“Jesús no murió en Palestina, sino que está vivo en cada hombre. La mayor parte de los hombres ha pasado dormida sobre la tierra. Comieron y bebieron; pero no supieron de sí. La cruzada se ha de emprender ahora para revelar a los hombres su propia naturaleza, y para darles, con el conocimiento de la ciencia llana y práctica, la independencia personal que fortalece la bondad y fomenta el decoro y el orgullo de ser criatura amable y cosa viviente en el magno universo.”
José Martí, 1884[1]
Evangelii Gaudium, en efecto, manifiesta un carácter cultural – y, por ende, político -, cuyo interés resalta a la luz de la obra de gobierno de la Iglesia que desempeñó Francisco en su pontificado. Su lectura permite apreciar la importancia que otorgaba Francisco a la construcción de los entendimientos que permitieran a su Iglesia ejercer los valores que la animan en la tarea de contribuir, en idea como en acto, a los cambios que estos tiempos demandan.
Así, su Exhortación plantea que para avanzar en la construcción “de un pueblo en paz, justicia y fraternidad, hay cuatro principios relacionados con tensiones bipolares propias de toda realidad social”. Esos principios, dice, “orientan específicamente el desarrollo de la convivencia social y la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común.” (221)
El primero de ellos plantea que el tiempo es superior al espacio. El “tiempo”, dice,
ampliamente considerado, hace referencia a la plenitud como expresión del horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive en un espacio acotado. Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae. (222)
Atender a esto, añade, “permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos,” enfrentando así el riesgo de “privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos.” Por contraste,
Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. El tiempo rige los espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en constante crecimiento, sin caminos de retorno. Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad. (223)
El segundo principio nos dice que la unidad es superior al conflicto. Este último, dice,
no puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser asumido. Pero si quedamos atrapados en él, perdemos perspectivas, los horizontes se limitan y la realidad misma queda fragmentada. Cuando nos detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad. (226)
Ante esa realidad, dice Francisco, no cabe lavarse las manos ni dejarse atrapar por el conflicto, pues quienes lo hacen “proyectan en las instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible.” Lo que procede, en cambio, es “aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso” para “desarrollar una comunión en las diferencias, que sólo pueden facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la superficie conflictiva y miran a los demás en su dignidad más profunda.” Con ello, la solidaridad, “entendida en su sentido más hondo y desafiante”, se convierte
en un modo de hacer la historia, en un ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida. No es apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino por la resolución en un plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas de las polaridades en pugna. (228)
El tercer principio plantea que la realidad es más importante que la idea. Entre ambas, dice Francisco, existe una tensión bipolar, en la cual la realidad “simplemente es” mientras la idea “se elabora”. Esto demanda un diálogo constante entre ambas, para evitar que la idea “termine separándose de la realidad.” Y esto supone
evitar diversas formas de ocultar la realidad: los purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los nominalismos declaracionistas, los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría. (233)
Ante un proceso de cambio, en verdad, lo que realmente convoca “es la realidad iluminada por el razonamiento.” Al margen de esta relación, la verdad resulta manipulada, lo cual explica que haya políticos “—e incluso dirigentes religiosos— que se preguntan por qué el pueblo no los comprende y no los sigue, si sus propuestas son tan lógicas y claras.” Quizás, agrega, eso ocurra “porque se instalaron en el reino de la pura idea y redujeron la política o la fe a la retórica”, mientras otros “olvidaron la sencillez e importaron desde fuera una racionalidad ajena a la gente.”
El cuarto principio tiene especial interés en las circunstancias de crisis en que vivimos. Se trata de que el todo es superior a la parte. Así, ante la tensión entre “la globalización y la localización”, hace falta “prestar atención a lo global para no caer en una mezquindad cotidiana”, sin perder de vista lo local, “que nos hace caminar con los pies sobre la tierra.” La unidad de ambas cosas, añade, impide caer “en alguno de estos dos extremos:”
uno, que los ciudadanos vivan en un universalismo abstracto y globalizante, miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del mundo, que es de otros, con la boca abierta y aplausos programados; otro, que se conviertan en un museo folklórico de ermitaños localistas, condenados a repetir siempre lo mismo, incapaces de dejarse interpelar por el diferente y de valorar la belleza que Dios derrama fuera de sus límites. (234)
“El todo”, añade Francisco, “es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas.” Por lo mismo, “no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos.” Con ello, se trabaja “en lo pequeño, en lo cercano, pero con una perspectiva más amplia”, tal como una persona
que conserva su peculiaridad personal y no esconde su identidad, cuando integra cordialmente una comunidad, no se anula sino que recibe siempre nuevos estímulos para su propio desarrollo. No es ni la esfera global que anula ni la parcialidad aislada que esteriliza.
Aquí, plantea Francisco, el modelo a seguir “no es la esfera […] donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros”, sino “el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad.” Allí, dice Francisco,
entran los pobres con su cultura, sus proyectos y sus propias potencialidades. Aun las personas que puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe perderse. Es la conjunción de los pueblos que, en el orden universal, conservan su propia peculiaridad; es la totalidad de las personas en una sociedad que busca un bien común que verdaderamente incorpora a todos.
De este modo, aquí en nuestra América el tiempo y el espacio, la unidad y el conflicto, la realidad y la idea, como el todo y sus partes, buscan integrarse en un propósito común, con todos y para el bien de todos los que coincidimos en su necesidad. El cambio social, así, arribará a través de la construcción de sociedades diferentes a las que hoy padecen del agotamiento de sus capacidades de transformación.
Las ideas, una vez que prenden en las masas, son como la palanca que pedía Arquímedes para mover al mundo. Francisco fue generoso y constante en la tarea de convertir la experiencia en razones al servicio de los cambios que demandan estos tiempos. De su pontificado nos queda aquel legado en el cual, al decir de José Martí,
Como cuerpos que ruedan por un plano inclinado, así las ideas justas, por sobre todo obstáculo y valla, llegan a logro. Será dado precipitar o estorbar su llegada; impedirla, jamás. – Una idea justa que aparece, vence. Los hombres mismos que la sacan de su cerebro, donde la fecundaron con sus dolores, y la alimentan luego que la traen a la luz, no pueden apagar sus llamas que vuelan como alas, y abrasan a quien quiere detenerlas.[3]
Alto Boquete, Panamá, 24 de abril de 2025
[1] “Maestros ambulantes”. La América, Nueva York, mayo de 1884. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VIII, 289.
[2] http://www.aciprensa.com/Docum/evangeliigaudium.pdf . Las citas corresponden a los parágrafos del documento.
[3] “Prólogo” a Cuentos de Hoy y de Mañana, por Rafael Castro Palomares. La América, Nueva York, octubre de 1883. Ibid., V, 105.
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