Más allá de los números finales, y de que su candidato resultó victorioso por un importante margen, esta elección de Estados Unidos tuvo en el trumpismo a un claro ganador.
Daniel Kersffeld / Página12
Pese a ser la principal figura del establishment empresarial y político, Donald Trump simboliza ante la mayoría de sus votantes que todavía es ese pretendido outsider que llegó “desde fuera” para denunciar la corrupción de las élites y de los tradicionales sectores de poder. Con el agregado de que, además, es un perseguido y condenado por la justicia, una víctima del sistema que él mismo pretendió sanear en su anterior mandato, y que necesita volver al gobierno para completar su tarea.
Obviamente, el trumpismo no existiría si, al mismo tiempo, no hubiera un caudillo decidido a encabezar un particular movimiento de reivindicación con bordes indefinidos. Pero tampoco existiría sin un sistema al que una mayoría percibe como excluyente, sin perspectivas de futuro, y construido para beneficio de una minoría cada vez más alejada del “ciudadano común”.
Así, y como ningún otro dirigente, Trump expresa y canaliza la frustración, pero también la protesta. Y últimamente, también la revancha y la venganza alimentadas, incluso, por mentiras y fake news de todo tipo (como las apetencias gastronómicas de ciertos inmigrantes…).
Como cualquier populismo, el trumpismo es un movimiento policlasista, capaz de amalgamar la identidad política de trabajadores pobres y desempleados, junto con clases medias y empresarios. Y como todo populismo, el trumpismo expresa mejor que ningún otro movimiento o corriente las enormes contradicciones que se desarrollan actualmente en la todavía principal potencia global.
Los números son elocuentes. Según la Oficina del Censo de los Estados Unidos, en ese país aproximadamente un 18% de la población vive en la pobreza, por lo que hay 38 millones de pobres, de los que más de 15 millones son niños que están en situación de inseguridad alimentaria. Hay 27 millones de personas sin ningún tipo de seguro médico, y más de 600 mil viven en las calles, en lo que constituye todo un récord en la historia de este país.
Para contrarrestar estos números, se puede tener en cuenta hoy más de 5,5 millones de personas con un patrimonio de más de un millón de dólares, cuyas fortunas combinadas llegan a los 26.1 billones de dólares. Sólo en la ciudad de Nueva York viven más de 1200 millonarios y cerca de un centenar de ellos son catalogados como “multimillonarios”…
En este escenario de contradicciones y disparidades, el principal desafío que tiene por delante el nuevo gobierno de Donald Trump será institucionalizar una corriente política que hasta ahora está centrada, únicamente, en su propia persona.
El movimiento MAGA (Make America Great Again), una denominación que remite a la época dorada del partido Republicano de la era Reagan, hoy es un puente estratégico no sólo para ampliar la base de seguidores del caudillo sino también para ir avanzando en un futuro trasvasamiento generacional.
Mientras tanto, organizaciones como Heritage Foundation, a través del anunciado “Project 2025”, procurará redefinir las bases del Estado, y del sistema político a partir de los requerimientos del trumpismo, en lo que promete ser la lucha final contra el fantasmático “Deep State”, el “Estado profundo” de burócratas y funcionarios capaz de controlar los más íntimos dispositivos del poder.
Una vez más, el poderoso presidente se victimizará ante amenazas inexistentes y sabotajes imaginarios para, de ese modo, fortalecer sus alianzas políticas y empresariales, proyectar sus ambiciones y deseos, e intentar debilitar al extremo a opositores y antagonistas.
El caudillo iniciará su segundo mandato con 78 años. Frente a cualquier imprevisto, la sucesión estará asegurada con el vicepresidente electo J. D. Vance, senador, empresario y, por sobre todas las cosas, un cuadro de MAGA, con un ideario todavía más radicalizado que el del propio Trump.
En este escenario de incertidumbre algo está claro: el fin de lo que muchos aun consideran como el “excepcionalismo estadounidense”. Esa falsa idea, sustentada en una falsa superioridad, en la que Estados Unidos es, necesariamente, distinto a otros países (y, obviamente, a América Latina).
El trumpismo no sólo llegó para quedarse. Hoy ya se encuentra plenamente arraigado y, por ende, moldeará las formas de la política, de la cultura y de la democracia, en las próximas décadas, en Estados Unidos, pero también en buena parte del mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario