Restablecer el debate sobre los bienes comunes, entiendo, sería una buena estrategia para abordar los dilemas trágicos de la acción ante el coronavirus y otras amenazas que nos sobrevendrán, conciliar deberes con virtudes, utilidad con bien, sin por ello anular la tensión creativa que entre los mismos permite el desarrollo de las sociedades humanas.
Jaime Rodríguez Alba / Para Con Nuestra América
Agradecemos a nuestro colaborador en Chile, el Dr. Juan Carlos Gómez Leyton, por el envío de este texto.
La sorpresiva llegada del Covid-19, pese a que diversos expertos en gestión de riesgos vienen advirtiendo de una posible pandemia, nos sitúa ante retos múltiples en el terreno de las políticas públicas y la construcción de ciudadanía. Pesa a la hegeliana recomendación de que la Filosofía se tome su tiempo para responder (en su aforismo: la lechuza de Minerva levanta su vuelo al atardecer), irrumpieron todo tipo de opiniones filosóficas y afines al respecto. Tal ha sido el caso del libro de difusión masiva por las redes, Sopa de Wuhan. En el mismo reputados intelectuales se apropian de su función -mirar la realidad desde la atalaya del supuesto saber, por señalar lacaniamente. Algunos como Zizek confían que este virus destape un virus ideológico que amenace las entrañas mismas del sistema capitalista, a quien tácitamente puede hacerse responsable de la, al menos, catastrófica gestión de la crisis. Otros filósofos como Byung Chul Han, más escépticos, consideran que el sistema capitalista puede virar al contrario hacia nuevas formas de autoritarismo y vigilancia. En un sentido parecido se expresa Paul Preciado quien, recuperando categorías de Foucault y Espósito, cree que estamos ante la mutación de los dispositivos biopolíticos y la emergencia, acaso cristalización, de un estado ciberautoritario.
Con independencia del juicio que nos merezcan este tipo de declaraciones, y sin entrar en detalle creo que es importante, por la lógica de los tiempos, considerar también los tiempos de la lógica. Me explico. No soy de los que piense que el filósofo tenga una mirada más certera sobre lo real, al modo como Platón había considerado a su ideal prisionero de la caverna. Tampoco considero que la filosofía tenga la capacidad de establecer predicciones, y antes opino que la prospectiva es una disciplina, inherente a la gestión de riesgos, que ha adquirido ciertos logros y avances por situarse más del lado de la ciencia.
Considero con Gustavo Bueno que una adecuada manera de comprender la tarea del saber filosófico -desde la antigüedad hasta nuestros días- es contemplarlo como un saber crítico de segundo grado. Saber que apoyado en las ciencias y otros saberes (y prácticas) racionales pueda ejercer su tarea crítica de deconstrucción de las diversas creencias, saberes, ideologías, mitos, etc., que circundan y definen el estado presente. En este sentido la Filosofía, y la ética que puede inscribirse en sus coordenadas, es antes que una mirada desde la atalaya, una visión que se estructura conforme a conjuntos de saberes previos y, por lo mismo, una tarea esencialmente cooperativa y autovigilante. Para poder mirar con la mayor objetividad posible se precisa objetivar la mirada: situar el lugar desde el que se observa y actúa en los fenómenos.
Me propongo aquí unas simples reflexiones desde la ética aplicada, que es el campo en el que trabajo. Para ello trataré de pergeñar, en base a la exploración mínima del fenómeno que por el momento nos es posible considerar, puesto que la crisis continúa su ritmo, algunas tensiones éticas que pueden avizorarse tanto en la génesis como en la gestión del Covid-19. Esbozar algunas ideas -reconozco su carácter provisional y exijo la máxima distancia respecto a las mismas pues no dejan de incurrir en lo que críticamente se observa a los intelectuales de Sopa de Wuhan- que desde una ética aplicada a la gestión publica pudieran situarse en el tapete para las discusiones post-Coronavirus. La ética aplicada intersecta de múltiples modos con otros campos de la ética como son la ética descriptiva -encargada de describir los sistemas de moralidad (normas, hábitos, valores, etc.) desde las perspectivas de las ciencias empíricas-, la ética normativa (ocupada en la fundamentación de normas) y la metaética (afanada en la cuestión de la justificación o razonamiento moral). De tal modo que la aplicación de la ética misma es un ejercicio reflexivo destinado a operacionalizar, sobre herramientas, propuestas, discusiones, etc., los aportes de las diversas ramas de la ética en geometrías complejas.
