Sábato nos enseñó que la literatura es una confesión permanente. Que se escribe desde las entrañas para salvarse, para no enloquecer. Se vive y respira por las palabras y ellas nos identifican y construyen cada día. Somos lo que pensamos y nos vamos haciendo letra a letra. Descubrir esto es un privilegio del que no se regresa jamás.
Roberto Utrero / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina
Ernesto Sábato ha muerto y con él se ha ido uno de los escritores imprescindibles de nuestra generación. No llegó a los cien años, cosa no relevante, y desde luego, fuera de la instancia humana. Tampoco obtuvo el premio Nobel y qué importa.
Pero más allá de esos designios, nos ha dejado una obra inconmensurable, descomunal, a la que seguiremos recurriendo cada vez que busquemos respuestas a las indagaciones que nos torturan desde siempre.
Había nacido el 25 de junio de 1911, en Rojas, provincia de Buenos Aires, hijo de inmigrantes italianos, en una familia de once hermanos. Estudió en la ciudad de La Plata, donde hizo la secundaria y egresó de la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas.
Fue un militante del movimiento de Reforma Universitaria, fundando el Grupo Insurrexit en 1933, de tendencia comunista, junto con Héctor P. Agosti, Ángel Hurtado de Mendoza y Paulino González Alberdi, entre otros.
En 1933 fue elegido Secretario General de la Federación Juvenil Comunista. Y en un curso sobre marxismo conoció a Matilde Kusminsky Richter, una estudiante de 17 años, la cual abandonó la casa de sus padres para irse a vivir con él. En 1934 comenzó a tener dudas sobre el comunismo y sobre la dictadura de Iósif Stalin. El partido, que advirtió este cambio, decidió enviarlo por dos años a las Escuelas Leninistas de Moscú. Bueno, esto es parte primaria de su biografía elemental.
Hace más de cuarenta años me llegaron sus libros que golpearon mi adolescencia con una fuerza increíble. Tenía que leerlos diccionario en mano. Cada pensamiento me daba vueltas y debía recorrerlo de nuevo, cosa que me rebelaba por dos cosas. Por su elevado pensamiento que llegaba a las profundidades, y porque fustigaba mi ignorancia y me obligaba a buscar otros libros.
Primero fue “Uno y el Universo”, luego “Hombres y engranajes”, ensayos que desmenuzaban y cuestionaban la modernidad y nos planteaban la deshumanización que habían traído las máquinas. Allá lejos y hace tiempo, a mediados de la década del cuarenta, cuando aun no comenzaban “los treinta gloriosos” años de bonanza económica en el mundo occidental.
Después vino “El túnel”, y su obra múltiple y significativa que es “Sobre héroes y tumbas”. Novela compleja si las hay, en donde la trama se va enlazando con la afiebrada historia del General Lavalle y ese fantástico Informe sobre ciegos. Allí amé el Parque Lezama, sus bancos, los atardeceres mirándolos desde sus melancólicos personajes.
Admiré a ese prócer loco del Ejército Libertador y huí con él en su desgraciada carrera hacia el Norte del país, luego de Quebracho Herrado. La muerte lo sorprendió en esa desesperada evasión, hasta terminar hecho corazón en un tachito de agua ardiente, que su asistente cuidó con dedicación y cariño.
Juan Galo de Lavalle a partir de entonces tuvo carnadura, un ser devorado por la fatalidad desde el asesinato de Dorrego. Era la historia de la gente y la gente de la historia que avanzaba desde sus apasionadas líneas.
Cada cual debe haber creado sus propias imágenes a partir de un relato tan rico y complejo y, a la vez, tan poético.
“Abadón el exterminador”, su tercera novela, fue ya algo pesadísimo al que vuelvo cada tanto y en que reconozco mis dificultades para abordarlo. Una obra mucho más densa y compleja que la anterior, en donde expone con mayor claridad ese pesimismo que recorre toda su literatura.
Pero Ernesto Sábato no sólo era un escritor brillante y un pintor relevante, fue anteriormente un físico destacado, que se dio el lujo de renunciar al famoso laboratorio Curie de París, rompiendo con su maestro, nuestro Premio Nobel Bernardo Houssay. Cuestión que le acarreó disgustos y críticas en el país. Lo mismo que sus ideas políticas de izquierda, adhiriendo fervientemente al Partido Comunista en sus primeros años, tal cual se citaba más arriba, y luego rompiendo públicamente por no estar de acuerdo con el modo con que éste se desempeñaba.
