parte de la población se entere o, cuando se entera, lo haga aceptando lo que la información oficial y los portavoces oficiales justifican.
 
Esta legitimidad de las acciones estatales se verifica, cuando el orden social funciona con regularidad. Pero la legitimidad se paraliza o fragmenta cuando el régimen económico o político entra en crisis. Las enunciaciones estatales dejan de ser creíbles; sus narrativas no generan adhesiones y el acatamiento a sus disposiciones se pone en duda. Es como si el Estado y sus funcionarios, hasta entonces portadores de una cierta aura de excelencia y superioridad, regresaran a la terrenidad del descrédito e impugnación cotidiana.
 
Pasó en Argentina el 2002 tras el fracaso de la convertibilidad; pasó en Grecia tras la recesión y austeridad impuesta por la “troika” europea y, en general, con el ascenso del ciclo de protestas sociales y la llegada de gobiernos progresistas o “populistas” en Latinoamérica y otras regiones del mundo. El que la emergencia de gobiernos “populistas” venga en medio de un malestar económico, la pérdida de ingresos, reconocimientos o la sensación colectiva de un agravio por parte de las viejas elites, no es un hecho menor. Habla de que el monopolio de la legitimidad siempre requiere una materialidad de verosimilitud, sin la cual, sencillamente se desploma.
 
La respuesta bourdiana respecto a que el monopolio estatal del poder simbólico se basta a sí mismo para fundar su eficacia no puede explicar por qué en ocasiones de crisis, la legitimación estatal se erosiona o desploma, que es el equivalente a responder que es lo que los sostiene.
 
Y es que el monopolio estatal de la enunciación legítima tiene como condición subyacente el monopolio de los bienes, condiciones y recursos comunes de la sociedad. Como señaló Marx, ese es precisamente el núcleo del Estado y sobre cuya gestión reposan los rangos de credibilidad o incredulidad de las enunciaciones estatales.
 
La condición de posibilidad de la legitimidad estatal radica en la gestión gubernamental relativamente “universal” de esos bienes y condiciones comunes (impuestos, riquezas públicas, derechos, reconocimiento, bienestar social, etc.). La estabilidad económica y derechos básicos garantizados establece un marco de recepción tolerante de las emisiones estatales y habilita una lucha política partidaria alrededor de esta centralidad. Pero cuando los bienes materiales y simbólicos de la sociedad se contraen, se reparten de maneras agresivamente segmentadas; cuando las condiciones generales de la vida social se fracturan, lo común (por monopolios) deja de ser verosímil, esto es, la autoridad estatal se corroe, dando lugar a una crisis de hegemonía.
 
Un régimen estatal puede convivir con la degradación de condiciones de vida, el enojo social, la pérdida de derechos e incluso el ejercicio arbitrario de la represión, siempre y cuando se trata de segmentos minoritarios de la población: minorías sociales, ramas sindicales, estudiantes o habitantes de una región. Pero cuando el deterioro de las condiciones de vida abarca a mayorías sociales, cuando el recorte de algún derecho es generalizado, la ofensa o represión es indiscriminada, el sentido de lo común, de lo universal es puesto en jaque y, con ello, la propia plausibilidad del régimen estatal vigente. Son tiempos de descrédito de los gobernantes; el monopolio de los consensos estatales se fisura por todas partes. El gobierno deja de ser creíble y haga lo que haga, siempre estará bajo sospecha publica o burla.
 
Las crisis económicas, los recortes de derechos o reconocimientos siempre anteceden a una parálisis y fragmentación de la legitimidad estatal pues el horizonte predictivo común imaginado, alrededor del cual las familias y las clases sociales ordenen el curso esperado de sus vidas, se desquicia, se desploma, desmembrando el sentido de cohesión y destino compartido. La divergencia de elites políticas, la polarización social, que en ocasiones ha llevado al ascenso de los progresismos (Latinoamérica, España, Gran Bretaña), de los autoritarismos y populismos (Trump, Orban, Meloni) en las últimas dos décadas, han estado precedidos de retracciones económicas y visibilidad de agravios, propios de la fase descendente del orden económico neoliberal global.
 
