El pensamiento conservador está imponiéndose con fuerza creciente, intentando dejar atrás los planteos de izquierda. Marx es condenado al olvido, y la lucha de clases –para el discurso dominante que marca la pauta– es vista como rémora del pasado.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Hay un fenómeno nuevo en el mundo, que sin dudas da para largos análisis. El ideario socialista no ha podido seguir creciendo y, por el contrario, los discursos conservadores van siendo la norma. Las posiciones antisistémicas, anticapitalistas, que marcaron buena parte de los siglos XIX y XX dando como resultado profundas luchas sociales con triunfos evidentes (mejora en las condiciones laborales –jornada de ocho horas, por ejemplo, prohibición del trabajo infantil, seguros de salud y jubilaciones–, o revoluciones socialistas en varios países, significativos avances sociales para las grandes mayorías populares), hoy día parecieran estar esfumándose. Eso no significa que hemos entrado en un paraíso sin contradicciones ni injusticias contra las que levantarse. Sucede, curiosamente, que las tremendas asimetrías que siguen poblando la dinámica social del globo y mueven a reacciones, no alcanzan para provocar transformaciones sostenibles. Hay protestas, sí, por todas partes, pero el sistema sabe absorberlas. La figura del Che Guevara, ícono de las izquierdas mundiales, símbolo de la revolución socialista, pasó a ser una “bonita cara” para estampar en una camisa, diluyéndose así lo que su militancia y mensaje ético significó. Definitivamente la derecha sabe manejar muy bien “las mentes y los corazones”, como pedía Zbigniew Brzezinsky, el neoconservador estadounidense e inspirador de los ultra-conservadores Documentos de Santa Fe.
No solo parecieran lejanas las transformaciones profundas, sino que el sistema se permite ciertos cambios cosméticos que dan la ilusión de “avance social”, pero que en realidad no cambian mucho en sustancia. De todos modos, en la actualidad asistimos a un proceso globalizado donde el pensamiento anti-cambios (cambios de cualquier tipo) va tomando cada vez más fuerza. Las posiciones se endurecen y en vez de mirarse hacia el siglo XXII (China ya tiene planificados proyectos para ese entonces) todo pareciera indicar que volvemos al Medioevo europeo, con Inquisición y posiciones hiper conservadoras. El fundamentalismo no ha muerto.
El mundo sigue siendo un hervidero, sin dudas. Inmediatamente antes que comenzara la pandemia de Covid-19, en 2019 había un malestar global que reventaba en movilizaciones populares. Por los cuatro costados del planeta bullían las protestas: Latinoamérica, Europa, Medio Oriente, Estados Unidos. El coronavirus vino a acallar todo. Lo curioso es que, llevado al plano político, ese malestar no se está viendo reflejado en los gobiernos que aparecen por el voto popular. Increíblemente, pese a tantos malestares acumulados, triunfan las derechas. Y si no triunfan electoralmente (caso Bolsonaro en Brasil, Marie Le Pen en Francia), obtienen enormes resultados a partir de los comicios de esa farsa llamada “democracia”.
Decir que candidatos con talantes centroizquierdistas, progresistas, con tinte social y popular, representan un avance radical de posiciones de izquierda es, cuanto menos, aventurado. En Latinoamérica se dio una primera oleada de estas administraciones a inicios del siglo (Hugo Chávez en Venezuela, Lula y Dilma Roussef en Brasil, Néstor Kirchner y luego Cristina Fernández en Argentina, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Pepe Mujica en Uruguay), pero nada cambió en lo estructural. No cambió, ni podrá cambiar, porque esos planteos no superan los marcos del capitalismo, más allá de ciertas mejoras, definitivamente importantes para el campo popular. La actual segunda oleada (Manuel López Obrador en México, Luis Arce en Bolivia, Gustavo Petro en Colombia, Gabriel Boric en Chile, Jorge Fernández en Argentina, nuevamente Lula en Brasil, Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras) no promete ir más allá tampoco. Lo importante a destacar es que, independientemente de cierto buen desempeño electoral de estas propuestas, la derecha como ideología se impone y solidifica. Y es votada en forma creciente por masas populares. La gente eligiendo en las urnas a sus verdugos, igual que sucede en países europeos, donde avanzan posiciones de ultraderecha, con ribetes neonazis en muchos casos, aceptados de buen grado por las mayorías. En otros términos: el Occidente llamado “democrático” no parece tan democrático. Aunque se tilde de “autoritarios” a “regímenes” que le hacen ruido a la hegemonía del capitalismo blanco y rubio –ahí están Rusia, China, Irán, Cuba, Venezuela alzando la voz a su modo–, el autoritarismo marcha en forma creciente en esta zona del planeta, desplazando incluso posiciones de derecha liberal.