Fue crítico del peronismo, sobre todo por el ejército de adulones que toleraba a su alrededor y estuvo a favor del derrocamiento de Perón en 1955, cuestión que después lamentó al ver los excesos que cometieron los militares que vinieron después. Algo similar le pasó con la dictadura de la Junta Militar encabezada por el General Videla en 1976, pensó que vendría a arreglar los desquicios del gobierno de Isabel Perón y concurrió junto con Jorge Luis Borges a un almuerzo invitado por el dictador. Mucho lamentaría su grave error al comprobar luego las atrocidades cometidas por el régimen más sanguinario que tuvo Argentina.
Eso me llevó más de una vez a reñir y no entender sus ideas políticas, su porfiado comunismo, su aversión al peronismo y aquella inexplicable reunión con los militares.
Pero luego, con la recuperación de la democracia y con la llegada del Dr. Alfonsín a la presidencia, vino su especial participación en la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (CONADEP), e hizo ese descarnado relato que se denominó “Nunca más”, sobre las atrocidades cometidas por la Fuerzas Armadas. Luego lo seguí en cuanta lucha en que se requería su prestigiosa presencia a pesar de sus años, ya fuera por atropellos sobre los derechos humanos o cualquier otro acto de injusticia.
Estos días, a raíz de su fallecimiento, he escuchado los testimonios de sus vecinos en los que destacan su solidaridad, su tremenda humildad, su permanente compromiso con lo simple y lo complejo de lo humano en general.
Entonces, quién puede observarle sus idas y venidas, si al fin de cuentas, todos somos incoherentes y contradictorios. Que arrojen la primera piedra. Seamos sinceros y profundicemos en nuestras propias agachadas, en nuestros miedos y en eso de reconocer que somos un "siendo imperfecto".
Si escribir es una sana envidia de la lectura, como dijo alguna vez el escritor Tomás Eloy Martínez, a partir de sus páginas quisimos decir nuestras pocas cosas y comenzar los palotes a su sombra. ¡Pobre de nosotros!, no sabíamos que debíamos vivir, soñar, sufrir y estudiar. Estudiar mucho y leer mucho más, para poder garabatear alguna idea.
Lo último que leí hace unos meses, fue “España en los días de mi vejez”, un relato sobre su último viaje a ese país, algo íntimo, entrañable, bello y poético.
En más de alguna vez estuve tentado a escribirle a su casa de Santos Lugares, mi eterna pereza me lo impidió y puede que inconscientemente haya hecho bien, ¿quién era yo para escribirle? Si él ya se había dirigido alguna vez a los jóvenes que le consultaban sobre el oficio de escribir. También albergué la ilusión de verlo cuando pasaba con el tren cerca de la Estación homónima, cada vez que llegaba a Retiro en ferrocarril desde mi Mendoza natal.
En fin... Cosas que se me vienen ahora, en la urgencia de recordarlo, evocarlo y decir junto con muchos lectores lo importante que Ernesto Sábato fue en mi vida.
Lo vamos a extrañar, lo sé. Estos días volveré a sus libros con nostalgia mientras reviso mis modestas novelas, mientras deambulo por mi casa, recurro a la biblioteca, tomo unos mates en silencio y vuelvo a esta tarea solitaria que me prueba cada día y me enfrenta a mis límites, a mis imposibilidades, a mis dudas.
Sábato nos enseñó que la literatura es una confesión permanente, una metáfora de las enfermedades del alma y, de alguna manera, la protohistoria de nuestra propia introspección, atada con alambre a la modesta medida de cada uno. Más allá de la escisión del yo que trajo necesariamente la modernidad e hizo posible el desarrollo del psicoanálisis de Sigmund Freud, en la Viena del novecientos, justo el año en que moría Verdi.
Nos mostró que quienes intentamos escribir estaremos condenados a un oficio de tinieblas, insalubre de a ratos, como bajar al socavón de una mina. Que todo es autobiográfico y eso lo hace doloroso y fatal. Se escribe desde las entrañas para salvarse, para no enloquecer. Se vive y respira por las palabras y ellas nos identifican y construyen cada día. Somos lo que pensamos y nos vamos haciendo letra a letra. Descubrir esto es un privilegio del que no se regresa jamás. No es la gloria externa del libro publicado, el que como un hijo sale a caminar independiente por el mundo. No, la batalla del escritor es cada día consigo mismo, intentando buscar lo inalcanzable, recurriendo a la memoria y los adjetivos. Esa es la locura que en español inició Cervantes, y miles de acólitos, anónimos o no, seguimos porfiando día a día.
1 comentario:
Me encantó, concuerdo con que lo que pensamos nos va formando y lo de letra a letra... un abrazo, te quiero viejo
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