Por otra parte, y siguiendo con el tópico orteguiano según el cual es función de la filosofía generar buenos problemas, para así permitir buenas soluciones, el recorte analítico que aquí presentamos busca localizar focos de problemáticas éticas que habrán de ser abordados, para lo cual se hace preciso la tematización de los mismos. Tematización en la que cabe situar la tarea de la ética, Esgrimimos pues algunas problemáticas éticas en el ciclo del coronavirus: nacimiento, gestión y consecuencias.
La ética, decimos, es una tematización del ethos, considerando que el ethos es un conjunto de disposiciones culturales que se estructuran conforme a normas, valores, hábitos, etc., que organizan la conducta del sujeto moral (sea una persona física, una organización, una comunidad, etc.) La característica central del ethos estriba en que está atravesado por lógicas de conflictividad entre principios, normas y valores. Esto es, frente a toda suposición de una moral universal desde la que se pueda deducir la corrección de la acción, esta visión de la conflictividad del ethos nos permite entender que en toda problemática ética hay diversidad de posturas, perspectivas y alternativas, muchas veces de naturaleza trágica: la elección de una opción por sobre las demás imprime una pérdida moral ineludible. Ricardo Maliandi ha sostenido que la conflictividad puede comprenderse en la articulación de cuatro principios cardinales que exploran dimensiones distintas de los nexos y plexos de conflictos del ethos. Muy resumidamente, el ethos se articula en la posición de dos grandes de plexos de conflictos: aquellos que giran en torno a la oposición entre un principio que exige la universalidad y los que por el contrario tienden a priorizar el principio de la invidualidad; por otra parte, aquellos vinculados al principio de la conservación contra los que priorizan la realización o cambio. En otro lugar hemos explorado cómo en el ciclo de las políticas públicas pueden valorarse la contraposición de principios. La problemática ética es compleja, pues mientras autores como Maliandi consideran que se puede apelar a una suerte de metaprincipio de convergencia, según el cual hay que buscar siempre la mayor armonía posible entre los conflictos en tensión sin pretender priorizar uno sobre el otro (incomposibilidad de los óptimos), otros como Lariguet consideran que hay situaciones dilemáticas que no tienen posibilidad de armonizar los principios en conflicto. Quizá las tensiones y brechas éticas que aquí señalamos sean de este segundo tipo.
