En este contexto planetario, en América Latina y el Caribe prevalece aún una fragmentación de sus pueblos y de sus instituciones, que limitan seriamente su capacidad para aprovechar la ventana de oportunidad histórica que se abre para avanzar hacia su segunda y definitiva independencia. Los avances en la construcción de espacios de integración continental por los gobiernos que se alcanzaron en la primera década del siglo XXI -ALBA, UNASUR, CELAC- despertaron una enorme expectativa por su trascendencia. Eran los primeros que, en su diversidad, tenían en común el protagonismo de los estados y su proyección política, por encima de una mirada económica, que, si bien se planteó dentro de ellos, lo hizo bajo una óptica subordinada a la anterior. Reabrían así el camino soñado por nuestros libertadores, de hacer de la América Latina y el Caribe un actor político en la escena internacional, en una hora particularmente decisiva.
La contraofensiva del imperialismo estadounidense, al promediar la década pasada, apuntó certeramente a desbaratar los pilares sobre los que empezaba a pararse ese proceso. Muerto el comandante Hugo Chávez, líder indiscutido de esa construcción, se desató una operación mediática-judicial de lawfare, que logró desplazar del gobierno de los dos mayores países de Suramérica a las fuerzas que respaldaban el proceso de integración política y soberana, Brasil y Argentina. Aislados y acosados los países del ALBA, no pasó mucho tiempo para precipitar la crisis de UNASUR y la paralización de la CELAC por 4 años y medio.
Por abajo, la resistencia de los pueblos de Nuestra América a la globalización neoliberal no cejó. En los años 2018 y 2019, en América Latina y el Caribe se experimentaron hechos que dieron cuenta de un rebrotar de la rebelión popular contra el neoliberalismo y contra los regímenes de dominación locales en numerosos países, que reabrieron procesos de cambio que habían sido parcialmente contenidos durante el lustro precedente. En Haití, Honduras, Chile, Ecuador, Colombia, en los años siguientes, ni la pandemia del 2020 pudo parar procesos de recomposición de sus movimientos populares. Los pueblos, mediante su acción directa multitudinaria, tomando las calles de sus principales ciudades, en extensas jornadas de protesta, respondieron a la pretensión de hacer recaer sobre sus hombros los costos de una crisis que agobia al capitalismo mundial y a todos sus países, tanto centrales como dependientes.
Como consecuencia de ello, el panorama político formal en la región empezó a reflejar nuevamente el cambio en la correlación de fuerzas y se sucedieron los desplazamientos de gobernantes abiertamente neoliberales, en lo que se ha dado en llamar un nuevo ciclo de gobiernos “progresistas” en América Latina. En ese contexto se ha revitalizado, muy incipientemente todavía, el aliento de la integración continental, al concretarse en México la VI Cumbre de Jefas y Jefes de Estado y de Gobierno de la CELAC, el 18 de septiembre de 2021; y al asumir en 2022 Argentina la Presidencia Pro Témpore para el siguiente período.
Los países del ALBA-TCP han permanecido desarrollando sus procesos, pero en medio de un acoso permanente y de una guerra híbrida contra la Revolución Bolivariana y la Revolución Cubana, que ha limitado su capacidad de continuar influyendo en los demás países del continente, en cuanto al proceso de integración. Mérito fundamental de sus pueblos ha sido y sigue siendo mantenerse victoriosos respecto de las constantes y reiteradas maniobras del imperialismo estadounidense para desatar procesos de desestabilización política, en medio de las estrecheces y consecuencias críticas que para ellos también han tenido las convulsiones económicas, sanitarias y climáticas que han azotado al mundo y en particular a la región caribeña. Dentro de este grupo cabe también destacar el de la Revolución Cultural y Democrática de Bolivia, encabezada por el MAS, que luego del golpe de noviembre de 2019, logró retomar el control del gobierno en las elecciones de octubre de 2020, con una amplia mayoría ciudadana.
A mediados del presente año, la fracción del globalismo financiero que controla actualmente el gobierno de los Estados Unidos convocó a una IX Cumbre de las Américas, excluyendo de la participación a tres Estados miembros del ALBA-TCP, Cuba, Nicaragua y Venezuela. Encontrando, por ello, la disconformidad de 25 de los gobiernos de los 33 países del continente con ese dictamen de la administración Biden. Luego de la cual ha intentado revitalizar la moribunda OEA para incidir en la agenda y orientación política de los países del continente a partir de su supuesta voluntad de cooperar en la promoción de una migración “segura, ordenada y regular”, conforme el Pacto Mundial sobre Migración, que -paradojalmente- el propio EEUU no ha suscrito, como tampoco lo han hecho Brasil ni Chile.
