Todo se derrumba cuando los trenes chocan o no frenan, como el que el pasado 22 de febrero arribó a la Estación Once, dejando un saldo de 50 muertos, 600 heridos y más de una docena de desaparecidos, en un horario pico. Todo se derrumba o saca a la luz todos los problemas acumulados y no resueltos que, como bola de nieve, vienen creciendo día tras día y año tras año.
Roberto Utrero* / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina
El neoliberalismo celebrado en el decálogo del Consenso de Washington, tuvo en la Argentina del menemismo a su mejor laboratorio de experimentación. Fruto de su aplicación fueron las privatizaciones de las empresas del Estado, la apertura irrestricta de la economía, la destrucción de la educación y la salud pública y la modificación del sistema de Seguridad Social, entre muchas otras cosas nefastas. Huelga decir, para sintetizar, que se privilegió al mercado en detrimento del Estado de Bienestar y sus instituciones.
Como en la panacea de la teoría del derrame, se esperaba que con el paso a manos privadas de los servicios públicos iban a modernizarse, hacerse más eficientes y, desde luego, ampliarse a muchos más usuarios. Nada de eso pasó: se privilegiaron los intereses de los grupos dominantes que los concesionaron, no se realizó ninguna inversión, se vaciaron las empresas, vendiendo todo lo que significara algún rédito. Desde luego que el servicio a prestar no se tuvo en cuenta y paulatinamente, a medida que la infraestructura y los equipos se deterioraban, fueron dejándose en el camino.
El caso de los ferrocarriles argentinos fue quizás el más dramático y con mayor costo económico y social. La sentencia “ramal que para, ramal que se cierra” obró como la destrucción de Cartago por los romanos hace dos mil años. Dejaron de circular los trenes por el interior del país, desaparecieron cerca de ochocientos pueblos y sus pobladores quedaron abandonados a su suerte, infinidad de ex ferroviarios se suicidaron al no encontrar trabajo y muchas más calamidades imposibles de describir y mucho menos de cuantificar.
El balance social, aquella herramienta de contabilidad utópica que describía la situación extrema del costo de las consecuencias de la supresión del servicio, aquí se manifestó cruda y sangrientamente. Nada volvió a ser igual, ni el país ni su población.
Como era de esperar desde los tiempos de la Colonia, los trenes siguieron circulando en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en la mayor provincia argentina, dado que allá se encuentra localizada la mayor proporción de población. El interior pasó a depender de otros medios de transporte y, quienes no podían movilizarse en avión o vehículos particulares, debieron hacerlo en las empresas de autotransporte, quedando librados al ejercicio de su monopolio. Privilegio que les permitió subir precios en forma exponencial, llegando a significar por lo menos tres veces lo que antes se pagaba por el traslado en tren.
El transporte de carga se volcó al camión, las rutas se congestionaron, la contaminación aumentó, como también los accidentes.
El gremio de los camioneros agradecido, llegando a contabilizar más de 140 mil afiliados, cuando en sus mejores tiempos el ferrocarril tuvo 20 mil menos. Hecho por demás elocuente en la conformación de un nuevo poder, lo que llevó a su conductor a ser el Secretario General de la CGT. Hoy, cuestionado jurídicamente desde afuera y lamentablemente en disidencia con las autoridades nacionales.
Hasta acá el ¡Viva la Pepa! Que nos viene mentando los momentos alegres por la recuperación de Madrid por los españoles en 1808, nos ha hecho dormir en los laureles o, por lo menos, guardar un silencio rayano con la estupidez.
Todo se derrumba cuando los trenes chocan o no frenan, como el que ayer [22 de febrero] arribó a la Estación Once, dejando un saldo de 50 muertos, 600 heridos y más de una docena de desaparecidos, en un horario pico.
Todo se derrumba o saca a la luz todos los problemas acumulados y no resueltos que, como bola de nieve, vienen creciendo día tras día y año tras año.
Entonces resulta lamentable escuchar al Secretario de Transporte, la mayor autoridad en la materia, ensayando respuestas como si estuviera en una charla de café, mientras el dolor hace estragos entre las víctimas y sus familiares. Tampoco aparece ningún representante de TBA, para que aclare la situación y se haga responsable de la emergencia y, los únicos que expresan su angustia y testimonio son los damnificados y los empleados y gremialistas. Ellos sí sacan la cara siendo que diariamente trabajan en condiciones lamentables y siendo también, parte de ese ejército anónimo vulnerable.
¿Qué se va a hacer ahora, comprobar la cuadratura del círculo? Es absurdo, por lo menos en homenaje a los caídos.
En algún momento hay que barajar y dar de nuevo y replantearse la reestatización, porque no hay grupo económico que pueda hacerse cargo del capital necesario para una obra de tanta envergadura.
Lo que costó el sacrificio y las esperanzas de un siglo y medio, se liquidó en dos décadas y, el desastroso remanente es utilizado para transportar millones de personas que van a trabajar a la Capital.
Este reclamo nacional se viene haciendo hace años desde distintas organizaciones, gobiernos provinciales, municipales, ex ferroviarios y la comunidad toda, que observa que el tren en otros países es motivo de preocupación y mejoramiento, aquí se lo posterga inexplicablemente.
Es aberrante lo sucedido, indigna a toda la comunidad. Basta de parches y disculpas. Es necesario tomar medidas trascendentales, establecer políticas de transporte de largo plazo.
Y, si estamos orgullosos de celebrar Bicentenarios, recuperar la dignidad en lo que a ferrocarriles se refiere, es imperativo y urgente.
*Roberto Utrero, docente, ex ferroviario, miembro del MONAREFA (Movimiento Nacional de Recuperación de los Ferrorriles).
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