En su texto en la obra Sopa de Wuhan el geógrafo crítico David Harvery señala algo que parece importante rescatar desde una valoración ética de las problemáticas implicadas. Las últimas amenazas epidemiológicas parecen venir de áreas geográficas muy afectadas por el cambio climático, así como zonas en las que conviven mercados tradicionales sin condiciones de higiene y circulación de animales y personas, junto con áreas de enorme modernidad. El caso de Wuhan es expresión de lo mismo. Para Harvey la globalización capitalista y su necesaria producción y reproducción de desigualdades es una condición material de posibilidad de pandemias como las que estamos viviendo, del mismo modo a como la desigualdad en la distribución de las posibilidades de subsistencia hace que el virus, como señala Butler en el mismo texto, no impacta del mismo modo en las personas según su clase, etnia o género. De tal modo el virus ha patentizado el impacto que tienen las desigualdades sociales, geográficas, etc., en el bienestar colectivo a nivel global. Esto es, su origen está marcado según esta visión por la desigualdad, pero su difusión es posible por la misma globalización que refuerza esas desigualdades. Lo que nos sitúa ante un enorme reto en la posible redefinición de objetivos de una gobernanza colaborativa de riesgos y catástrofes a escala planetaria: ¿podrá sostenerse la universalización de pautas culturales sentadas sobre estándares de vida occidentales a escala planetaria? ¿No nos pone la actual crisis ante la manifestación de cómo las desigualdades universalizan de modo absoluto riesgos? ¿Es posible realizar un mundo conforme a pautas de sustentabilidad ecológica y social? ¿O al contrario los poderes fácticos empeñarán su energía para redefinir nuevas modalidades de explotación y particularización de los privilegios sociales? ¿Son universalizables las condiciones de buenos sistemas sanitarios? No olvidemos que la posibilidad de mutación de virus se sienta también sobre las condiciones de desigualdad: los virus mutan en los pobres y afectan también a los ricos, podríamos decir. Aunque como señalamos, de distinto modo. Todo un horizonte de cuestiones que nos sitúan ante la necesidad de pensar una suerte de republicanismo global, una gobernanza global que tienda hacia situaciones de equidad y sustentabilidad. Algunos como John Gray sostienen que la pandemia dejará escenarios de desglobalización: regreso a la intervención de los estados y apuesta por la identidad nacional, ante la inexistencia de mecanismos globales de gobernanza efectivos, así como adecuadas políticas de solidaridad.
La actual gestión de la pandemia muestra perfiles distintos. Países como Corea han tenido éxito en el control de la pandemia utilizando tecnologías para controlar temperatura y mediante los dispositivos móviles poder seguir el mapa de las personas contagiadas, así como con testeos masivos y uso de mascarillas. Apuestan así por mecanismos de control (el sujeto se expone a control y vigilancia por su propia acción con los dispositivos tecnológicos) más que de disciplinamiento o vigilancia tradicional. Quizá en base a contar con sociedades que sustentan una ética de carácter colectivista -para la que los deberes del sujeto con la comunidad son prioritarios. En cambio, los países occidentales hemos optado por mecanismos clásicos de aislamiento social. Quizá la razón esté en un sentido distinto del concepto de individualidad, así como los derechos de protección de datos. Se abren aquí tensiones como la seguridad respecto a la libertad individual, por ejemplo. En la perspectiva de Preciado se llega a considerar que la cibervigilancia mediante seguimiento por geolocalización es un claro ejemplo de régimen autoritario. Lo cierto es que, en la gestión efectiva de la crisis sanitaria, habida cuenta que el sistema permite localizar casos asintomáticos, evitar que puedan contagiar a otros, así como localizar las personas afectadas y así poder abordarlas con mayor rapidez: ¿no permitiría esta tecnología una suerte de ética del cuidado que permite la individualización? ¿Es así compatible un régimen autoritario con una ética del cuidado? ¿En qué sentido es desdeñable el cuidado por el poder público en nombre de la libertad? Por el contrario: ¿apelar a mecanismos de disciplinamiento tradicional -gestándose, en palabras de Preciado, una biopolítica que transita desde el control del territorio al control de los cuerpos en los hogares-, no supone una universalización indiscriminada del control que permite, precisamente, filtrar proyectos de corte más autoritario? Si el aislamiento preventivo crea la sospecha sobre todos los ciudadanos, ciertamente el control individualizado puede dar pie a estrategias de guetización de los afectados. Pero también, si es adecuadamente transparente y controlada, a mecanismos de inmunización virtuosa, comunitaria, en los que no se trata de marginar, sino de acompañar dentro de las medidas de seguridad oportunas. La gestión de la crisis manifiesta en esta primera tensión la tensión genérica entre un principio universalizante o de adecuación respecto a deberes de y con la comunidad y principios que tienden a la individualización de los derechos y las libertades. Pero la tensión se muestra en su plétora cuando podemos considerar que la misma crítica al imperialismo liberal del sujeto y sus derechos puede ser precisamente aplicada a los autores que pretenden superarla: cómo, si no es reconociendo al individuo, se pueden armonizar sus derechos e incluso inclinaciones con los del colectivo. Suponer a priori que la ciencia de datos que usó Corea es una herramienta de tecnovigilancia sin abrir el juego a las problemáticas éticas que la sitúan como herramienta al servicio de una gestión más humana de la crisis no deja de ser un sesgo. Tematizar las tensiones éticas implícitas ayudaría a gestar una innovación más humana.
