La nueva teología mercantilista pregona que el hombre, por naturaleza, es hedonista antes que altruista. La verdad parecer ser, más bien, que las personas tienden a adoptar aquellas matrices morales que predominan en la sociedad.
En días pasados hubo dos reuniones en las que se abordó el tema de los valores. En el coloquio Valores para la sociedad contemporánea, organizado por la UNAM, centelleó uno de los pocos puntos luminosos que le quedan al país por lo que hace al pensamiento ilustrado y crítico. En cambio, la Conferencia Mundial de Juventud, merced a la deplorable intervención del secretario de Desarrollo Social [de México], inició poniendo sobre la mesa otro tipo de valores.
El funcionario, presumiblemente en nombre del gobierno y expresando su perspectiva moral, emplazó a los jóvenes a no caer en el expediente de culpar de sus problemas al gobierno o al mundo en que viven (a eso lo llamó esquezofrenia). Nada de pensamiento crítico. Sus dificultades se resuelven con dos recetas infalibles: entusiasmo desbordado y lo que, queriendo ser ingenioso, el secretario y ex dirigente de entidades empresariales denominó las cuatro M: mercado, mercado, mercado y más mercado. Como quien dice, ahí radica el meollo de la vida.
Se trata de un perfecto reflejo del enfoque moral que predomina en la mayoría de las esferas de la llamada iniciativa privada: el mercado como alfa y omega de la actividad humana que, lo antes posible, deben interiorizar los jóvenes si desean tener éxito.
Esta visión del mundo ha penetrado con tal fuerza, especialmente entre aquellos que se autocalifican de triunfadores, emprendedores y dignos de emulación, que ha dado lugar a una especie de ética centrada en el mercado, de la cual se derivan principios y normas para la vida en sociedad. Es lo que llevó al financiero estadunidense Lloyd Blankfein a declarar que los banqueros hacen el trabajo de Dios. ¿Qué tareas realizan? Este año se supo: por ejemplo, vender hipotecas basura a sus clientes y luego apostar contra ellas para obtener gigantescas ganancias. O sea, mentir y defraudar. Cuando Barack Obama anunció que se proponía regular las operaciones financieras, un comentarista expresó que, finalmente, Dios venía por la revancha. Entendió mal a Blankfein. Cuando éste hablaba de Dios se refería, no al presidente de Estados Unidos, sino al mercado.
En efecto, para los que manejan los hilos económicos, el verdadero Dios es el mercado. Según esta teología del marketing total, el mercado absorbe los atributos de la divinidad. Aunque no sean evidentes sus designios, la mano invisible conduce los procesos socioeconómicos, lo que acredita su omnipotencia; es justa, asignando a cada cual lo que le corresponde (si bien tiene el extraño hábito de favorecer más a unos que a otros) y, en fin, cuando son alteradas sus reglas suele castigar duramente a los transgresores. La mayoría de los ciudadanos del mundo ha sufrido los duros tormentos que inflige el dios-mercado cuando se ignoran sus mandatos. Sobre todo si se trata del pecado mortal: violar el mandamiento de nada contra el libre mercado. Todo esto lo han aprendido a su costa los griegos y los españoles a últimas fechas, y los mexicanos desde hace décadas.
Hay, sin embargo, muchas falacias en esta peculiar forma de ver el mercado. La principal sostiene que los capitalistas, particularmente los neoliberales, reniegan de cualquier regulación que afecte el libre mercado. En realidad, desde su nacimiento en el marco de la gran transformación analizada por Karl Polanyi, el mercado nunca ha sido libre y carece de los demás rasgos milagrosos que le atribuyen sus devotos. No sólo no es capaz de autorregularse, como lo han demostrado las sucesivas crisis (incluyendo la gravísima que estalló en 2008), sino que siempre ha necesitado de la complicidad y la intervención del Estado para funcionar a favor de los idólatras mercantiles. La mediación política es el nervio secreto del funcionamiento de los mercados.
Incluso cuando el Estado acepta retirarse o minimizar la vigilancia pública, esto no es en verdad una desregulación; se trata en rigor de un tipo particular de regulación, que es precisamente el dictado por el modelo neoliberal. La importancia del vilipendiado Estado se pone claramente de manifiesto cuando el mercado, ahíto de ganancia e indigestado de especulación y otros excesos, pone en crisis el sistema. Entonces los fundamentalistas del mercado repentinamente cambian de talante: claman por apoyo público para su pequeño dios en aprietos y ruegan que el demonio estatal venga en su auxilio con rescates multimillonarios, subsidios y otros apapachos.
La nueva teología mercantilista pregona que el hombre, por naturaleza, es hedonista antes que altruista. La verdad parecer ser, más bien, que las personas tienden a adoptar aquellas matrices morales que predominan en la sociedad. Esto explica el abrumador desarrollo del individualismo en la misma medida en que se ha enseñoreado la escala neoliberal de valores, con el golpeteo implacable de las mentes mediante el mandato divino de ¡mercado y más mercado!
Es por todo ello tan importante discutir sobre el valor de los valores. ¿Es este pobre dios, incapaz de sostenerse por sí mismo sin el bastón estatal, mientras pregona su falsa doctrina de autorregulación, potencia homeostática y competencia implacable, el modelo que salvará a la sociedad y el que hará dichosos a los jóvenes del mundo? ¿Son los valores que deben transmitirse a las nuevas generaciones? La verdad es que a cada gran triunfo de la moral del mercado que se nos va imponiendo, se nos escapa el sentido de la vida.
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