La política de arreglos entre las cúpulas ha sido una condición de supervivencia del sistema y la clase política costarricense, en las últimas dos décadas, especialmente cuando el consenso social se fractura y las opciones represivas asoman en el horizonte.
(Fotografía: la presidenta Chichilla y Otto Guevara, líder del ML, tras el anuncio de su "pacto por la gobernabilidad". Tomada de La Nación).
La nueva presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, asumió su mandato, este 8 de mayo, al amparo de un “pacto” en el Congreso, entre el oficialista Partido Liberación Nacional (PLN) y el Movimiento Libertario (ML). A pesar de sus diferentes orígenes políticos, ambos partidos representan a esa “nueva derecha” que germinó en el país desde los años 90, en medio del avance –impulsado por el propio PLN- del proyecto neoliberal. Enemigos declarados en las pasadas elecciones, ahora han firmado la paz a favor de sus múltiples puntos de convergencia ideológica y programática.
El texto del pacto , suscrito el pasado 29 de abril, incluye una amplia agenda de temas, que van de la repartición de cuotas de poder en las comisiones del Congreso, al compromiso de apoyar y votar una serie de leyes relacionadas con: seguridad ciudadana y cuerpos policiales, casas de apuestas y casinos, vivienda y titulación de tierras fronterizas; y quizá lo más polémico, generación eléctrica y de energías limpias con participación de capital privado, reforma del Estado, concesiones turísticas y dos contratos de préstamo (endeudamiento externo) con el BID y el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento.
Para la presidenta Chinchilla, no se trata más que de un "acuerdo por la gobernabilidad"; para el expresidente Oscar Arias, ese que se lamenta porque Costa Rica no se parece lo suficiente a los Estados Unidos, el pacto con la derecha libertaria (¡!) es “una maravilla”; y para los medios de comunicación hegemónicos, como el Grupo Nación, representa un “acto de madurez política” (La Nación, Editorial 30-04-2010).
Sin embargo, desde nuestra perspectiva y tomando en cuenta la historia reciente del país, este “pacto de la derecha” no es más que otra prueba de la traición y la hipocresía de los grupos dominantes en Costa Rica, lo que, por lo demás, ha sido consustancial al neoliberalismo en América Latina. Quien quiera comprobarlo, solo tiene que mirar Memorias del saqueo (2003), esa extraordinaria obra del cineasta argentino Pino Solanas.
Y es que la política de arreglos entre las cúpulas ha sido una condición de supervivencia del sistema y la clase política costarricense, en las últimas dos décadas, especialmente cuando el consenso social se fractura y las opciones represivas asoman en el horizonte.
Este “maravilloso” pacto, según el decir del expresidente Arias, ocurre exactamente 15 años después de haberse firmado lo que en Costa Rica se conoció como “pacto Figueres-Calderón” (1995), en el que los hijos de los caudillos de la década de 1940 y de la Segunda República, José María Figueres y Rafael Ángel Calderón, en nombre del PLN y el Partido Unidad Social Cristiana, consolidaron una entente que, si por un lado pretendió desatar la ola privatizadora –apenas contenida por la resistencia de los movimientos sociales y los sindicatos durante los años 80 y 90-; por otro lado, aceleró el colapso del bipartidismo de medio siglo en el país.
Más aún, la actual coyuntura política y económica costarricense muestra condiciones que son, de algún modo, semejantes a las de aquel momento: en 1995, el “Pacto Figueres-Calderón” negoció como botín de guerra la aprobación del tercer Programa de Ajuste Estructural del Fondo Monetario Internacional (FMI), una reforma fiscal y cambios a la leyes de cogeneración eléctrica, del sistema financiero y de pensiones, con clara tendencia aperturista al capital privado nacional y extranjero.
Hoy, el nuevo gobierno de Chinchilla hace suyos los grandes asuntos pendientes de la administración Arias: la privatización de los puertos de la costa Atlántica y de la generación de energía eléctrica y eólica, la concesión de carreteras y obras públicas a empresas privadas, la apertura del mercado de telecomunicaciones y seguros, la flexibilización laboral y los negocios de explotación minera y turística. En otras palabras, tendrá que lidiar con la tardía llegada de Costa Rica a la “segunda generación de reformas” del Consenso de Washington, que se empeña en prolongar su vida en Centroamérica.
Con un Estado azolado por el déficit fiscal y con la sombra del FMI y el endeudamiento gravitando, una vez más, sobre el país, la presidenta Chinchilla eligió a sus aliados en la extrema derecha. No podía ser de otra manera. Los poderosos intereses que respaldaron y financiaron su campaña, así lo exigían.
Sin embargo, en las últimas semanas, el malestar de distintos sectores de la sociedad, si bien no necesariamente articulados, ha empezado a manifestarse en las calles: educadores, ambientalistas, estudiantes, empleados públicos, transportistas. Encima, el peso de la crisis económica oprime cada vez más a las clases populares y a la raquítica clase media. En este contexto, ¿la rúbrica del pacto entre el PLN y el ML, las derechas criollas, y su objetivo implícito de darle un segundo aire al neoliberalismo, marcará el detonante de nuevas formas de conflictividad y movilización político-social en Costa Rica?
