El recrudecimiento de las tensiones políticas y militares entre China y la isla de Taiwán, el aumento de las amenazas contra la República Islámica de Irán, la creciente hostilidad que existe en la península coreana y la elevada belicosidad de la OTAN a raíz del conflicto ucraniano, son solo algunos otros hechos que demuestran el momento tan peligroso en que se encuentra el mundo y la alegría que reina entre los guerreristas, los traficantes de armas y la poderosa industria militar que vive y crece a costa de ellos.
En el año 2021 según el SIPRI (Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz), el mundo gastó en la esfera militar 2.1 billones de dólares, de los cuales el 62% recayó en tan solo 5 países (Estados Unidos, China, India, Reino Unido y Rusia). Sin embargo, el 50% de ese gasto correspondió a los Estados Unidos y cuatro países de la OTAN (Reino Unido, Francia, Alemania e Italia). Es evidente que para invertir esas cuantiosas cifras en armamento moderno, no es necesario ni la Guerra Fría ni la existencia del Pacto de Varsovia, solo se requiere blandir como excusa las armas hipersónicas, el acelerado desarrollo militar chino, las amenazas del terrorismo a nivel global, la ciberguerra, la militarización creciente del espacio y la obsolescencia de algunas tecnologías militares. Dentro de todas estas excusas no escapa siquiera una supuesta amenaza alienígena.
Por eso el Pentágono ha conseguido para el próximo año fiscal, un presupuesto de 840,000 millones de dólares, y como ya es habitual, más de la mitad terminará en contratos ambiciosos para las empresas privadas fabricantes de armas, es decir, para el complejo militar-industrial-financiero estadounidense. El mismo complejo donde también existen las llamadas “puertas giratorias” en el sector de la defensa, que permiten que generales y otros altos oficiales abandonen el servicio activo y pasen a formar parte de la industria militar. Basta solo con recordar que el actual Secretario de Defensa, el general retirado Lloyd Austin, trabajó, al abandonar el Ejército en el 2016, con el segundo mayor contratista del Pentágono, la empresa armamentística Raytheon Technologies, fabricante de los misiles Tomahawk. Cabe además señalar que si este presupuesto es ya colosal, habría que añadirle los cientos de millones de dólares para gastos de carácter militar, que se esconden en los presupuestos de otras instancias gubernamentales estadounidenses, incluyendo a los llamados “asesores” o “contratistas”, es decir, mercenarios.
Ahora bien, para que Europa no se quede atrás en la defensa del “mundo libre” y los “valores democráticos”, el gobierno alemán se ha comprometido para el año 2023, a invertir en gastos militares el 2% de su PIB, mientras el Reino Unido lo subirá a 2,5% (un 20% más con relación al año anterior). Por otro lado, los presupuestos militares de Francia, España e Italia, también experimentarán un crecimiento significativo para el próximo año. He allí una de las principales razones por las que en el conflicto en Ucrania, ningún líder de las potencias occidentales quiere hablar ni de paz ni de soluciones diplomáticas; aguardan por una hipotética victoria de los ucranianos en el campo de batalla.
La industria militar y el negocio de la guerra obedecen en todo el mundo, a la lógica neoliberal y a los objetivos del mercado capitalista, donde lo medular es la maximización de las ganancias o beneficios económicos. Por eso existe toda una estrategia criminal y de muerte, para inducir a los países hacia la justificación, mediante una definición sesgada de los conceptos de seguridad, defensa y paz, a adquirir las últimas novedades en armamento, tanto para la represión interna como para defenderse de las supuestas amenazas que pueden representar sus vecinos. Naturalmente que esas compras no van solas, por lo general incluyen el entrenamiento, la contratación de asesores, la actualización y renovación de los medios y equipos militares adquiridos y hasta el discurso ideológico que sirva para legitimar la necesidad de contar con un ejército y su abastecimiento constante.
