En un reciente artículo, el filósofo José Pablo Feinmann se quejaba de la escasa calidad de la crítica adoptada por el periodismo de derecha de los últimos años, comparada con la de reconocidos gorilas – según él – de otras épocas como Borges, Sábato o Ezequiel Martínez Estrada, críticos de la primera década peronista.
Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina
La fanfarronería y relato desafiante practicado por el magnate devenido presidente, impuso un modelo hegemónico comunicacional, reproducido por los grandes medios alineados con el norte. Como toda imitación, los créditos locales llevaron al extremo la ridiculez insustentable, sustentado sí por una justicia corrupta. El formateado pensamiento binario, con la molicie mental que lo caracteriza, rápidamente fue seducido por el odio aglutinante de las frustraciones personales, alineadas a este artilugio barato que luego se encargará de multiplicar sus pérfidos efectos. Los cinco minutos de odio, eran la válvula de escape para la sumisión al sistema y una ocasión para beber la pésima ginebra de la victoria, en la novela de Orwell.
En Argentina, el conflicto del campo de 2008 por las retenciones de la resolución 125, aglutinó a una oposición dispersa que, el gobierno de ese momento, no dimensionó sus proporciones y consecuencias. La alianza Juntos por el cambio puede decirse que nació allí, reverdeciendo viejos anhelos oligarcas y gorilas que estaban latentes en gran parte del empresariado pampeano. Otro gesto de torpeza gubernamental que también fue capitalizado en esos días, fue la no concurrencia de las autoridades a la exposición anual de la Sociedad Rural y no permitir las exposiciones de la añeja sociedad en las sedes provinciales de gobiernos afines al peronismo nacional. Esto más la alianza con el radicalismo, permitió desde la CABA la nueva fuerza política que se extendió al país, incluso en pueblos de la Argentina profunda, con una desigualdad aberrante.
La ilusión neoliberal llevó a los pobres a identificarse con los ricos y votar a favor de sus intereses y privilegios, en contra de los propios. Los pobres votantes aplaudían y bajaban la cabeza avergonzados, cuando el presidente del Banco Nación Argentina, Javier González Fraga, sermoneaba como el patrón de estancia que es, recordando al gobierno anterior: “le hicieron creer a un empleado medio que podía comprarse celulares e ir al exterior…”
Este discurso justificó el desmantelamiento de las instituciones estatales en favor de la meritocracia que transfería servicios esenciales al mercado. Salud y educación, dos institutos de gran demanda de necesidades, estructuraron prestadores y precios, conforme el bolsillo del cliente; nomenclatura versátil del sujeto social (descartable según su utilidad) si las hay, alguna vez identificado como ciudadano cuando vota en manada (homologando la teoría del contagio viral y la salvación de los más aptos), otras usuario cuando consume servicios, pocas veces vecino por los municipios pequeños y jamás como ese otro que conforma la patria del discurso progresista. ¿Cómo tolerar tal atropello? Si el otro es el enemigo y la patria es nuestra; propiedad privada con bandera y todo, enarbolada en cada marcha ¿libertaria?
Rótulos móviles que dentro del imaginario colectivo toman protagonismo y diseñan a su alrededor la realidad del universo individualista y mercantil propuesto. Inversamente, el recorte y el ajuste sempiterno operado por los técnicos del sistema, derivan en pésimas prestaciones públicas que obligan a buscar lo privado como tabla de salvación.
La frágil memoria archivó en el olvido lo ocurrido en décadas anteriores, siendo pocos los defensores del Estado de Bienestar que resisten y son atacados de melancólicos o nostalgiosos del pasado. Desde donde se desprende una de sus características particulares de estos movimientos políticos: son ucrónicos o ahistóricos; esa desvinculación forzada del tiempo que concede trayectoria tanto a las personas como a organizaciones les garantiza falta de ideología, dado que las ideologías son producto de conflicto de intereses en un momento dado y casi la mayoría se remiten al siglo XVIII y XIX, donde se polarizaron las consecuencias de las revoluciones industrial y burguesa.
Exitosos y afortunados, echaron mano a gerentes y aplicaron métodos de gestión empresaria como hizo el PRO y luego Cambiemos.
En la actualidad, la dinámica de los intereses y las oportunidades, han ido generando conflictos al interior de sus fuerzas políticas, sobre todo al quedar vacante la conducción nacional y la ausencia de liderazgos aglutinantes.
Tampoco han sido impermeables a la derrota o al impacto de la pandemia. Ambos sucesos han debido metabolizarse en conflictos no resueltos. Hay un desbande interior en el que se advierte que los gobernadores que eran leales, regresaron a sus viejas conducciones y partidos regionales, fortaleciendo así a los partidos que les dieron origen. De allí que su asimilación a la expresión populismos de derecha no les agrada, siendo funcionales a los espacios dejados por la izquierda que demora en rearmarse o lo hace sigilosamente.
El jefe de gobierno de la CABA, Horacio Rodríguez Larreta, al evanescerse la figura del ex presidente, aprovechó el discurso de apertura de sesiones de la Legislatura porteña para autoelogiarse para fortalecer su liderazgo y en un año electoral, emprender el mismo recorrido emprendido por Macri hace seis años. El auto bombo gestionario, salpicado de eslóganes, ocultó la privatización de la administración de la vacuna y la transferencia de los espacios verdes a emprendimientos inmobiliarios que viene realizando desde el comienzo de su mandato. Esto sin omitir sus desinteligencias al iniciar las clases presenciales en las escuelas.
Volviendo al uso del monopolio mediático hegemónico, viejas y nuevas voces compiten en dramatizar una agenda compartida, cuyo consenso y armado, resultan demasiado evidentes. Sin embargo, aderezado para todos los gustos y preferencias, se repite en todos los canales de alcance nacional y sus redes provinciales, de modo tal, que el discurso del presidente Alberto Fernández de apertura de sesiones del Congreso Nacional del 1° de marzo, fue diseccionado con el mismo bisturí de mano de los periodistas estrella quienes, para no monopolizar la arenga ni empalagar al público, invitan a un profesional del palo que ayuda a triturar la gestión presidencial. Ponen el grito en el cielo por la pésima gestión – según ellos – de la pandemia y se horrorizan cuando les recuerdan el desastre dejado por Macri y el mejor equipo de los últimos 50 años. Minimizan la reacción ante el fenómeno que paralizó al mundo y se sonrojan cuando se les resfriega la devastación dejada.
La abundancia de recursos derramados en la alineación permanente de la opinión pública, no dejan de erosionar el sentido común del ciudadano de a pie que, a pesar de sufrir el desclasamiento y la pérdida progresiva de derechos, duda y se estaciona en la remanida plataforma “todos los políticos son iguales”, desde donde se arroja enceguecido a alimentar sus broncas al hervidero de la derecha. Un mecanismo de probada eficacia que viene funcionando en Argentina, desde 1955 con momentos de mayor aceptación y consecuente daño, como con las dictaduras y en la recuperación democrática con Menem, De la Rúa y Macri.
Sin embargo, los irremediables medios no estuvieron presentes el sábado 27 cuando una manifestación de Cambiemos arrojó bolsas mortuorias con los nombres de reconocidos dirigentes de los derechos humanos en Plaza de Mayo, frente a las puertas de la Casa Rosada. Una aberración criminal. Una exhortación a la muerte. Claro retorno a la dictadura genocida. Único recurso que expone su visceral odio.
Seguramente estaban distraídos. No vieron. Puede que defiendan lo sucedido bajo el rótulo de libertad de expresión o celebrado la ocurrencia creativa.
Para esos medios, definitivamente, no hay remedio.
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