En cambio, en los países occidentales, por motivos varios -jurídicos, de infraestructura tecnológica, culturales, etc.- se inclinaron por mecanismos de disciplinamiento propio de los modos de construcción de soberanía más tradicionales (como reconocen Preciado, Byun Chul Han o Manrique). Lo que se puede constatar -e insisto en que estamos en plena crisis y por lo mismo no hay la distancia suficiente para establecer afirmaciones en base a evidencia- es que si vamos al caso europeo resulta notorio que al superponer los mapas de infectados y mortalidad de los países con el mapa de corrupción, como lo establece por ejemplo Transparencia Internacional, casi se superponen los países con mejor desempeño -casos de infección y menor mortalidad- con los de mejor desempeño en su combate a la corrupción. Esto, que habrá que corroborar con posterioridad, estaría sin duda en sintonía con los estudios de correlación que muestran cómo los países con menor corrupción tienen mejor desempeño sanitario, mayor calidad de vida, esperanza de vida, etc. La presencia de recursos, así como la posibilidad de una gestión más planificada de la crisis devienen aquí centrales. En todo caso lo que salta a la luz en los momentos actuales en las crisis en España o en Italia son dos grandes ámbitos de tensiones éticas que denominaremos rápidamente: la tensión entre salud y economía, por un lado; y la tensión entre vidas útiles y vidas improductivas por otro, en lo tocante al uso de los recursos.
El presidente Alberto Fernández ha sostenido que no hay dilema alguno entre salud y economía, sin duda por entender que en tal oposición el principio de garantizar la salud de la población es prioritario. En cambio, otras voces no sostienen lo mismo. Así Calaza, Fernández Díaz, Leguina y De la Dehesa han elaborado un manifiesto desde España en el que, afirmando que forman parte del grupo de edad al que afecta en un 96% la mortalidad, es preciso levantar el aislamiento para sostener la producción. Sostienen además que la medida estigmatiza a la población mayor y que, dado que no existe vacuna, la manera de afrontar la situación es la inmunización de la población. En su argumento destaca una metáfora: si en las guerras se pide a la juventud su orientación al bien común en sacrificio de su propia seguridad y salud, en esta guerra contra el coronavirus -por usar la expresión usual de nuestros gobernantes- son los adultos mayores los que han de afrontar el sacrificio. Sin duda en las argumentaciones de ambos podemos apreciar ciertos rasgos de interés. Primero, y contra la visión apresurada de Fernández, es preciso remarcar que el dilema sí existe. Incluso, por decir con Lariguet se está aquí ante un dilema trágico pues cualquiera de las dos opciones elegidas tiene consecuencias cuyo resto no puede ser olvidado. Mediante el expediente de un experimento mental podemos comprender el alcance del dilema. Imaginemos que no se levanta la cuarentena hasta que se pueda generalizar una vacuna, lo que según expertos exige entre año y medio y dos años. Un escenario de cuarentena vigilada tendría innumerables efectos negativos: cierre de empresas, pérdida de puestos de trabajo, desabastecimiento de productos, empobrecimiento de amplios sectores de la población, asaltos a centros de alimentación, atracos y violencia contra las personas, violencia familiar, depresiones, aumento de enfermedades por ausencia de ejercicio -diabetes, hipertensión, etc. Muchos de estos efectos al contrario serían potenciales impulsores de más contagios y muertes. Tal vez en el corto plazo el dilema pueda solventarse por apelar a un principio priorizado (salvar vidas).