Las fuerzas armadas a nivel mundial son, sobre todo por su elevado consumo de los combustibles fósiles, uno de los principales agentes productores de gases de efecto invernadero. Mención principal aquí les cabe a las fuerzas armadas estadounidenses, que en eso de contaminar el planeta y contribuir significativamente al cambio climático, tienen el número uno. De allí que si los gobiernos en lugar de aumentar sus gastos militares, los redujeran significativamente y los fondos así liberados, fueran reorientados a nivel global para paliar el hambre en el mundo o hacia otros sectores de la economía mucho más productivos y humanos, como la salud, la educación y las energías renovables, los beneficios para la humanidad y el clima serían incalculables y los peligros de nuevas confrontaciones bélicas serían menores.
Lo cierto es que por culpa de la fabricación de armas y municiones, mueren anualmente en el mundo más de 20,000 personas por minas terrestres y casi medio millón por el fuego de armas convencionales. A estas víctimas hay que sumarles los miles de desplazados, heridos y lisiados que dejan los conflictos armados. Un ejemplo elocuente de esta violencia armada dentro de los países, nos los ofrece precisamente la nación estadounidense, donde de cada 100 ciudadanos, hay en los hogares 121 armas y mueren anualmente en promedio por ellas, más de 40,000 personas.
Los mayores responsables de esta tragedia son los países industrializados con sus abultados presupuestos bélicos y que además, figuran como los principales exportadores de armas, siendo los Estados Unidos, según SIPRI, el primer exportador con casi un 39% de las ventas internacionales, que se produjeron entre los años 2017 y 2021. Sin embargo, ellos no son los únicos que sacan considerables beneficios de este comercio, porque países como Israel, India, Brasil y Turquía, han encontrado en esta actividad un gran negocio lucrativo.
Hoy sabemos que muchas armas y municiones que se producen y circulan en el mundo, son desviadas hacia el mercado ilegal, para terminar en manos de grupos terroristas, paramilitares, narcotraficantes o delincuenciales, responsables en gran medida del crecimiento de la violencia urbana y política que afecta a muchos países. Este gran negocio capitalista que es el contrabando internacional de armamento, así como en nuestros días está adquiriendo una mayor relevancia, suscita por otro lado, una gran intranquilidad y preocupación, ya que Ucrania, que prácticamente desde su independencia de la URSS en agosto de 1991, se convirtió en un gigantesco mercado negro de armas, rematando todo el arsenal militar heredado de la era soviética, es ahora receptora de una ayuda militar sin precedentes por los Estados Unidos y los países europeos, sin que estos países puedan precisar con seguridad el destino final del armamento y si estos acaban realmente en manos de los combatientes ucranianos.
Ya en el pasado reciente llegaban gracias a oligarcas ucranianos, miembros del gobierno y de su servicio de seguridad, armamento a diferentes partes del mundo como Oriente Medio, Irak, África y otros lugares. La reexportación por Ucrania de armas occidentales hacia zonas de conflicto está bien documentada y es de vieja data. Se cree que hasta modernos sistemas portátiles de misiles tierra-aire, pasaron a manos del Estado Islámico de Siria vía Turquía. Hoy han comenzado a aparecer informes, que muchas armas suministradas al actual gobierno ucraniano para su defensa contra Rusia, están recalando en Suecia, Finlandia y Dinamarca.
El contrabando internacional de armas, que es el segundo negocio ilegal más lucrativo del capitalismo, mueve, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, una cifra que oscila anualmente en el mundo entre 170 y 320 millones de dólares. Mucha responsabilidad le debe caber a este negocio, cuando según OXFAM, de los 8 millones de armas que se producen diariamente en todo el planeta, un millón son desviadas o robadas. En un estudio realizado por el Instituto Sou da Paz de Brasil, se encontró que entre el 2011 al 2020, solo en el estado de São Paulo, se desviaron del mercado legal al ilegal más de 33,000 armas.
El comercio ilegal representa así, junto al negocio de las drogas y la trata de personas, tres de los más grandes problemas que aquejan a la humanidad en la actualidad. La gravedad de esa actividad es de tal magnitud, que condujo al gobierno de México a mediados del 2021, a presentar una demanda ante la Corte Federal de los Estados Unidos, en contra del comercio negligente e ilícito de los fabricantes de armas estadounidenses, exigiendo, además, una compensación económica por los daños sufridos por los mexicanos y sus autoridades durante varias décadas.
