En una época que necesita desesperadamente respuestas culturales que hagan viable el futuro, que nos enseñen a convivir con la naturaleza y a moderar los excesos de la industrialización, las inercias de la urbanización, los delirios del consumo y las locuras de un crecimiento desaforado y vacío, la Ciudad del Saber de Panamá se alza como un espacio de convergencia para las urgentes tareas culturales que reclaman a nuestro continente.
William Ospina / El Espectador (Colombia)
Hubo una época en que el camino más corto entre la costa este y la costa oeste de Estados Unidos era el estrecho de Magallanes. Cuando la segunda mitad del siglo XIX triplicó su territorio con las tierras que fueron de México, Estados Unidos tuvo que aprender a comunicarse consigo mismo: eso que las películas de vaqueros nos enseñaron a llamar “el lejano Oeste” era una tierra de difícil acceso y de ardua conquista, y para ir de Nueva York a San Francisco era mejor navegar hasta la Patagonia.
Conviene saber esto para entender por qué Panamá se convirtió para Estados Unidos en un asunto tan central de su economía y de su política. Nada les convino tanto como el fracaso de Ferdinand de Lesseps, cuya idea de construir en Panamá un canal a nivel del mar tropezó con el escollo insuperable del macizo de rocas llamado “Corte de Culebra”, la última barrera que opuso la naturaleza al proyecto de cortar en dos el continente. La empresa de Lesseps, quien había construido con éxito el Canal del Suez en Egipto, estuvo a punto de triunfar cuando el ingeniero Eiffel le propuso sabiamente un canal de esclusas, que permitieran a los barcos subir de nivel, remontar el escollo y descender de nuevo hasta el otro océano. Pero ay, los gastos habían desbordado la paciencia de los accionistas y ante el parpadeo de los halcones sólo el águila imperial supo ver el futuro.
Estados Unidos adquirió las acciones del canal fracasado de los franceses de manos del empresario y conspirador Bunau-Varilla, a quien la imprudente Colombia había encargado de comenzar una negociación y quien firmó enseguida un tratado lleno de concesiones como si fuera dueño no sólo de las acciones sino del territorio. El tratado era leonino, pero Estados Unidos encontró la manera apresurada de legitimarlo: apoyar la secesión de Panamá e imponer desde la víspera al nuevo gobierno la cesión a perpetuidad de un territorio de ocho kilómetros a lado y lado de la línea por donde se construiría el canal.
Así nació el fuerte Clayton, parte del gran plan de defensa de un canal que estaba siendo construido en momentos de gran tensión, y que antes de 1914 alcanzó a ser ampliado para que pasaran por él los barcos de la guerra inminente. De los caseríos de barracones de madera y de los campos de tiendas de campaña para los infantes de marina se pasó a las grandes instalaciones militares, los edificios de oficinas, las residencias de oficiales de distintas gradaciones, los hospitales, los aeródromos, y el vasto sistema de parques y lagos ornamentales que le dieron su aspecto definitivo.
Arquitectos, ingenieros y urbanistas de renombre trazaron, década tras década, la ciudadela. La zona del canal era una suerte de Estado asociado, el consentido corredor de mansiones mission style y art decó “tropicalizado”, con jardines y reservas de bosques, que unía los dos costados de Norteamérica y por lo tanto era considerada casi parte del territorio de la Unión.
Panamá nunca dejó de reclamar lo suyo a lo largo del siglo, y pagó con sufrimiento y sangre por ello, hasta que finalmente el tratado Torrijos-Carter en 1977 derogó las arbitrariedades de Bunau-Varilla y devolvió el Canal a su dueño. No puede un país, por el hecho de haber construido una obra en tierra ajena, quedarse para siempre con ella. Por su importancia económica y política, pero sobre todo por su valor simbólico, la restitución del Canal de Panamá es la reivindicación más importante que ha tenido América Latina en un siglo. El esfuerzo patriótico de Omar Torrijos, secundado por importantes líderes del continente, fructificó en la reversión del canal, y con esa recuperación Panamá reafirmó su autonomía, su soberanía largamente negada por un ocupante arbitrario, y ha comenzado una época de nuevo orgullo ciudadano. Una de las consecuencias de la restitución es el renovado interés de los panameños por su memoria urbana, y la restauración del casco antiguo de la ciudad, herencia descuidada en los tiempos de la ocupación.
Pero sin duda el gesto más clarividente de la dirigencia del país fue, desde la década anterior a la entrega del Canal, la decisión de destinar una parte considerable de las instalaciones del viejo fuerte Clayton a una empresa cultural que promete convertirse con el tiempo en uno de los faros del pensamiento continental: la Ciudad del Saber.
Ya Bolívar había soñado que el istmo de Panamá llegara a ser para el futuro lo que el istmo de Corinto para la antigüedad. El istmo de Corinto unía una península a un continente, en una región luminosa pero encerrada de los viejos mares de Europa; el istmo de Panamá es el punto de contacto de dos hemisferios, cruce de caminos de Oriente y Occidente, punto de convergencia del Norte y del Sur, espacio privilegiado para el diálogo de mundos y culturas, para propiciar el encuentro de las aguas y los bosques, de la reflexión y de la acción.
En una época que necesita desesperadamente respuestas culturales que hagan viable el futuro, que nos enseñen a convivir con la naturaleza y a moderar los excesos de la industrialización, las inercias de la urbanización, los delirios del consumo y las locuras de un crecimiento desaforado y vacío, la Ciudad del Saber de Panamá se alza como un espacio de convergencia para las urgentes tareas culturales que reclaman a nuestro continente.
Sería difícil encontrar un propósito más bello y más noble para un sitio tan significativo por su ubicación y por su historia.
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