Legitimidad fragmentada
 
La corrosión de la legitimidad estatal no necesariamente extravía la fuente de los consensos sociales. Provoca una crisis de hegemonía, una crisis del régimen estatal, es decir, un estupor en la forma de organizar la vida en común y el destino común imaginado de las sociedades. Pero da lugar a la expansión de otras fuentes de legitimidad desde la sociedad civil, bajo la forma de acción colectiva, politización de nuevos sectores anteriormente apáticos, cambios bruscos en los temas de interés de la opinión pública, papel creciente de las redes, protagonismo de nuevos intelectuales, etc. Que disputan credibilidad con el discurso oficial. Cuando esas fuentes de nuevos consensos y proyectos de reforma del Estado y la economía se canalizan al interior del viejo sistema de partidos políticos, se producen cismas y reformas profundas al interior de sus ideologías y propuestas económicas, más la transición hegemónica se lleva a cabo mediante cataclismos regulados. Es el camino, por ahora, de EE.UU, Gran Bretaña, Argentina con el kirchnerismo. Cuando el malestar social se canaliza por fuera del esquema de partidos tradicionales, emergen nuevas fuerzas y discursos políticos rupturistas, que reconfiguran el sistema partidario, como en Brasil, Francia, Alemania, España, Uruguay o, recientemente en Argentina. Que esperpentos políticos como Milei en Argentina, puedan imponer arcaísmos monetaristas como solución a los problemas de inflación no es una astucia de manejo de redes, sino el resultado del hastió de una sociedad ante un Estado intervencionista que agotó sus reformas y llevó al país a una inflación del 160% anual.
 
Pero cuando las fuentes de legitimidad se estacionan en nodos activos de la sociedad civil movilizada, como sindicatos, gremios, flujos de acción colectiva y sus representantes emergentes, la crisis de legitimidad estatal es radical. Estamos no solo ante el agotamiento temporal de una parte de las “verdades” estatales, sino además del surgimiento de otras “verdades” con pretensión de universalidad, de nuevos comunes cohesionadores. Por ello, no bastará un recambio de narrativas y programas de las antiguas elites, como en el primer caso, ni a una ampliación de elites, como en el segundo, sino que conducirá a una sustitución de los bloques sociales con capacidad de producir nuevos esquemas universales para toda la sociedad, un nuevo horizonte predictivo y, con ello, una nueva coalición social con capacidad hegemónica.
 
Es el momento de lo que Gramsci llamó un “empate catastrófico” entre una fuente de legitimidad estatal en declive, raída y devaluada, y fuentes de legitimación social portadoras de grandes reformas sociales.
 
Que el conglomerado de instituciones monopolizadoras de lo común (el Estado) que es capaz de movilizar recursos comunes se muestre en competencia e, incluso, en desventaja ante nodos de la sociedad civil cuya virtud es, por ahora, solo una promesa de una manera de organizar esos recursos comunes, habla del poderío político de la imaginación colectiva, la esperanza, sobre esos recursos comunes al momento de definir la formación de los liderazgos históricos y las hegemonías duraderas.
 
En todo caso, lo relevante del ocaso de un sistema de legitimación estatal es la disonancia entre esquemas de emisión estatal y esquemas de recepción social. Es como si hablaran idiomas distintos o, las palabras tuvieran significados diferentes. El desquicio y pavorosa orfandad que todo ello provoca en los gobernantes queda perfectamente graficada en la creencia de la esposa del presidente chileno Piñera que calificaba a los sublevados del 2019 como “alienígenas”.
 
A la vez, la parálisis de creencias estatales no puede ser indefinida, por lo que, casi paralelamente, sectores crecientes de la población se ven impulsados a abrazar una disponibilidad o apetencia a nuevas creencias compartidas, habilitando una audiencia a los renovadores de los viejos partidos, a los marginados del sistema de partidos, convertidos ahora en adalides de una renovación intelectual y moral de la política o, a las enunciaciones resultantes de la acción colectiva.
 
Y es que allí donde la transición de esquemas estatales de legitimación viene acompañada de estallidos sociales, son estos movimientos sociales los que también actúan como intelectuales colectivos capaces de promover quiebres y adhesiones cognitivos en amplios sectores populares. La acción colectiva siempre actúa como epifanía cognitiva, como gramática de nuevos cursos de acción posibles de la sociedad sobre los modos de organizar la vida en común, es decir, de disputar los universales legítimos de una sociedad. Lo que en la literatura se estudia como “doble poder” es una variante radical de este factor disruptivo de lo decible y lo posible que acompañan los momentos de efervescencia social.
 
En resumen, a estas tres formas de transición de un régimen de legitimación estatal, corresponderán formas instituciones y discursivas diferentes de formación del nuevo régimen de legitimidad.
 
Legitimidad extraviada.
 
Pero también puede darse que al eclipse de un régimen de legitimación estatal no le acompañe un sustituto desde el viejo sistema de partidos, ni desde los “outsiders”; ni una regeneración desde la ausente movilización social. Y entonces el consenso social entra en un periodo temporal de descomposición, fragmentado y en cámara lenta, que es lo que precisamente sucede hoy en Bolivia. Pero claramente, esto tampoco puede ser duradero.  

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