Más que una oportunidad para la reafirmación de hegemonías políticas e identitarias, la celebración del Bicentenario debería ser vista por las fuerzas sociales y políticas costarricenses, y centroamericanas en general, como una ocasión propicia para construir un nuevo proyecto nacional y regional democrático e inclusivo.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
(Ilustración tomada de www.elpais.cr)
En el marco de las celebraciones de la Independencia nacional, el día 15 de setiembre, la opinión pública costarricense conoció dos mensajes, en apariencia, contradictorios. El primero, merecedor de un titular de primera plana del diario La Nación , augura que en el año 2021, año del bicentenario de la independencia de Centroamérica, Costa Rica ingresará al Primer Mundo. ¡Por fin seremos un país desarrollado! Como ya el expresidente Oscar Arias, oráculo neoliberal, fijó la meta durante su mandato, lo único que debe hacer el actual gobierno, y los que vengan después, es seguir la ruta trazada.
El segundo mensaje nos fue revelado por la presidenta Laura Chinchilla, en su discurso en el acto oficial de ese día. La patria está amenazada por el enemigo más peligroso que ha enfrentado en su historia, mucho más que los filibusteros norteamericanos de 1856: el narcotráfico. “Soplan ya en nuestro suelo los mismos vientos de violencia e inseguridad que se despliegan con furia en otros países de Centroamérica y más allá de la región”, dijo la mandataria.
¿Estamos en la antesala del paraíso terrenal o a las puertas del infierno? Ni lo uno ni lo otro, pero la proyección de ambos escenarios resulta funcional –y necesaria- para la clase política gobernante y sus grupos de poder económico afines.
El mensaje del “desarrollo”, enunciado desde el diario insignia del Grupo Nación, uno de los conglomerados de medios más influyente del país y de la región centroamericana, no representa otra cosa sino la profundización del proyecto neoliberal tardío, de filiación panamericanista, en el que se encuentra inmerso el país.
Se trata de una noción de “desarrollo” limitada, incompleta, excluyente aunque pretenda alcanzar “logros sociales”. En consecuencia, tampoco cuestiona la dualidad del modelo económico costarricense –y sus implicaciones sociales y culturales-, y que el Dr. Luis Paulino Vargas describe como la conformación de “un sector de alta productividad, bajo control del capital transnacional o sus socios internos, y otro, básicamente en manos de capital nacional, relativamente rezagado y sistemáticamente ignorado o pospuesto por las políticas en aplicación” (Costa Rica en los inicios del siglo XXI, 2008. CIALC. Pp. 57-58). Y todo esto, en medio del boom de la especulación financiera e inmobiliaria, que agiganta fortunas de dudosa procedencia en un dos por tres (¿incluidas las del narcotráfico y el lavado de dólares?).
El de la inseguridad, por su parte, es un mensaje que apela a la intervención. La presidenta Chinchilla así lo dijo al pie del Monumento Nacional en San José: para salvarnos, debemos mirarnos en el espejo de la crisis mexicana y pedir más ayuda a los Estados Unidos. Los buques y los marines en las costas ya no son suficientes.
De nuevo, se recurre a la imagen del Estado fallido y se instala en el imaginario público la necesidad de fortalecer al poder Ejecutivo, en detrimento de los demás poderes, para sortear la crisis. Al mejor estilo de la presidencia de Álvaro Uribe en Colombia. No por casualidad, en las últimas semanas, la presidenta Chinchilla, su Ministro de Seguridad y el Comisionado Antidrogas se han enfrentado abiertamente al Tribunal Constitucional, luego de que este dictara una resolución judicial que le impide a las fuerzas policiales realizar retenes a discreción en las vías públicas, como lo venían practicando de manera sistemática. Con el país en estado de guerra, la política de seguridad del gobierno invierte el principio de inocencia: todos somos culpables hasta que se pruebe lo contrario.
Ambos mensajes alimentan el relato que construye el poder y que dicta la imposibilidad de explorar otros caminos, en todos los aspectos de la vida social. Es decir, fuera del orden neoliberal y de la geopolítica (subordinada) de la seguridad nacional, no existen alternativas.
Más que la reafirmación de hegemonías políticas e identitarias, la celebración del Bicentenario debería ser vista por las fuerzas sociales y políticas costarricenses, y centroamericanas en general, como una ocasión propicia para construir un nuevo proyecto nacional y regional democrático e inclusivo; que desmonte las estructuras de opresión vigentes, tan bien explotadas por los imperios a lo largo de nuestra historia; que concilie la diversidad cultural y la riqueza ambiental en la construcción del bien común, y no en la competencia voraz por la producción y el crecimiento económico sin más, raíz de la crisis que hoy enfrenta la civilización occidental.
Tenemos una década para pasar de la resistencia social, pararrayos de la contrarreforma neoliberal conservadora, a la ofensiva de las ideas y la acción política. ¿Seremos capaces de lograrlo?
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