Ejemplos existen de sobra: aunque ahora en Latinoamérica hay mandatarios de centro-izquierda (lo cual no significa que triunfaron las revoluciones socialistas obrero-campesinas con milicias populares armadas), y eso puede hacer creer, tal como lo dice la prensa capitalista, que el sub-continente se “tiñe de rojo”, la derecha ultra reaccionaria sigue trabajando, y creciendo. En México se reúne la Conferencia Política de Acción Conservadora, reunión de hiper reaccionarios personajes con gran poder de decisión, en una clara demostración de fuerza contra el “comunista” López Obrador. Las posiciones fundamentalistas crecen.
Por distintos motivos disparadores quizá, pero todas impulsadas por un mismo terrible terror al cambio, fuerzas oscurantistas que sacan lo peor y más reaccionario de las sociedades (“todos llevamos un enano fascista dentro”, se ha dicho) hacen florecer posiciones conservadoras: xenofóbico horror a los extranjeros “invasores” en Europa o Estados Unidos, misoginia patriarcal y visceral anticomunismo en Latinoamérica –movilizados en muy buena medida por las mega-conservadoras iglesias neoevangélicas–, lo cierto es que la derecha crece. Es la población la que votó en su momento a candidatos ultra reaccionarios como Mauricio Macri en Argentina, Jair Bolsonaro en Brasil, Sebastián Piñera en Chile, Iván Duque en Colombia, o a Giorgia Meloni en Italia (heredera directa del Duce), o que le da el sí a legisladores neonazis en numerosos países europeos, incluidos los hasta ayer paraísos socialdemócratas, como los Estados nórdicos.
El pensamiento conservador está imponiéndose con fuerza creciente, intentando dejar atrás los planteos de izquierda. Marx es condenado al olvido, y la lucha de clases –para el discurso dominante que marca la pauta– es vista como rémora del pasado. “Izquierda y derecha ya no existen”, se llega a decir. A los trabajadores se nos quiere transformar en “colaboradores”, y los sentimientos anti-progresistas afloran por todos lados, a veces con tonalidad neofascista.
Lo preocupante es que ese discurso conservador, racista, patriarcal, xenofóbico en algunos casos, denigrante de lo diferente considerado “normal” (y ahí puede entrar cualquier cosa), sumamente violento, antidemocrático, está en auge. Con características distintas, pero siempre con un común denominador, está expandiéndose globalmente. Ya no es un distintivo de sectores de clase media y alta, o de las élites, sino que ha permeado incluso a las capas populares. Estos políticos neofascistas hablan un discurso populista, más “entrador” incluso que el de las izquierdas. El fantasma de la corrupción –que, por cierto, también la hay en los gobiernos progresistas– sirve como gran disparador de discursos moralizantes, de los que se sabe aprovechar una derecha troglodita.
Distinto a décadas atrás, años 60 y 70 del siglo pasado, cuando las posiciones contestatarias en su sentido más amplio iban ganando lugar, hoy, por un excelente trabajo hecho por el sistema, todo lo “progresista” está en entredicho. El sistema puede tolerar ciertas expresiones de cambio, pero no mucho más. E incluso esos avances (ideología de género, crítica al racismo, aceptación de las diferencias sexuales, un discurso de cierta apertura ética) actualmente están cuestionados. El proyecto furioso de una derecha cavernícola intenta arrasar con todo, tildando de “débiles” a las posiciones de derecha liberal.
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