Esta sensación de agotamiento, frustración y pena nos marcará durante largo tiempo.
Carolina Vásquez Araya / https://carolinavasquezaraya.com
El día que mi hermana me comunicó que su esposo, mi cuñado, había contraído el virus, pude darme cuenta de cómo la noticia de una víctima tan cercana puede alterar la percepción de lo que nos rodea. Sobre todo, si esa persona está dentro de nuestros círculos concéntricos, esos que giran en el entorno más íntimo hasta tocarnos; esas personas que amamos porque forman parte de toda una vida de experiencias compartidas y a las que creemos –y deseamos- inmunes a las desgracias. De pronto, se rompe la burbuja y nos encontramos cara a cara con una realidad que nos equipara con la masa anónima, distinta y lejana.
Hoy me cuesta escribir, porque en una progresión paulatina y casi inadvertida por su efecto engañoso, he perdido no solo la noción del tiempo, sino también de la libertad. Esta pandemia, cuyo origen se oculta entre especulaciones cada vez más oscuras, ha puesto en evidencia cuán frágiles son nuestras defensas biológicas y sociales, cuánto dependemos de los otros, sobre todo de quienes solemos clasificar por estatus, origen o formas de pensamiento y que supuestamente nos son ajenos. Por vez primera, quizá, reconocemos a nuestros vecinos y a esos seres que nos resuelven aspectos tan importantes y variados como la alimentación, la salud, los servicios esenciales y hasta el retiro de la basura. Y pensamos en ellos como héroes.
Unas pocas semanas de confinamiento nos han puesto frente a un espejo en donde se reflejan con total nitidez las carencias afectivas, vacíos emocionales, fortalezas y debilidades. Entonces, a partir de esa noción de realidad intentamos sobrellevar el día a día. Quienes hemos vivido estados de sitio y la represión que eso implica, conocemos y recordamos con nitidez la sensación de impotencia por la pérdida de la libertad y de los derechos esenciales en una sociedad democrática. Por lo tanto, con el peso de esas experiencias indeseables observamos hoy con desconfianza el proceder de las autoridades quienes, como en un sistema de vasos comunicantes, ganan poder mientras la sociedad los pierde. En circunstancias tan complejas como las actuales, es cuando aparecen todos los fantasmas con los cuales hemos convivido, entre ellos la inmensa preponderancia de los intereses económicos y el atroz abandono de quienes producen la riqueza y están a la cola de las prioridades.
Del mismo modo, surgen desde lo más íntimo de los hogares las evidencias que confirman, una vez más, la vulnerabilidad de niñas, niños y mujeres en un régimen de violencia, abuso sexual, psicológico y en toda clase de agresiones propias del sistema patriarcal, históricamente dominante, en donde deberían imperar el amor y el respeto. El incremento pavoroso de las denuncias de violencia doméstica durante estas semanas de confinamiento abre el arcón de los horrores en el peor de los momentos, cuando toda la atención está enfocada en las cifras de la pandemia, en las noticias internacionales y, sobre todo, cuando las instancias destinadas a proteger a las víctimas, también acusan el impacto de las restricciones.
Quienes podemos expresarnos a través de los medios de comunicación experimentamos, igual que todos, una sensación de impotencia y vacío por la enorme dimensión de la crisis sanitaria que golpea al mundo. Vemos con desolación cómo aquello tantas veces denunciado: la corrupción y la indolencia de los cuadros políticos, la voracidad de los círculos de poder económico y su connivencia con la potencia del sistema neoliberal que debilita y despoja de recursos a los Estados, ha creado al monstruo que hoy nos deja a merced del caos.
El mundo y sus habitantes, en medio de una crisis imposible de dimensionar.
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