En los dilemas que atañen a la vida (vinculados de un modo u otro a la bioética) podemos apelar a la compleja geometría de principios como el de beneficencia -orientado al bien del sujeto-, no maleficencia -que prioriza la reducción de males-, autonomía -que postula la libre decisión del sujeto- y justicia -que exige la equidad en el trato sanitario. De tal modo, el encierro supone inhabilitar en principio de autonomía (puesto que sólo un poder coactivo fuerte puede garantizar el aislamiento obligatorio); lo mismo podemos decir respecto al principio de justicia: una afectación de las relaciones sociales y la potencial violencia comprometería el principio de justicia, puesto que no se administrarían los recursos conforme a reglas universalizables. A mi juicio la tensión entre beneficencia y no maleficencia también expondría en un escenario como el imaginado la controversia entre una versión utilitarista (que considere justificable las pérdidas de vida en nombre del bienestar económico de la mayoría) y una versión deontológica (que establezca, al modo de Fernández, la prioridad absoluta del deber de cuidar la salud aún de grupos específicos -los denominados “grupos de riesgo”). A esto se añade que la tensión entre los principios eclosiona en plexos complejos: ¿es posible garantizar el bienestar de la población si se busca minimizar su malestar? Afectarse a atender casos de posible éxito terapéutico, como denuncian los autores del manifiesto -lo que nos pone ante los dilemas relativos a las vidas a salvar ante recursos escasos-, desdeñando atender a personas mayores en caso extremo: ¿supone atender al bienestar social generalizado? En esta dirección, desde coordenadas podríamos decir deontológicas, más que utilitarias, han reaccionado filósofos españoles como Cortina, Gomá, Savater o D’Ors: sacrificar en un sentido utilitario la vida de los ancianos nos deja ante un escenario de inmoralidad generalizada. No sólo porque el valor de las vidas no se puede medir, sino también porque las medidas usuales de éxito terapéutico se fundan en consideraciones de utilidad del sujeto a la producción económica y sustentabilidad del sistema económico, lo que nubla que hay otros criterios bajo los que la vida de los ancianos puede tener valor agregado sobre la de los jóvenes. Esto es, el criterio de utilidad es relativo, pero el del deber no. La situación sería equivalente a la imaginada, en clave cristiana, por Dostoievski: si para salvar a la humanidad hay que sacrificar a un niño, lo correcto es sacrificarlo, pero la humanidad viviría signada por el pecado. Esta noción de un resto presente nos debería incitar a considerar cómo abordar desde una perspectiva ética tal resto. Supuesto que no puede dejar de existir el mismo se precisaría pues estipular lógicas del cuidado para con los restos y los sujetos por los mismos afectados. La hegemonía de uno de los polos del dilema (salud/economía; vida joven/vida anciana) no es pues asunto menor desde las perspectivas de los restos morales: priorizar la salud con el aislamiento puede comprometer la propia salud en el medio y largo plazo; priorizar la vida joven sobre la anciana puede dar pie a sociedades cuyos ideales humanitarios habrán sido arrojados por los suelos.
Ahora bien. ¿Qué escenarios son posibles si nos posicionamos con Maliandi? Recordemos que para este filósofo se puede converger hacia una posición que no priorice en la geometría de oposiciones entre principios a uno sobre los otros -incomposibilidad de los óptimos en sus términos. Dicha geometría es complicada porque hay que considerar tanto al sujeto del principio como al objeto de la acción y la circunstancia de la misma. Pero abordamos como ejemplo de la tematización la tensión entre beneficencia y no maleficencia, por un lado, y la tensión entre justicia y autonomía por otro. Además, sostenemos que la posibilidad de fundamentar la supuesta convergencia entre principios remite no sólo a consideraciones técnicas, sino a un horizonte de fundamentación fuerte: la noción de bien común siguiendo una lógica cualitativa no reductible a consideraciones estrictamente de cálculo utilitario.
