Donald Trump es la más importante señal de este nuevo medioevo tecnológico, y sus émulos mentirosos, agresivos y soeces hacen fila en las cuatro esquinas del mundo para asumir las pequeñas cuotas de poder que les correspondan.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
La victoria inobjetable de Donald Trump en los Estados Unidos certifica lo que ya se viene manifestando desde hace unos años, el afianzamiento de la tendencia reaccionaria que rememora los tiempos previos al ascenso del Tercer Reich y de Benito Mussolini. Los años treinta, del siglo XX, años de frustración y furia, de creciente intolerancia y culto al irracionalismo -como ahora- cuando las redes sociales se llenan de insultos y linchamientos promovidos por jovencísimos promotores del odio y la intolerancia.
Seguramente, la pandemia ha sido el punto catalizador de la bronca contra las desigualdades y la falta de oportunidades, y ese enojo fue dirigido en la dirección que convenía a la derecha más rancia y extremista: contra los que tenían trabajo, salario asegurado, y se podían quedar en sus casas haciendo teletrabajo, mientras los informales, los desempleados, los que tenían que salir para ganarse el sustento veían quebrar sus pequeños negocios.
El enemigo fue, entonces, el Estado y todo su aparato, que fue identificado como el causante de todos los males, y los trabajadores de ese aparato, que fueron vistos como privilegiados. Es una gran victoria de la derecha haber podido desviar las causas de los males sociales hacia una parte de los trabajadores, y no hacia los verdaderos causantes, que ahora bailan en tarimas públicas y son nombrados en cargos relevantes del gobierno estadounidense.
Pero, aunque fue la pandemia la que terminó de concretar esta situación, había ya una fermentación de años en la que los medios de comunicación de la derecha venían remachando en un discurso que identificaba enemigos en las universidades públicas, los movimientos sociales de las mujeres, los ambientalistas y el movimiento LGTIBQ. Estos eran los causantes de una supuesta degeneración moral que había que parar a toda costa, antes que las familias desmembradas vieran cómo los hijos y las hijas eran arrastrados en la ola de cambio de sexo y orientación sexual. Supieron infundir miedo y canalizarlo en la dirección que necesitaban.
Lo primero que se expresó de este ambiente de amenaza inventada que se fue expandiendo, fue la necesidad de desenmascarar las supuestas mentiras en las que se sustentaba el “plan siniestro” de quienes, en las sombras, querían dañar al mundo. Aparecieron, así, los negacionistas, que aseguran que la Tierra es plana; que la pandemia fue un invento; que las vacunas no sirven o se usan para inocular todo tipo de artefactos en el cuerpo; que el cambio climático no existe. Todo sería parte de un gran engaño contra lo que habría que rebelarse.
Es una nueva Edad Media con las características del siglo XXI: tecnológica, con crisis civilizatoria y armas nucleares, pero, igual que entonces, un tiempo en el que prima la irracionalidad y el miedo a situaciones que parecen ingobernables y que amenazan con desmoronar y arrasar con todo.
Donald Trump es la más importante señal de este nuevo medioevo tecnológico, y sus émulos mentirosos, agresivos y soeces hacen fila en las cuatro esquinas del mundo para asumir las pequeñas cuotas de poder que les correspondan.
Ojalá se entendiera con claridad lo que está pasando, porque la gente a la que le correspondería sentirse amenazada, debería estar dejando de lado sus diferencias para hacer un gran frente común. Son los más, y deben hacer valer la cordura antes que, en estos tiempos liminares que vivimos, nos arrastre a todos las turbulencias del río salido de madre.
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