El escenario está abierto.
La nueva presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, asumió su mandato, este 8 de mayo, al amparo de un “pacto” en el Congreso, entre el oficialista Partido Liberación Nacional (PLN) y el Movimiento Libertario (ML). A pesar de sus diferentes orígenes políticos, ambos partidos representan a esa “nueva derecha” que germinó en el país desde los años 90, en medio del avance –impulsado por el propio PLN- del proyecto neoliberal. Enemigos declarados en las pasadas elecciones, ahora han firmado la paz a favor de sus múltiples puntos de convergencia ideológica y programática.
El texto del pacto , suscrito el pasado 29 de abril, incluye una amplia agenda de temas, que van de la repartición de cuotas de poder en las comisiones del Congreso, al compromiso de apoyar y votar una serie de leyes relacionadas con: seguridad ciudadana y cuerpos policiales, casas de apuestas y casinos, vivienda y titulación de tierras fronterizas; y quizá lo más polémico, generación eléctrica y de energías limpias con participación de capital privado, reforma del Estado, concesiones turísticas y dos contratos de préstamo (endeudamiento externo) con el BID y el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento.
Para la presidenta Chinchilla, no se trata más que de un "acuerdo por la gobernabilidad"; para el expresidente Oscar Arias, ese que se lamenta porque Costa Rica no se parece lo suficiente a los Estados Unidos, el pacto con la derecha libertaria (¡!) es “una maravilla”; y para los medios de comunicación hegemónicos, como el Grupo Nación, representa un “acto de madurez política” (La Nación, Editorial 30-04-2010).
Sin embargo, desde nuestra perspectiva y tomando en cuenta la historia reciente del país, este “pacto de la derecha” no es más que otra prueba de la traición y la hipocresía de los grupos dominantes en Costa Rica, lo que, por lo demás, ha sido consustancial al neoliberalismo en América Latina. Quien quiera comprobarlo, solo tiene que mirar Memorias del saqueo (2003), esa extraordinaria obra del cineasta argentino Pino Solanas.
Y es que la política de arreglos entre las cúpulas ha sido una condición de supervivencia del sistema y la clase política costarricense, en las últimas dos décadas, especialmente cuando el consenso social se fractura y las opciones represivas asoman en el horizonte.
Este “maravilloso” pacto, según el decir del expresidente Arias, ocurre exactamente 15 años después de haberse firmado lo que en Costa Rica se conoció como “pacto Figueres-Calderón” (1995), en el que los hijos de los caudillos de la década de 1940 y de la Segunda República, José María Figueres y Rafael Ángel Calderón, en nombre del PLN y el Partido Unidad Social Cristiana, consolidaron una entente que, si por un lado pretendió desatar la ola privatizadora –apenas contenida por la resistencia de los movimientos sociales y los sindicatos durante los años 80 y 90-; por otro lado, aceleró el colapso del bipartidismo de medio siglo en el país.
Más aún, la actual coyuntura política y económica costarricense muestra condiciones que son, de algún modo, semejantes a las de aquel momento: en 1995, el “Pacto Figueres-Calderón” negoció como botín de guerra la aprobación del tercer Programa de Ajuste Estructural del Fondo Monetario Internacional (FMI), una reforma fiscal y cambios a la leyes de cogeneración eléctrica, del sistema financiero y de pensiones, con clara tendencia aperturista al capital privado nacional y extranjero.
Hoy, el nuevo gobierno de Chinchilla hace suyos los grandes asuntos pendientes de la administración Arias: la privatización de los puertos de la costa Atlántica y de la generación de energía eléctrica y eólica, la concesión de carreteras y obras públicas a empresas privadas, la apertura del mercado de telecomunicaciones y seguros, la flexibilización laboral y los negocios de explotación minera y turística. En otras palabras, tendrá que lidiar con la tardía llegada de Costa Rica a la “segunda generación de reformas” del Consenso de Washington, que se empeña en prolongar su vida en Centroamérica.
Con un Estado azolado por el déficit fiscal y con la sombra del FMI y el endeudamiento gravitando, una vez más, sobre el país, la presidenta Chinchilla eligió a sus aliados en la extrema derecha. No podía ser de otra manera. Los poderosos intereses que respaldaron y financiaron su campaña, así lo exigían.
Sin embargo, en las últimas semanas, el malestar de distintos sectores de la sociedad, si bien no necesariamente articulados, ha empezado a manifestarse en las calles: educadores, ambientalistas, estudiantes, empleados públicos, transportistas. Encima, el peso de la crisis económica oprime cada vez más a las clases populares y a la raquítica clase media. En este contexto, ¿la rúbrica del pacto entre el PLN y el ML, las derechas criollas, y su objetivo implícito de darle un segundo aire al neoliberalismo, marcará el detonante de nuevas formas de conflictividad y movilización político-social en Costa Rica?
El escenario está abierto.
1 comentario:
Muy buena apreciación, hay que ver qué pasa, lo que sigue luego de esto es un estado fascista, ojalá que estemos preparados para lo que venga.
Publicar un comentario