La conciliación entre principio de beneficencia (encaminar las acciones hacia el bien del sujeto) y principio de no maleficencia (reducir el mal que afecta al sujeto) puede comprenderse en el caso como aquella situación en que se procura reestablecer actividad económica con aislamiento de personas de riesgo y de sujetos afectados. Una salida equivalente podría tener la conciliación entre principios de autonomía (no cercenar la libertad de movimiento) y el de justicia (garantizar el acceso equitativo a los servicios de salud para las personas que sean infectadas). Pudiera pensarse que tales conciliaciones son imposibles porque siempre alguien sería afectado y no dispondría de las mismas posibilidades de acceso a los servicios sanitarios, en caso de levantar restricciones a la movilidad. De modo que la tensión es irresoluble en la forma de dilemas trágicos como los que hemos mencionado. Lo cierto es que la posibilidad de conciliar los principios depende de las posibilidades materiales y organizativas de los diversos sistemas productivos y sanitarios. Como ha expuesto el infectólogo chino Gabriel Leing, en base a un cálculo que arroja una cifra en forma de tasa, es posible ir levantando el aislamiento de modo que calculando los infectados y las posibilidades de atención terapéutica se van regulando aislamientos parciales, tanto en los grupos a los que afecta como en el tiempo que duran los mismos. Pero para poder tener una medición de los casos infectados se precisa de los reactivos y las disposiciones adecuadas para los test. A esto se añade la posibilidad técnica de controlar y regular los movimientos poblacionales. De modo tal que la argumentación según la cual “lo bueno es enemigo de lo óptimo” con la que Maliandi responde a las objeciones de Lariguet supone una compleja situación en la que lo bueno se define en condiciones de materialidad heterogéneas. El dilema tiene, pues, todas las posibilidades de subsistir en su condición trágica.
Salir de los dilemas trágicos sólo puede, pues, involucrar decisiones trágicas. O al menos así pareciera. Cabe aquí señalar que las decisiones involucran dejar de quedarse ante los dilemas con la boca abierta como el cocodrilo, por usar la imagen cervantina. O, por decirlo con el tópico filosófico: así como todo principiante ha de ser un escéptico -alguien que se queda con la boca abierta-, todo escéptico no pasa de ser un principiante. Los dilemas suponen decisiones trágicas, pero compete a la racionalidad práctica humana la capacidad de no toparse dos veces con la misma piedra, la capacidad de anticipar escenarios futuros que nos sitúen ante dilemas afines, pero con cierta previsión sobre cómo responderlos. Podemos quizá morigerar la tragedia de los dilemas si apelamos a la posibilidad de construcción de nociones comunes, nociones que aúnen esfuerzos y legitimen acciones que pudieran considerarse dañinas para la lógica de los intereses. Es por esto que propongo retomar, desde un abordaje ético, nociones que han quedado desacreditadas por la lógica utilitarista de los intereses, nociones como la de bien común.
La noción de bien común ha sido sustituida incluso en los sistemas jurídicos por la noción vaga de “interés general”. Claramente la noción de interés general es comprensible con una lógica agregativa: la suma de los intereses particulares o en su caso el común denominador a los mismos. Sin dejar de lado esta lógica, sin duda presente en muchas decisiones y sus cálculos, es preciso reconocer que la lógica de los intereses remite a una noción de individualidad y unos derechos de propiedad que pueden ser problematizados para las sociedades actuales. La presencia y gestión del covid-19 nos parece un claro ejemplo de lo mismo. El bien común no es sólo el bien comunal -como argumentan autores como- ni sólo aquellos bienes que, como una pieza musical interpretada por una orquesta sinfónica sólo pueden ser disfrutados en común. Tampoco alcanza con sostener que el bien común puede delimitarse de modo negativo, vía lo que no son bienes comunes.