Para tratar de regular de algún modo la compra y venta de armas convencionales y detener su flujo hacia zonas de conflicto, de violación a los derechos humanos y donde operan grupos criminales, las Naciones Unidas aprobó en el 2001, el Protocolo sobre Armas de Fuego que entró en vigor en el 2005 y el Tratado sobre el Comercio de Armas (TCA), que lo hizo el 24 de diciembre de 2014. Sin embargo, pese a la existencia de ambos instrumentos internacionales, es evidente que muchos países no lo están respetando, porque al cabo de más de 7 años del TCA, el comercio ilegal continúa creciendo casi sin obstáculo alguno.
Una de las principales estrategias que usan los fabricantes y exportadores de armas para promover sus ventas, sobre todo en países como los Estados Unidos, consiste en azuzar permanentemente la creación de áreas de tensión en diferentes partes del mundo, ya que esto conduce a que aumente inevitablemente la demanda de armamento y con ello las peticiones de suministro. Las experiencias de Afganistán, Irak y Siria, demuestran que a la postre, esas compañías se encuentran entre las más beneficiadas por los conflictos, las invasiones y las ocupaciones militares. Este fenómeno está bastante bien reflejado en el pensamiento del filósofo y activista del movimiento antinuclear Günther Anders, cuando en los años 80 expresara: “el capitalismo no produce armas para las guerras, sino guerras para las armas”.
La humanidad esperaba que al concluir el período de la Guerra Fría, junto a la caída del muro de Berlín y la disolución del Pacto militar de Varsovia, los gastos militares de los países se iban a reducir de manera notable. Tal esperanza se cumplió parcialmente solo hasta 1995. Después de allí esos gastos no han parado de crecer de manera escandalosa; solo necesitando para ello resucitar a viejos adversarios o inventándose algunos nuevos. Ni siquiera la producción de armas nucleares se ha detenido, aunque ya tenemos desde hace tiempo más que suficientes, para destruir varias veces este planeta. Y eso que la rivalidad en ese campo debió dejar de existir, una vez se desintegrara la antigua Unión Soviética.
De modo que el negocio global de armas y de guerra está fuertemente dominado por las empresas estadounidenses y luego por las de Europa occidental, cuyos ingresos jamás se han visto afectados, ni siquiera durante la crisis financiera mundial del 2008-2009, o la recesión del 2020 que causó la pandemia del coronavirus. Es evidente entonces, que la industria armamentista se desarrolla totalmente al margen de lo que sucede en otras esferas, como en la de alimentos de primera necesidad y su alza descontrolada, en el desempleo creciente, en las afectaciones del cambio climático o en el recorte de los gastos sociales, que limitan el acceso a la salud y educación de los sectores más desprotegidos. El poder de esta industria en la actualidad es tan inconmensurable, que ejerce una influencia decisiva y aplastante sobre gobiernos, medios de comunicación, organismos internacionales y, sobre todo, en la banca. Un ejemplo de ese poder lo ofrece el mayor fabricante mundial de armamento, la compañía estadounidense Lockheed Martin, que año tras año supera en ingresos el PIB de más de un centenar de países.
Estados Unidos, el primer exportador mundial de armamento (con un vergonzoso lugar 20 en educación), es también con mucho, el país donde con más frecuencia se producen hechos violentos con armas de fuego, que se saldan con un número considerable de muertos. A pesar de ello, el mercado interno de armas entre la población crece sin parar y casi después de cada atentado, de manera inverosímil, se disparan las ganancias de los principales fabricantes de armas en la bolsa de Nueva York. Esto demuestra que en esta nación se está muy lejos de regular este criminal negocio y que continuarán los tiroteos en escuelas, iglesias y otros lugares, aumentando la cifra de víctimas; pero eso sí, garantizando la protección del derecho individual de los estadounidenses a portar armas, como bien sostiene la Asociación Nacional del Rifle (NRA). Ya veremos si piensan lo mismo cuando toda la tecnología de vehículos aéreos no tripulados (drones), esté más alcance de los ciudadanos estadounidenses y alguno de los tantos desquiciados que cada cierto tiempo arremeten contra una multitud en esa nación, dote a uno de estos aparatos de carácter comercial con explosivos o granadas y se disponga a repetir algún violento guión hollywoodense.
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