Los ocho años de Lula lanzaron a Brasil como potencia global y regional en desmedro de Estados Unidos, instalaron una nueva elite en la administración del Estado y debilitaron la lucha anticapitalista y por un mundo nuevo.
Cuando falta poco más de un mes para las elecciones presidenciales en Brasil, la candidata creada y auspiciada por Lula, Dilma Rousseff, lleva una ventaja suficiente como para ganar incluso en la primera vuelta del 3 de octubre. La encuesta de Datafolha difundida el pasado fin de semana concede a Rousseff 47 por ciento frente a 30 por ciento del socialdemócrata José Serra y 9 por ciento de la ecologista Marina Silva. Esa diferencia parece imposible de descontar en sólo un mes, sobre todo porque su candidatura viene creciendo sin parar desde hace ya más de un año.
El ascenso de Rousseff es asombroso: tres meses atrás estaba empatada con Serra; un año atrás tenía apenas 16 por ciento de las intenciones de voto mientras Serra ostentaba más de 40 por ciento; a principios de 2009 tenía apenas 8 por ciento del electorado. En poco más de un año pasó de la marginalidad política a convertirse en la más firme candidata a suceder a Lula. Rousseff fue presa política durante la dictadura militar por integrar el grupo armado VAR-Palmares, luego militó en el Partido Democrático Trabalhista de Leonel Brizola, se graduó en economía y desde 2001 integra el PT. Cuando el escándalo de corrupción que forzó la renuncia de José Dirceu, Lula la nombró al frente de la Casa Civil, un cargo similar al de jefe de gabinete.
A todas luces, se trata de un triunfo más del actual presidente, que luego de ocho años de gobierno se retira con casi 80 por ciento de aprobación. El apoyo popular a Lula es sólido, sostenido en el tiempo, y atraviesa todos los sectores sociales. Oponerse a Lula, dicen amigos brasileños, es como poner en cuestión la ley de la gravedad. Su hegemonía es tan fuerte que un anuncio publicitario de su adversario Serra incluye la imagen de Lula. Desde una mirada de larga duración, habrá un antes y un después de sus ocho años al frente de Brasil.
Un balance de la gestión de Lula implicaría recorrer muchos aspectos, desde el carisma personal del hombre nacido en una humilde vivienda del noreste, que sintoniza con los sentimientos de la inmensa mayoría de los brasileños, hasta su exitosa gestión estatal luego de la pesadilla neoliberal y privatizadora de los ocho años de Fernando Henrique Cardoso, cuando cerca de 30 por ciento del PIB cambió de manos, provocando un terremoto en el país.
Desde el punto de vista económico, las dos presidencias de Lula supusieron un crecimiento de 37 por ciento, que contrasta con el escaso 20 por ciento de los años 1994-2002 de la presidencia de Cardoso. Aunque no fue espectacular, permitió que casi 30 millones de brasileños (en un país de 190 millones) hayan migrado de la pobreza a las clases medias, algo inédito en la historia del país y una de las claves del masivo apoyo a Lula.
Los frutos de este crecimiento no se repartieron de forma pareja. Las ganancias de la gran banca explotaron 420 por ciento bajo Lula. Sólo tres bancos (Banco do Brasil, Itaú-Unibanco y Bradesco), que controlan 80 por ciento del mercado, ganaron en ocho años 95 mil millones de dólares, frente a 18 mil millones que habían ganado bajo el mandato de Cardoso. El capitalismo brasileño vive una profunda reorganización mediante un proceso de centralización y concentración lubricado por el Estado por conducto del BNDES (Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social), el mayor banco de fomento del mundo.
El apoyo a las grandes empresas brasileñas les está permitiendo competir en buenas condiciones en el mercado internacional, al fusionarse y convertirse en multinacionales exitosas con financiación estatal y de los fondos de pensiones. Brasil Foods, fruto de la fusión entre Sadia y Perdigao, se convirtió en la mayor exportadora de carne procesada del mundo. La semiestatal Petrobras figura entre las cuatro mayores petroleras, la privatizada Vale do Rio Doce es la segunda minera del planeta y Embraer la tercer aeronáutica detrás de Boeing y Airbus. La fusión de Votorantim y Aracurz creó la cuarta procesadora de celulosa del mundo y la fusión de Itaú y Unibanco lo coloca entre los 10 mayores bancos. Las multinacionales forman parte del nuevo papel de Brasil en el mundo.
En segundo lugar, el amplio apoyo a Lula no podría explicarse sin políticas sociales como Bolsa Familia, que supone transferencias monetarias muy bajas (entre 12 y 114 dólares) pero que llegan a 50 millones de personas, uno de cada tres brasileños. Sobre todo en el noreste este tipo de programas consiguieron modificar el escenario político electoral construyendo un sólido apoyo a Lula. Todos los estudios aseguran que se produjo una fuerte disminución de la pobreza, aunque Brasil sigue siendo uno de los países más desiguales del mundo.
La tercera cuestión, quizá la determinante, es que bajo Lula Brasil se ha convertido en potencia global. No sólo forma parte del cuarteto de países emergentes conocido como BRIC (Brasil, India, China y Rusia), sino que se ha ganado un lugar en el mundo que se evidenció en el acuerdo entre Turquía, Brasil e Irán para solucionar el conflicto a raíz del enriquecimiento de uranio. En Sudamérica, la Unasur creada bajo impulso de Brasilia ha conseguido desplazar a la OEA en la resolución de conflictos regionales.
Bajo el gobierno Lula se aprobó la Estrategia Nacional de Defensa, que establece como prioridades la protección de la Amazonia y de los hidrocarburos de la plataforma marítima, la reorganización y modernización de las fuerzas armadas, con capacidad de fabricar desde submarinos hasta cazas de quinta generación, mientras el país ya domina todo el proceso que le permitirá construir armas atómicas.
Por último, los movimientos sociales están en su peor momento desde la década de 1980. La profundización del neoliberalismo y la expansión de las políticas sociales están en la base de la creciente debilidad de los movimientos. Los ocho años de Lula lanzaron a Brasil como potencia global y regional en desmedro de Estados Unidos, instalaron una nueva elite en la administración del Estado y debilitaron la lucha anticapitalista y por un mundo nuevo. Los tres hechos son parte inseparable de un mismo proceso.
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