Resulta, por otro lado, muy claro que en nuestro continente se viene desplegando la injerencia del globalismo financiero -desde el ámbito económico como comunicacional- sobre los nuevos gobiernos que pretenden desmarcarse del esquema político y económico neoliberal, para que centren sus agendas en materias de seguridad, estabilidad macroeconómica y contención de la movilización social, lejos de cualquier tentación por emprender reformas estructurales en materia económica y política. En suma, para hacer de ellos meros administradores de un sistema que hace crisis por todos lados. Y que se mantengan distanciados de los países del ALBA-TCP. Fracasadas ya las iniciativas del Grupo de Lima y de PROSUR, las expectativas imperialistas son bloquear el reinicio de UNASUR y mantener a CELAC como un foro meramente discursivo, sin mayor institucionalidad.
Los gobiernos del nuevo ciclo “progresista” (México, Argentina, Perú, Honduras, Chile y Colombia), en su heterogeneidad, han asumido en general en medio de una aguda polarización de las fuerzas políticas en cada país, en el marco de profundas crisis económicas, políticas, de seguridad, sanitarias, ecológicas y con un reducido margen de maniobra -tanto por factores externos como internos-, para hacer frente a los complejos escenarios que se les presentan.
En muchos de ellos, EEUU tiene una presencia política, militar y económica muy relevante, que recorta ostensiblemente su soberanía. Lo que impone a estos gobiernos un singular desafío táctico y estratégico. Un escenario muy diferente al que se enfrentaron los gobiernos que protagonizaron el ciclo 2000-2015, tanto por el contexto internacional como por los determinantes a escala nacional.
En este panorama, la maduración política, la unidad y el protagonismo de los movimientos sociales y populares resulta determinante para hacer avanzar los procesos de cambio, derrotar la maniobra de las clases dominantes criollas y del imperialismo estadounidense y profundizar las reformas estructurales para hacer frente a la crisis, abriendo paso a otros esquemas de desarrollo en la perspectiva del Buen Vivir y de la integración latinoamericana y caribeña.
Los éxodos migratorios de Mesoamérica y el Caribe de los últimos 5 años se han convertido en un fenómeno social y político que atraviesa la geografía humana de Nuestra América; a pesar de una cierta disminución durante 2020 por la pandemia del Covid 19, se han reanudado y acrecentado en circunstancias aún más críticas en los últimos dos años. En presencia de ellos, mientras desde el globalismo financiero se ensaya el alineamiento de las políticas migratorias de América Latina bajo un esquema de “gobernanza” para sumarlas a su política de contención y externalización de sus fronteras, desde el bloque continentalista yanqui y sus peones en América Latina se refuerzan los discursos xenófobos, de un nacionalismo patriotero que, al mismo tiempo que alienta políticas migratorias más restrictivas, criminaliza la inmigración irregular y la vincula con la crisis de seguridad desatada por la expansión de las redes de crimen organizado y de tráfico de personas.
En medio de una situación como ésta, debiera ser imperativo que los llamados gobiernos progresistas y bolivarianos de América Latina y el Caribe acordasen instituir la Ciudadanía Latinoamericana y Caribeña, esto es, un Acuerdo de Residencia que documente y permita el ejercicio de todos los derechos básicos que hacen a la dignidad humana, a todas las personas inmigrantes intralatinoamericanas y caribeñas, que hoy viven un drama sumamente doloroso y que tensiona la convivencia en todo nuestro continente. Darían así un inmenso paso en la integración de nuestros pueblos, desde abajo.
Nuestros pueblos hoy no se saben ni se sienten hermanos. Pesan sobre ellos los olvidos, las taras y prejuicios que dos siglos de colonialismo cultural han sembrado en su subjetividad. Y, sin embargo, si no superamos esa alienación continuaremos sometidos a potencias extracontinentales y desaprovecharemos esta formidable coyuntura histórica de transición en el orden geopolítico mundial, que abre posibilidades inéditas para avanzar hacia nuestra independencia y soberanía definitivas.
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