El pañuelo es el estandarte que supieron crear estas mujeres a partir del desgarro insoportable de la desaparición de sus hijos. Renacieron en una búsqueda en la que tuvieron que aprender a enfrentar a un poder establecido que no las toleraba. Nunca se amilanaron.
Nora Veiras /Página12
Uno quería creer que era inmortal. Era imposible no pensarlo porque la vida era su motor. La desaparición de sus dos hijos, Jorge y Raúl, habían convertido a Kika en Hebe. En 1977, esa ama de casa, trabajadora, de 48 años empezó a emerger como una luchadora que al calor de innumerables batallas se forjaría en un símbolo. Una mujer con una fortaleza, inteligencia, desenfado y valentía apabullantes. Un huracán que arrasaba, incomodoba siempre.
"Siempre se puede" repetía con picardía cuando el macrismo pretendia apropiarse de esa consigna. Las Madres sí que habían demostrado que se podía cuando todo parecía imposible. En las charlas en la cocina de las Madres o en su escritorio abrigado por los recuerdos de sus encuentros con Charly García, Maradona, el papa Francisco, Néstor y Cristina Kirchner, Fidel, Chávez y tantísimos más, Hebe de Bonafini desgranaba anécdotas de su infancia y sus recorridas por el mundo con una memoria prodigiosa.
"Tengo un montón de fotos de chiquita en el gallinero, ¿me podés decir por qué mi papá me fotografiaba siempre ahí?", contaba entre risas y con la mirada iluminada. Todo el tiempo sorprendía desafiando el sentido común. "Un día tomé la cárcel de Chile", soltaba como al pasar al recordar que se había enterado de que un grupo de presos políticos estaba aislado en condiciones infrahumanas y se fue a verlos. No la querían dejar entrar hasta que lo consiguió. Apenas pasó la puerta dijo que acababa de tomar el penal y que no se iría hasta que le dieran una respuesta. No sabían qué hacer con esa mujer de pañuelo blanco instalada ahí. Estuvo horas hasta que se avinieron a escucharla y logró su cometido.
El pañuelo es el estandarte que supieron crear estas mujeres a partir del desgarro insoportable de la desaparición de sus hijos. Renacieron en una búsqueda en la que tuvieron que aprender a enfrentar a un poder establecido que no las toleraba. Nunca se amilanaron. Soportaron palazos, calabozos, diatribas, amenazas que las fortalecieron rodeadas del abrazo de cientos de miles y miles cobijados por sus inclaudicables demandas.
Hebe no paraba. La pandemia la obligó al encierro. Resignificó la ronda de los jueves en Plaza de Mayo en vueltas virtuales. Ese lugar en el mundo donde las Madres se encuentran con sus hijos se mantuvo gracias también a la ductilidad de esta mujer que supo adaptarse a la tecnología. Mientras atendía a una compañera que cada jueves la llamaba por teléfono para imaginar juntas por dónde iban a entrar a la plaza, Hebe pensaba en lo que iba a decir, qué alerta encendería ante lo que estaba pasando.
Aprendió a grabar videos, a usar la computadora, armó programas de radio. Comprendió que dar testimonio de todo lo que habían hecho y seguían haciendo era esencial para seguir acrecentando su lucha.
Supo forjar relaciones entrañables con otros protagonistas de la historia siempre con inicios controvertidos. En su primer viaje a Cuba, Fidel Castro no la recibió porque lo había criticado por saludar a Raúl Alfonsín después de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, Hugo Chávez no le gustaba porque era militar, de Kirchner desconfiaba y a Jorge Bergoglio, cuando era arzobispo de Buenos Aires, le había tomado la Catedral. Cada uno se acercó a ella y poco a poco fueron desandando prevenciones y construyendo amistades inquebrantables. Con Néstor y Cristina Kirchner sentía la reivindicación de la generación de sus hijos.
Quizás el acercamiento más impensado fue con el Papa. "Cuando hablamos por primera vez le dije: 'Te quiero decir que se me fue un poco la mano cuando pusimos el baño atrás del altar en la Catedral'. Claro que él nos había cerrado los baños", contaba años después cuando se preocupaba por las rodillas del pontífice y le hacía preparar un ungüento especial para que un amigo se lo llevara al Vaticano. "Estamos grandes, hablamos como amigos, de los achaques que tenemos, de todo", comentaba guardando sigilosamente los secretos de esas charlas.
Su agenda no tenía blancos. Todo el tiempo buscaba cómo ayudar. Hablaba con todos los que pudieran darle una mano para acercarle ropa, comida, casa, muebles a quienes más necesitaban. Cada cosa era un desafío de superación, como su propia vida. Se enteró de que un muchacho que trabajaba en las Madres era analfabeto y decidió enseñarle a leer y escribir. Buscaba textos cortos del Che Guevara, de Galeano y así poco a poco mientras disfrutaba de esas lecturas compartió los avances de su alumno. Una maestra exigente, quizás como le hubiera gustado ser.
Hebe aprendía con voracidad. Contaba que sus hijos le repetían que tenía que leer todo el diario, enterarse de lo que sucedía. Eso hacía todo el tiempo. Estaba atenta a todo. Desde siempre, miraba más allá. Cuando recién las Madres empezaban a organizarse, contaba que "vinieron una vez unos padres a decirme que querían hacer un equipo de fútbol y llamarlo Derechos Humanos. Les dije pero 'ustedes son o se hacen. Si pierden van a decir que pierden los derechos humanos'. No lo podía creer. No lo hicieron".
Sus convicciones pocas veces admitían matices. Cometió errores que impactaron en su lucha y sus enemigos aprovecharon. Se recompuso y no dio tregua.
A los 93 años Hebe se ganó la eternidad. Presente siempre.
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