La noción de “bien común” ya desde la consideración aristotélica no exige una delimitación positiva concreta, al modo de la noción de bien en sí -Etica a Nicómaco, 1218b. Como articulación con éticas de fines puede verse en relación a la noción de fin común de un grupo -en la versión tomista, Cuestión 90 de la parte II-IIb, artículo 2 de la Summa Teologicae. De tal modo lo que interesa resaltar de la potencia de la noción de bien común respecto a la de interés general es que, aun cuando tome en cuenta la lógica agregativa, no se disuelve en la misma: el bien común es un “bien que conjunta, indisolublemente, los bienes dispersos de los miembros con aquellos que son indivisibles: la prosperidad colectiva, la pervivencia y seguridad, el florecimiento social”. Dicho en términos de la distinción del materialismo filosófico entre totalidades atributivas y totalidades distributivas: mientras la noción de interés general remite a la sumativa de intereses o común denominador (totalidad atributiva), la noción de bien común remite a bienes que son imposibles sin los bienes individuales, pero tales que éstos son a su vez imposibles sin el bien común. Los bienes comunes son aquel tipo especial de bienes en los que los bienes particulares comparten la característica del bien común. Esta pandemia nos deja en claro que la salud es un bien común: la salud de los miembros del grupo es impensable sin la salud del grupo y a su vez la salud del grupo supone la de los miembros. Con la especificidad de que para los bienes comunes sirve aquello que determinaran los clásicos (Aristóteles, Tomás de Aquino, etc.): su valor es superior al de los bienes particulares, y por lo mismo a la noción de “interés general”, caracterizada por la noción intuitiva de que se pueden agregar intereses de modo armónico.
Sería largo de justificar aquí las implicaciones y posibilidades que abre la apelación a la noción de bien común. La primera de ellas, visible, es la necesidad de superar el paradigma liberal que postula que se puede mediante la lógica de los intereses, llegar a generar bienestar colectivo. Por la lógica misma de la situación los bienes comunes no pueden ser asumidos por las dinámicas del mercado. En esto Gray llevaría razón: la globalización liberal del mercado ha de ser cuestionada para garantizar un bien común hoy visiblemente universal, como la salud. Pero, además, por la estructura misma de los bienes comunes -el hecho de que el bien común permite el particular y al tiempo lo requiere y necesita- permite fundar esa noción de responsabilidad para con las injusticias estructurales que hablara Young. El compromiso con el bien propio sólo es posible con el compromiso con el bien común, luego la responsabilidad colectiva no es un agregado de responsabilidades individuales sino como una suerte de tangente de las mismas: lo que las permite como responsabilidades para con uno mismo. Esto a su vez daría pie a la posibilidad de entroncar la noción de deber para con uno mismo con un deber para con los demás, los deberes del sujeto y los de la comunidad. Finalmente, la noción de bien común desde la óptica que avizoro permitiría también salvar, además de la problemática agregativa, la distancia temporal. El bien común no emerge en el presente, sino en las acciones que atienden -son responsables y tienen cuidado ante riesgos y escenarios futuros. Permiten así superar la ceguera temporal de la noción de interés y contemplar las obligaciones para con el futuro como obligaciones con el presente.
Restablecer el debate sobre los bienes comunes, entiendo, sería una buena estrategia para abordar los dilemas trágicos de la acción ante el coronavirus y otras amenazas que nos sobrevendrán, conciliar deberes con virtudes, utilidad con bien, sin por ello anular la tensión creativa que entre los mismos permite el desarrollo de las sociedades humanas.
Jaime Rodríguez Alba es Doctor en Filosofía por la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia), Madrid. Docente de grado y posgrado en Ética, responsabilidad social, profesional y ciudadana (Universidad Siglo 21). Texto preparado para una edición colectiva de la Universidad Nacional de Córdoba,
Córdoba a 14 de abril de 2020 (conmemoración del día de la República española)
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