Lo más preocupante del dislate de Clinton es que, al equiparar a las bandas de narcotraficantes con las organizaciones insurgentes, da fundamento a una confusión que alimenta, a su vez, la criminalización de movimientos y de activistas sociales con el pretexto de combatir a los cárteles de la droga.
Editorial de LA JORNADA (México, 9 de setiembre de 2010)
En el contexto de una conferencia sobre política exterior realizada en Washington, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, afirmó que los cárteles de la droga en México están mostrando un nivel cada vez mayor de insurgencia. La funcionaria sustentó sus palabras con el hecho irrebatible de que las bandas de narcotraficantes controlan diversas regiones del territorio nacional, lo que –dijo– coloca a nuestro país en una situación parecida a la Colombia de hace 20 años.
Estas declaraciones resultan tan desafortunadas como improcedentes. En primer lugar, afirmar que la insurgencia y la delincuencia organizada son lo mismo porque ejercen control sobre franjas del territorio, confunde y distorsiona la comprensión de fenómenos sociales y delictivos.
En sus señalamientos, Hillary Clinton construye la identificación entre guerrillas y tráfico de drogas con base en una falacia: el ejercicio del poder sobre el territorio determinado implica que los grupos delictivos y los movimientos guerrilleros comparten un mismo medio –al cual recurren también otros actores, empezando por el Estado–, pero no los mismos fines: mientras que los grupos insurreccionales tienen objetivos de transformación política y social, las organizaciones criminales no protagonizan oposición política alguna al gobierno; su motivación es, en cambio, estrictamente mercantilista y de utilidad económica. Para la consecución de ese propósito, los grupos delictivos aprovechan las ventajas y condiciones que les otorga el modelo económico neoliberal –con sus principios de máxima rentabilidad, desregulación y globalización comercial– y la política de prohibición al consumo, producción y trasiego de narcóticos aplicada por el gobierno federal y promovida desde Washington.
Lo más preocupante del dislate de Clinton es que, al equiparar a las bandas de narcotraficantes con las organizaciones insurgentes, da fundamento a una confusión que alimenta, a su vez, la criminalización de movimientos y de activistas sociales con el pretexto de combatir a los cárteles de la droga. Recuérdese que en Colombia, Washington y los gobiernos nacionales acuñaron desde hace décadas el término narcoguerrilla, con el objetivo de dar un pretexto ideológico y moral a la contrainsurgencia y encubrir, por añadidura, la infiltración de altos organismos del Estado por parte del narcotráfico, por conducto de los paramilitares.
Ciertamente, el narcotráfico y los movimientos sociales –insurreccionales o no– que recorren el país tienen un origen común: ambos son consecuencia de la rapiña y la devastación neoliberales, si bien el primero capitaliza las consecuencias desastrosas del modelo económico vigente: da trabajo donde no lo hay, se convierte en autoridad ahí donde el Estado ha abdicado de sus responsabilidades y crea incluso mecanismos de beneficencia ante el desmantelamiento de las políticas de bienestar social. Fuera de eso, la única razón posible para identificar insurrección con narcotráfico es un inocultable designio contrainsurgente e injerencista.
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