El reloj que marca la hora de lo que el imaginario cristiano identifica con el Juicio Final parece estarse aproximando inexorablemente a la encrucijada en la cual, hagamos lo que hagamos, el mundo conocido que nos ha albergado desde siempre cambiará radicalmente, al punto que ya no podremos sobrevivir. El termómetro muestra el continuo deterioro del clima mundial, los desastres naturales, los devastadores huracanes, las cada vez más recurrentes inundaciones, los arrasadores incendios forestales son cada vez más frecuentes.
El sistema de producción es cada día más poderoso, produce más con menos fuerza de trabajo o con trabajo precario. Hay más riqueza, pero cada vez más concentrada, crece la masa de enormes capitales en manos de billonarios mientras millones de personas no tienen ni para sobrevivir al día a día.
El petróleo, fuente de energía barata se agota, y la civilización basada en él busca desesperadamente alternativas. No se trata solo de los combustibles que alimentan la maquinaria que mantiene al mundo moviéndose, sino de toda la gama de derivados que, como el plástico, son de uso cotidiano y cuyos residuos nos ahogan al acumularse como deshechos que intoxican al mundo.
En este contexto inestable, de negros presagios de futuro, en el que pareciera que no hay alternativas que permitan respirar tranquilos, la gente busca referentes a los cuales asirse para no ser arrastrados por el vórtice del remolino que lleva hacia las profundidades de lo desconocido.
Uno de esos referentes es lo sobrenatural todopoderoso. Este ha sido siempre un recurso, la esperanza de que lo milagroso, una voluntad que está sobre todo, resuelva de una vez y para siempre, pasando por sobre todos los obstáculos y haciendo justicia. Se trataría de un dios que pondría orden, que no tendría contemplaciones con el castigo y que, por fin, traería tranquilidad.
Otro asidero es el pasado, una especie de edad de oro en la que las cosas estaban como deben estar, en el que nadie cuestionaba “lo natural”, en donde los hombres eran hombres y las mujeres, mujeres; en el que la familia era claramente mamá, papá e hijitos; en el que nadie inventaba lenguajes complicados; en el que había orden y no privaba la inseguridad y la violencia. Claro que es una edad de oro inventada, una utopía en reversa, hacia el pasado, construida en la imaginación.
Las bases de esta crisis de conciencia, de horizonte, de este tiempo de incertidumbre y miedo, son estructurales, están en el agotamiento de una forma de relacionamiento del ser humano con la naturaleza y consigo mismo a la que no se le encuentra alternativa. La posibilidad de “solución” de este nudo gordiano puede ser positiva, negativa o puede no encontrar solución. Es decir, por delante podemos tener sociedades más autoritarias, represivas, desiguales y violentas; podemos también construir sociedades mejores a las realmente existentes, y también podemos seguir en caída libre. El futuro está abierto y, como siempre, depende nosotros construirlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario